Nadie le había visto moverse.
«Excepto tú», le atormentaba su mente.
– ¡Rayos y centellas! -refunfuñó ella, exhalando su respiración en forma de nube mientras alcanzaba la puerta de la capilla.
El grito de socorro de Carrick había llegado demasiado tarde. Demasiadas personas estaban al corriente de que estaba en la torre para mantener su paradero oculto o ayudarle de otra manera que no fuera llevándole ante la justicia.
Caminó en silencio por el recinto de la capilla y se quitó la capucha. Estaba cansada por la falta de sueño y agotada de pensar en lo que debía hacer.
«Tú no tienes que hacer nada. Eres la soberana de esta torre, Morwenna. No lo olvides. No te sientas en la obligación de hacer nada».
Su mirada atenta recorrió el interior de la capilla, los techos abovedados, las paredes encaladas y unas velas grandes que ardían en los candelabros de hierro de la pared que rodeaba el altar esculpido.
La capilla estaba vacía. Morwenna anduvo por ese espacio íntimo y, en lugar de sentirse más cerca de Dios, sintió como si estuviera allanando una cámara prohibida, pisando un área donde no debería poner los pies.
Lo cual era absurdo.
Esa era la casa de Dios, en la torre donde Morwenna era la señora, la soberana, la ley. ¿Qué había de malo? La piel se le puso de gallina y mentalmente se reprendió por ello. Parecía que todos los augurios, maldiciones y demonios de Isa le vinieran a la cabeza.
Aguzando el oído, caminó hacia el reclinatorio de comunión y pensó en llamar al padre Daniel. Pero se mordió la lengua, había algo en ese espacio vacío que la obligaba a guardar silencio. Hizo una genuflexión cerca del altar, miró hacia arriba, a la figura de Cristo clavado en la cruz, y pensó fugazmente en todos sus pecados. En su vida había cometido muchos y la mayoría tenían que ver con Carrick de Wybren, un antiguo amante que ahora parecía su pesadilla. Oh, cómo se había acostado con él, entregándole tan confiadamente su virtud, y había yacido presa del júbilo entre sus brazos, descubriendo con infinita dicha que estaba embarazada, que esperaba un hijo de él.
Y durante todo ese tiempo él se acostaba con la esposa de su hermano Theron. El viejo dolor se retorció en ella como un cuchillo en su matriz, y no pudo menos que preguntarse si alguna vez concebiría otro bebé.
Sí, ella había pecado muchas veces y, estaba segura, no sería la última. Habría más. Sus dedos jugaban con el dobladillo del bolsillo y frunció el ceño. Su decisión, aunque ya estaba tomada, le había pesado mucho.
Se había reunido con el amanuense y le comunicó lo que quería mientras él rayaba sus palabras sobre el pergamino. Ella misma selló la carta que contenía el destino de Carrick, la que llevaba en el bolsillo y, de manera ridícula, se sintió como una traidora. Por fin admitiría oficialmente ante lord Graydynn que daba cobijo a su primo, el traidor de Wybren.
Quería sellar el destino de Carrick para siempre.
«Es tu deber», le dijo la cabeza y, sin embargo, se sintió estafada, atrapada entre la espada y la pared, obligada a tomar una decisión que todavía creía errónea, con sus pensamientos en un caos perpetuo. Desde el momento en que el desconocido había traspasado las puertas de salón hacía quince días, apenas había conciliado el sueño y no había tenido un momento de paz.
Sin embargo, enviar a Carrick a Wybren sólo empeoraría las cosas. Bueno, así se haría. Se postró de rodillas, se santiguó y rezó en busca de consejo. A través de las ventanas oyó ruidos sordos de hombres halando, golpes de hacha, la rueda del molino pero, por encima de todo el barullo del castillo en funcionamiento, había otro sonido, suave y grave, una cantinela… No, más bien era un cántico ininterrumpido, a través de la capilla y rebotando contra los muros.
Instintivamente se puso de puntillas y anduvo hasta uno de los extremos del ábside, donde miró a través del hueco de una entrada que cubría una cortina y que conducía a la cámara privada del sacerdote. Casi soltó un jadeo al mirar con detenimiento a través de la pequeña abertura. Vio al padre Daniel acostado delante de un reclinatorio de comunión, una versión más burda del altar intrincadamente tallado en la capilla.
El estómago se le revolvió por la repulsión.
El sacerdote yacía desnudo, su piel blanca era casi traslúcida y permaneciendo postrado mostraba los verdugones visibles en su espalda. En una mano sostenía un pequeño misal, con la otra agarraba un látigo de cuero tan fuerte que los nudillos le sobresalían de los dedos. Obviamente, se había estado flagelando, utilizando el arma para… ¿qué? ¿Para expulsar los demonios de su alma?
– Perdóname, Padre -imploró con un tono de voz áspero y afligido. Sollozó y respiró hondo-. Porque he pecado. Oh, he pecado. No soy digno de tu amor.
La sangre comenzó a brotar sobre la superficie de las vetas rojas de su espalda y Morwenna advirtió otras heridas, cicatrices de azotes anteriores. Verlo le produjo náuseas. ¿Qué empujaba a un hombre a azotarse hasta dejarse la piel en carne viva?
Antes de correr el riesgo de ser descubierta espiándole, retrocedió latamente y se alejó de la cortina. Con la intención de salir a hurtadillas por donde había venido, se movió poco a poco hacia la puerta.
¡Un golpe!
El talón de su zapato golpeó el marco de la puerta y el ruido pareció reverberar por la capilla.
El canto paró bruscamente.
«Maldita sea».
Morwenna oyó el frufrú de la ropa y las pisadas del padre Daniel, que se había vestido rápido, y supo que la descubriría. No había manera de ocultar su presencia en la capilla. En lugar de tratar de escapar, abrió la puerta principal dando un golpe en la pared.
– ¡Padre Daniel! -llamó en un susurro sonoro, como si acabara de entrar pero no se atreviera a gritar dentro de la capilla-. Padre Daniel, ¿estáis aquí? -llamó otra vez.
Caminó hasta el altar con paso firme y se puso de rodillas.
Estaba persignándose cuando el sacerdote, completamente vestido, salió a su encuentro. Todavía llevaba el misal en una de sus manos, pero la otra había soltado el látigo.
– ¡Oh! -dijo ella, como sorprendida al verlo-. Le… le estaba buscando.
– Estaba en mis aposentos, rezando -dijo casi sin aliento, y su cara enrojeció mientras se aclaraba la garganta.
El padre Daniel se quedó de pie, mirando hacia el suelo. Morwenna todavía estaba de rodillas y lo bastante cerca para oler la sangre de su piel. Le dirigió una sonrisa leve y paciente que curvó sus labios pero que no añadió ninguna calidez a sus ojos. Aquellos ojos la miraban con una intensidad que le hacía sentirse violenta. Vio sus pies moverse bajo la sotana y, en esa posición, con las rodillas apretadas contra el frío suelo, se sintió sumisa y vulnerable. Se le pusieron los pelos de punta cuando él le preguntó con voz tranquila y sedosa:
– ¿Hay algo en lo que pueda ayudaros, hija mía?
Se apartó a un lado y, cuando le tocó el hombro, quiso estremecerse.
– Sí, padre -asintió con la cabeza-. Por favor. -Terminó apresurada una plegaria y se incorporó en un santiamén-. Necesito su consejo.
Así estaba mejor, una mujer alta que casi podía mirarlo a los ojos.
– Desde luego.
Él pareció relajado al alejarse de la capilla y penetrar en el jardín, donde el agua de la tormenta nocturna goteaba del alero y formaba charcos. Como aún no había florecido, el jardinero miró tan desolado como lo estaba Morwenna.
– ¿Qué os preocupa? -preguntó el sacerdote.
– Varias cosas, entre ellas la muerte de sir Vernon.
– Una tragedia.
Ella estuvo de acuerdo.
– También debo ocuparme del desconocido que trasladaron aquí, el hombre herido.
– Ah.
El padre Daniel asintió mientras traspasaban la puerta del jardín y las nubes grises se desplazaban por el cielo. Dos muchachos correteaban por allí riendo, persiguiendo a un cerdo que gruñía. Un perro daba brincos tras ellos y empujó a un muchacho que acarreaba cubos del pozo. El agua se derramó por ambos lados del cubo y el muchacho maldijo duramente hasta que vio al sacerdote. Luego se apresuró a toda prisa hacia las cocinas.
El padre Daniel siguió con la mirada al muchacho.
– Me han sugerido que informe a vuestro hermano, lord Graydynn, de que hemos apresado a Carrick -comentó ella.
– Él ya lo debe saber. -El padre Daniel volvió a atender a Morwenna-. Wybren no está lejos.
– Razón de más para notificárselo de manera oficial. -Los ojos de ella se encontraron con los del padre y sacó la carta sellada de su bolsillo-. Esperaba que la pudierais llevar a Wybren. Puesto que el barón Graydynn es vuestro hermano, he pensado que lo mejor sería que las noticias le llegaran por vos.
Morwenna le entregó la carta.
– ¿Y qué debo decirle? ¿Algo más aparte de lo que le habéis escrito? -preguntó él mientras se abrían camino por delante de la cabaña del cerero hacia el gran salón.
– Sólo que no estamos seguros de que el hombre sea Carrick, por supuesto, ya que al haber recibido unos golpes tan feroces su cara es irreconocible. Y, aunque está curando, todavía es difícil distinguir los rasgos para asegurar a ciencia cierta que lo sea.
– ¿Tenéis dudas de ello?
Morwenna tragó saliva con fuerza. ¿Acaso ella dudaba? En lugar de contestar, dijo:
– Cuando veáis a Graydynn, por favor mencionad que el herido llegó con un anillo grabado con el emblema de Wybren, pero que ese anillo ha sido robado.
– ¿Y queréis que le diga que el otro hombre fue asesinado probablemente a manos de Carrick?
– ¡No! -dijo ella rápidamente, sorprendida por la pregunta-. Tal como dije, no estamos seguros de la identidad del forastero y es poco probable que matara a sir Vernon, ya que nuestro invitado estaba custodiado en el momento del ataque.
El padre Daniel estudió su cara con atención.
– Entonces ¿todavía lo defendéis?
– No sabemos lo que le pasó a sir Vernon.
El Padre Daniel sacudió la cabeza como si ella fuera una niña ingenua, y luego él le tocó el hombro otra vez, e incluso a través de la túnica Morwenna sintió la frialdad de los dedos sobre su piel.
– Sabemos que fue asesinado violentamente. Lo único que no sabemos es quién cometió la acción atroz.
Se estremeció un poco, como si la sotana se hubiera movido y las heridas de la espalda le rozaran. El padre Daniel apartó la mano.
– Quienquiera que arrebatara la vida a sir Vernon tendrá que responder ante el Padre.
– Y ante mí.
– Oh, milady, por favor, depositad vuestra confianza en Dios. Tened fe. Sólo Él puede deshacer este agravio. -Las palabras fueron pronunciadas con convicción pero había algo más perturbador en la expresión del sacerdote-. Recordad el pasaje de en las Cartas de san Pablo a los Romanos, Morwenna: «Mía es la venganza, yo daré el pago merecido, dice el Señor».
Morwenna apartó su brazo, pero sostuvo la mirada intensa que le dirigía el sacerdote.
– Pero en esta torre, padre Daniel -apuntó ella mientras la brisa le removía el cabello-, por favor, recordad que la justicia es mía.
Morwenna le dejó de pie allí, cerca de la cabaña del cerero, y ascendió la escalera que conducía al gran salón, donde dos guardias estaban firmes en sus puestos. Geoffrey le abrió la puerta y sintió que el calor de la habitación se le calaba en los huesos.
Había dejado que los acontecimientos de las dos últimas semanas la superaran y comenzaba a creer en las supersticiones absurdas de Isa sobre maldiciones, augurios y mala suerte. Se había sobresaltado bastante ahora que dudaba del sacerdote, un hombre que había dedicado su vida a Dios, y que se azotaba en una especie de penitencia dolorosa, infligida a sí mismo.
¿Qué era lo que desgarraba así el alma del padre Daniel? ¿Qué pecado había cometido para tener la necesidad de flagelarse?
Se quitó los guantes mientras subía la escalera hacia su cámara, y pasó por delante de Fyrnne y Gladdys. Sintió las miradas de las dos mujeres y se dijo si no lo imaginaba. De manera bastante ridícula, estaba comenzando a creer que nadie en esa torre era lo que, a primera vista, aparentaba ser.
– Eres tan mala como Isa -dijo ella, una vez dentro de su habitación.
El fuego ardía intensamente, y una tina y un cubo de agua caliente la aguardaban. Mort estaba acurrucado sobre la cama. Soltó un ladrido cuando Morwenna entró.
– ¿Me has echado de menos? -bromeó ella mientras el perro se meneaba, agitando la cola en el aire desesperadamente.
Ella se arrimó y le rascó las orejas. El animal se dio la vuelta y enseñó la panza para que la acariciara.
– Me lo imaginaba.
Se quitó los zapatos sin dejar de ofrecer mimos al perro y decidió que, al menos durante unos minutos, no le daría vueltas a la cabeza. Había un cubo de agua caliente sobre la leña. Iba a llamar a una criada para que la ayudara con el baño pero luego lo pensó mejor. Quería estar unos minutos a solas.
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