Morwenna tenía el corazón en un puño. Unos cuantos recuerdos de días que habían pasado juntos, aquellos días cálidos, hacía tanto tiempo… rasgaron su convicción. ¡Ay, cuánto lo había amado!

– Qué… qué útil te resulta recordármelo ahora, justo cuando estoy a punto de enviarte bien lejos. Y, sin embargo, insistes en que no tienes ningún recuerdo de la gente que confió en ti, los que perdieron la vida por tu culpa.

– No. -Su voz se quebró y parpadeó-. Te juro, Morwenna, que no maté a mi familia. No sé si alguna vez le he quitado la vida a un hombre; las cicatrices de mi cuerpo me hacen intuir que he pasado mucho tiempo en el campo de batalla, y tengo algún recuerdo de soldados y armas y la rabia que fluye por mi sangre, pero te juro por lo más sagrado que no maté a mi familia. Y… -alcanzó y enredó un mechón espeso del cabello de Morwenna alrededor de su dedo- tampoco creo que abandonara…, embarazada o no…

A Morwenna las lágrimas le quemaron en los ojos. Oh, cómo anhelaba creerle, esas palabras eran un bálsamo para todo el dolor que le había oprimido el corazón, pero no era tan tonta como para confiar en él.

– Pero así fue, Carrick. Lo recuerdo muy bien. -Cerró los ojos, conteniendo las lágrimas y recordó que él era un pedazo de escoria mentirosa, diría cualquier cosa por salvar el pellejo-. Yo estaba allí. Me abandonaste.

– Entonces fui un estúpido más grande de lo que puedo imaginar -susurró, y antes de que Morwenna pudiera reaccionar, la atrajo hacia él de modo que quedó presa contra su cuerpo duro y desnudo. Él inclinó su boca hacia abajo y reclamó la de ella con una urgencia salvaje que le encendió la sangre.

«¡No! -gritó la mente de ella-. ¡Morwenna, para esta locura ahora!» Pero en ese mismo momento el cerebro le dio otra orden y cedió al beso, sintiendo la presión suave y fuerte de los labios de él contra los suyos. Abrió la boca ante la insistencia de la otra lengua de él, sintiendo cómo las yemas de los dedos le recorrían la espalda, agarrándola todavía con más fuerza.

«¡No, no, no!»

Pero no se detuvo. No podía. Dejó que su cuerpo gobernara su mente, y al oírlo gemir, su resistencia se rompió en añicos por completo. Él le rebajó la túnica y besó la zona suave y sensible donde el cuello se une con la espalda.

El calor se desencadenó profundamente en su interior, la urgencia comenzó a palpitar en su parte más íntima cuando él siguió rebajándole la túnica, dejándole al descubierto la parte superior del pecho, arrastrando los labios calientes por su piel, y la respiración se detuvo en sus pulmones. Estaba perdida. El olor de él, salvaje y masculino, se mezcló con el humo del fuego e inflamó sus sentidos. Los recuerdos de pasión, tanto tiempo negados, inundaron su mente: Carrick yaciendo desnudo sobre un campo cubierto de hierba, sonriendo y conminándola a que le secundara; Carrick colándose en su cámara, quitándole la ropa y tocándola en los lugares más secretos; Carrick boca arriba en la cama, encima de ella, deslizando su verga hasta su sexo femenino, húmedo y caliente, mientras sus manos mecían sus pechos y ella jadeaba y jadeaba, sus nervios de punta, en llamas.

¡Ay, hacer el amor con él era como acostarse con el demonio! Morwenna sabía que debía apartarlo, acabar con la locura de estar con él, de besarle, de hacer el amor con él, pero no podía. Llevaba tres años deseando ese momento, mil noches soñando con él mientras tantos otros días había maldecido su alma al diablo.

Pero esa noche…, sólo esa noche… Morwenna se olvidaría de que él la había traicionado. Mientras las ascuas del fuego desprendían una luz roja suave y el resto del castillo dormía, supo que no lo rechazaría y lo besó con una fiebre que nacía de la desesperación.

Él la levantó del suelo y la llevó hacia la cama. Morwenna no protestó. Cuando su peso la forzó sobre el colchón, Morwenna le rodeó con sus brazos el cuello y lo miró con una expectación impaciente. Él desató su túnica, ella esperó con ansia. Y, finalmente, cuando le quitó la ropa que se entrometía entre ellos y Morwenna se quedó sólo con una fina camiseta de encaje y sintió que no podía respirar, como si el aire en sus pulmones se hubiera quedado en algún lugar entre el cielo y el infierno, se inclinó hacia arriba y le besó con toda la pasión que le desgarraba el alma y que había guardado bajo llave durante tres largos años.

– Por todos los santos, eres hermosa, Morwenna -dijo él, y el alma de ella pareció alzar el vuelo.

«No le creas; no confíes en ese bastardo mentiroso».

– Tú también lo eres.

– ¿Incluso con estas contusiones?

A modo de respuesta, dejó que sus besos acariciaran un punto decolorado de sus costillas. Él gimió y Morwenna movió su boca, probando la sal del sudor de su piel, oyendo exhalar su respiración a través de sus dientes.

– Eres una bruja. Lo sabía -dijo él.

Se sentó a horcajadas sobre las caderas de ella, aguantándose con sus muslos musculosos, su erección rígida y dura contra el abdomen. Elevó uno de los brazos de Morwenna sobre su cabeza, y su cara quedó tan cerca de la de ella que la respiración le acarició el rostro. Enredó los dedos en su cabello y procedió a dar besos hambrientos e impacientes sobre sus mejillas, su frente y su barbilla.

El corazón de Morwenna golpeaba con una cadencia salvaje, errática, y resonaba en sus oídos tan fuerte que tenía la certeza de que Carrick lo oiría. Miró hacia arriba, hacia sus ojos, oscuros como un cielo de medianoche, y no vio al granuja que una vez había amado sino a un nuevo hombre que ya no reconocía, un forastero que estaba, si se lo permitía, a punto de convertirse en su amante.

El pelo negro le caía sobre los ojos, su piel bronceada, humedecida por el sudor, brillaba en la penumbra, sus sinuosos músculos masculinos se tensaban con cada uno de sus movimientos y parecía tan endiablado como lo recordaba. El tonto corazón de Morwenna se encogió.

Durante un segundo de insensatez imaginó que todavía estaba enamorada de él, pero rápidamente ahuyentó aquel pensamiento. «No tiene nada que ver con el amor -se dijo ella-, sino con el deseo y la redención».

¿O era la tentación?

Morwenna tragó con fuerza y le alcanzó. Hacía mucho tiempo que no estaba con un hombre, desde que se había acostado con Carrick de Wybren sólo para después ser ultrajada. Sin embargo, esa noche estaba dispuesta a arriesgar la misma angustia, el mismo dolor. Aunque era una mujer y, por consiguiente, se esperaba de ella que no cediera ante una necesidad sexual gratuita, aquella noche Morwenna rehusó negarse una noche de placer en sus brazos.

Una vez ella lo amó con todo su corazón.

Y por eso se lo permitiría.

Apresó la nuca de él con sus dedos, atrajo la cabeza contra la suya y respiró con la boca abierta. Él soltó un gemido y ella lo besó fervientemente. Morwenna se deleitó con pasión en la sensación de los labios presionando con urgencia los suyos, la presión apacible de la lengua que resbalaba entre sus dientes, los tocaba, les hacía sentir un cosquilleo el probarlos.

Se aferró a ese momento y cerró los ojos.

Con su mano libre, él encontró su pecho. A través del tejido de seda, rastreó sensualmente el contorno del pezón con el pulgar, y el pecho se le puso duro ansiando más.

– Oh -susurró ella, produciendo un sonido vibrante en su interior, retorció bajo él, sus pezones reaccionaban, el anhelo entre sus piernas cálidas y deseosas-. Carrick -gritó en un susurro que pareció retumbar en la cámara-. Oh, por favor…

Él se apartó, la miró y sonrió. Esa diabólica cuchillada que era su sonrisa aumentaba el deseo que latía en ella.

– ¿Estiércol de cerdo? -le preguntó él, besándola otra vez-. ¿Así me llamaste?

– ¡Peor! Eres… eres inferior al estiércol de cerdo.

Se rió en silencio contra la piel de Morwenna.

– ¿Es posible? -Su lengua bordeó sus labios, sin besarla exactamente.

– S-sí.

Él restregó su virilidad contra ella. Despacio. Eróticamente. La verga rígida, caliente y dura mientras se arrugaba la delgada capa de tela que los separaba.

Ella ansiaba tenerlo más dentro. Lo deseaba. Lo necesitaba. Profundamente dentro. Querido. Necesario.

– ¿Qué es inferior al estiércol de cerdo?

– Tú -murmuró ella, aunque su pensamiento no estuviera pendiente de la conversación sino centrado en su parte más íntima. Dios, cuánto lo deseaba.

Como si entendiera el apremio, él se deslizó hacia abajo y su cuerpo resbaló contra el de ella. La camiseta se ciñó al cuerpo de Morwenna los labios de él se movieron todavía más despacio y encontraron sus pechos, todavía cubiertos de la ligerísima tela. Lamió su pezón con impaciencia, humedeciendo el tejido y haciendo que ella se retorciera de deseo.

Él presionó con una rodilla entre sus piernas, ella jadeó y le hundió los dedos en el pelo. Morwenna palpitaba, su parte más íntima deseaba ser acariciada. Su rodilla presionó más fuerte y gimió, su carne caliente ávida. Latiendo. Palpitando.

Dentro de la chimenea, el fuego brillaba con un color rojo intenso, como un reflejo del deseo de Morwenna. Clavó sus dedos en los brazos de él y cuando le tiró con los dientes del pezón, se arqueó hacia arriba, haciendo que sus cuerpos estuvieran más cerca, que él tomara en su boca más de ella. La amamantó vorazmente y a ella la cabeza le empezó a dar vueltas.

Entonces él levantó la suya y ella lanzó un grito.

– Paciencia, milady -susurró él con voz áspera mientras le sacaba bruscamente la camiseta por la cabeza y dejaba su cuerpo al descubierto, su piel visible al resplandor del fuego.

Sus manos rugosas la acariciaron, escalando el torso y llegando hasta los pechos. Su lengua y sus labios recorrieron cada tramo de su cuerpo. Ella le rodeaba el torso con los brazos. Deslizó un dedo por su espina dorsal y él se sacudió, como si un relámpago hubiera descargado a lo largo de sus terminaciones nerviosas.

Él gruñó y separó las piernas de ella con sus rodillas, con su aliento caliente sobre el abdomen.

– No juegues conmigo, milady -susurró.

Su aliento le calentó el cuerpo dejando un rastro de calor bajo su abdomen y sus muslos. Él la acarició entonces con dedos apacibles mientras abría, sus labios fueron al encuentro de aquella parte delicada, acariciándola con los dedos y la lengua en una tortura tan dulce que la hizo agarrarse con los dedos al colchón y la transpiración humedeció las sábanas.

Carrick sopló allí un hálito caliente y húmedo que se arremolinó en el interior y Morwenna se estremeció, tensó el cuerpo entero, su mente escindió en mil fragmentos. Lanzó un grito de éxtasis mientras él deslizaba su cuerpo hacia arriba. Su erección la tocó donde sus labios habían estado jugueteando.

– Ahora, milady -dijo mirando hacia donde estaba y empujando profundamente, cavando mucho más hondo que donde podía llegar su liento.

Ella jadeó, su nuca cada vez más caliente. Él se retiró despacio y ella se movió hacia delante, con los dedos todavía clavados en los brazos del hombro. Se arqueó y se encontró con él, que entraba de nuevo. Con las piernas enroscadas en el torso, el corazón le martilleaba desenfrenado, el deseo la empujaba. Todos los pensamientos acerca del pasado y del futuro se habían desvanecido. Todo lo que importaba era aquella noche y mientras se movían, Morwenna escuchó su respiración cada vez más entrecortada y rápida, al igual que hacía la suya propia. Se aferró a él, recibiendo cada embestida con un deseo desesperado. Empujaban juntos cada vez más rápido, alimentando su deseo mutuo con ferocidad, sus aspiraciones jadeantes como contrapunto a su frenético acto sexual.

Morwenna estaba ardiendo, derritiéndose en su interior, los fuegos cada vez eran más brillantes hasta que pareció que iban a explotar y su cuerpo entero se estremeció. Gritó en pleno éxtasis, aferrándose a él, sujetándole, diciendo su nombre. Carrick se arqueó hacia atrás y cada uno de sus músculos se tensó mientras se liberaba, derramando su semilla en ella.

– Morwenna -dijo con el más tenue de los susurros-, eres una mujer dulce, muy dulce.

Entrelazó los dedos en su cabello y se derrumbó sobre ella.

Morwenna recibió con alegría el peso de su cuerpo. Se abrazaron fuerte, empapados y extenuados, hasta que su respiración desordenada fue recuperando poco a poco su regularidad. Al final él sonrió en la penumbra, se levantó sobre un codo y la miró fijamente desde arriba.

– Eres una bruja -le dijo, quitándole un rizo húmedo de la mejilla.

– ¿Y una hechicera? -dijo ella enarcando una ceja con descaro y permitiendo que sus labios esbozaban una sonrisa.

– Sí.

– ¡Hechicera! -Sacudió la cabeza y le sonrió abiertamente.

– Es mejor que las palabras con las que me has obsequiado tú. Vamos a ver, yo era un «bastardo» y un «hijo de perra salvaje». También me llamaste «estiércol de cerdo» y «canalla».