– Shhh. -Ella presionó con un dedo en sus labios-. Ya basta.
– Pero «miserable pedazo de estiércol de cerdo» fue probablemente calificativo más memorable -añadió, besando su dedo y chupándolo suavemente.
– ¿Qué? Oh -suspiró, sintiendo entre sus piernas que el miembro de Carrick crecía dentro otra vez.
Él sonrió y enarcó una ceja con picardía.
– Oh, milady, no pensarás que ya hemos acabado, ¿no?
El destello de su mirada pronosticaba placeres todavía.
– Tenemos mucho tiempo que recuperar -dijo, jugueteando con sus pezones, su erección de repente dura y llena-. Mucho tiempo.
Entonces cumplió su promesa, presionando una vez más, moviéndose rítmicamente mientras amasaba sus pechos y aplastaba los labios calientes y deseosos contra los otros.
Morwenna cerró los ojos asombrada y rehusó pensar en las consecuencias. Al cuerno el mañana. Aquella noche ella se entregaría una y otra vez y ya veríamos qué le deparaba el diablo con el nuevo día.
Capítulo 21
Redentor miró a través de la rendija del muro y se mordió el interior la mejilla para evitar maldecir en voz alta. Los orificios de la nariz se le ensancharon de indignación mientras miraba fijamente y era testigo de un acto tan vil que las tripas se le descompusieron.
Allí, al otro lado del muro, cinco metros más abajo, el bastardo esta acostándose con Morwenna. A pesar de las heridas, el miembro Carrick parecía rígido y grueso, sus músculos todavía descoloridos veían tensos a la luz del fuego. Su piel estaba tensa sobre las nalgas firmes que vacilaron sólo un instante antes de empujar más hondo, conduciendo la virilidad salvaje profundamente dentro de ella.
«¡Maldito sea él! ¡Maldita sea ella! ¡Malditos sean los dos por sus almas lascivas y libidinosas y que ardan en el fuego del infierno!»
En el silencio furioso los fulminaba con la mirada, apretaba los puños y los dientes mientras se revolcaban en celo como animales, gimiendo, arañándose y sudando. ¡Repugnante! ¡Inmoral! ¡Nauseabundo!
Y, con todo, no podía apartar la vista de ellos ya que observaba preso de una fascinación enfermiza. Y, para colmo de males, sus nervios reaccionaron ante la unión sexual, su mente traidora representaba escenas eróticas en las que se implicaba, su verga se le endureció como a roca y ansiaba liberarse. Vio los labios de ella, llenos en su cara enfebrecida mientras besaba cada palmo de la piel de su amante.
¡Ah, que aquella boca le tocara así! Que aquellas manos le tocaran le acariciaran. Que aquellos labios mimaran cada lugar de su cuerpo desnudo.
Tragó con fuerza. Notó el sabor de su propia sangre.
Era todo lo que pudo hacer para no tocarse a sí mismo, liberar los demonios de su interior y ceder ante el placer que tanto ansiaba. Cómo soñaba con aliviarse, estar encima de su cuerpo y empujar dentro de ella, en su calor húmedo y dispuesto. Una y otra vez la tomaría, haciéndola arrodillarse ante él, insistiendo en que lo acariciara con los labios y la lengua, pidiéndole que se pusiera de pie desnuda y sosteniéndole los pechos con las manos mientras la mordisqueaba y la saboreaba.
Soñando con lo que le haría, apretó los dientes y casi gritó de dolor. Ahora ella estaba mancillada. La semilla de otro hombre estaba dentro de ella, tal vez incluso echaba raíces concibiendo un hijo.
Se le removió el estómago y la furia se desató en su interior. Se obligó a retirarse de su punto de visión y en silencio juró vengarse. Decidió que ella no quedaría impune, velaría por que así fuera. Familiarizado como lo estaba con esos pasadizos, se abrió camino rápidamente a través del oscuro pasillo. Sólo cuando se encontró lejos del observatorio y dobló la esquina, pudo comenzar a respirar de nuevo. Al pasar, enganchó la vela de junco en el soporte de hierro. No perdería de vista ni un momento sus planes. Poco importaba lo furioso que estaba. Lo enfermo que se había puesto. Con cuánto dolor se habían estremecido sus ojos. ¡Aquello no le disuadiría!
Sostuvo la antorcha en lo alto y se apresuró hacia la pequeña cámara que usaba como zona de almacenaje. Necesitaría un disfraz aquella noche si no quería que lo reconocieran a la luz gris del alba.
Pensó en Carrick de Wybren. Pronto tendría una muerte justa y merecida, sobre todo. Si no balanceándose en la soga de un verdugo, a manos del propio verdugo.
Pensó en el asesinato y esa anticipación le hirvió la sangre. Se imaginó rebanando con su cuchillo el cuello del prisionero. ¡Y pensar que no lo había matado antes, cuando le hubiera resultado tan fácil! Dispuso de muchas oportunidades pero se había autoimpuesto calma y paciencia para poder saborear la justicia que merecía el bastardo.
¿Qué mejor manera de salvarse a sí mismo que hacer que inculparan y mataran al preso por todo lo que él había perpetrado en Wybren? ¿Acaso no había planeado el fallecimiento de Carrick?
¿Y qué pasaba si el hombre que se acostaba ahora con Morwenna no era Carrick? ¿Y si era un impostor?
Aquel pensamiento le hurgó profundamente en el cerebro pero lo relegó rápido a un segundo plano. ¿Quién más podía ser ese hombre? Por su belleza, en efecto, era la propia de los Wybren. Sus labios se retorcieron con aquel pensamiento repugnante.
Alcanzó el espacio diminuto y miró detenidamente la ropa amontonada en su interior. Aquella mañana llevaría las vestimentas de un campesino con bombachos remendados llenos de mugre, una túnica descolorida y un gorro… Se detuvo en seco. Movió la luz por encima de aquella zona otra vez, sus ojos la examinaron con detenimiento. Los atuendos de monje estaban en su sitio, así como la vestimenta de campesino, pero el uniforme del soldado no estaba… ¡No podía ser! Lo había dejado junto al disfraz de campesino.
La sangre le subió a la cabeza. El miedo le aguijoneó el cerebro. ¡Alguien había encontrado aquellos túneles!
Siguió buscando en el montón, seguro de que estaba equivocado, pero no. No sólo faltaba el uniforme de soldado sino también un pequeño cuchillo, una daga con una hoja particularmente siniestra.
El pánico casi lo asfixió y tuvo que respirar hondo en ese espacio viciado parecido una tumba. «Piensa -se instó en silencio-. ¡Piensa!» ¿Pudo haber utilizado el uniforme, dejándolo en su propia cámara? Acaso lo había desechado porque no lo utilizaba? ¿Lo había escondido en algún sitio por temor a ser descubierto?
¡No, no y no! Estaba justamente ahí. En su escondite secreto.
«Entonces ¡alguien lo ha encontrado! ¡Alguien sabe lo que estás haciendo! Alguien te mira en la sombra, esperando el momento justo para salir a la luz y destruir todo aquello por lo que has trabajado».
Le temblaron las tripas pero sostuvo la respiración, escuchó, se esforzó por oír cualquier sonido en el laberinto de pasadizos que había creído suyos. Algo se movió en la esquina y casi se orinó encima hasta que se dio cuenta de que era una rata, que desapareció espantada por el agujero de la argamasa del muro.
– ¡Para! -musitó furioso consigo mismo.
Estaba solo. Quienquiera que se hubiera apoderado del uniforme no se había hecho notar, por tanto el ladrón también tenía una misión secreta, una razón personal para rastrear aquellos pasadizos. Soltó la respiración y comenzó a cambiarse de ropa. Se despojó de que llevaba, que muchos habían visto y podrían reconocer. ¿Y el preso? Tal vez había sido él quien había encontrado la entrada oculta en su habitación.
Hasta aquella noche había creído que el hombre estaba inconsciente y que al despertar sufriría un desvarío, sin saber dónde estaba o quién era. Aunque reaccionara, estaría aturdido y débil…
«No lo suficientemente débil para acostarse encarnizadamente con Morwenna».
Otra vez la rabia le corroía el alma.
«Tal vez el hombre encontrara la entrada y los pasillos secretos pero aún no ha descubierto cómo escapar. Cabe la posibilidad de que sólo esté esperando la hora propicia. Mientras, se acuesta con la dama».
– ¡Ya es suficiente! -espetó, cansado de los reproches que se repetían en su cabeza.
Se puso enojado la túnica por la cabeza y la rasgó con la rabia. Comenzó a temblar, sus dedos hurgaban los cordones de piel mientras intentaba atarse los bombachos gruesos y malolientes.
Mientras escondía un cuchillo en la bota y sujetaba otro con una correa en el cinturón desgastado, trató de apartar todos los pensamientos de Morwenna sobre la cama del prisionero. Pero se coló en sus pensamientos la imagen sombría de sus pechos redondos con los pezones húmedos, capullos duros y oscuros que el cautivo había saboreado y estimulado, con besos y lamidos, mientras se sumergía en ella una y otra vez. ¡Oh, cómo disfrutaba la fulana! Ella se lo suplicaba, le pedía más, con las piernas enroscadas alrededor para tenerlo todavía más cerca.
«¡Ramera!»
La sangre fluía cada vez más rápido por sus venas. Le latía y zumbaban en los oídos mientras enderezaba los pasos a través de los pasillos, los pies parecían dirigidos por el instinto.
Cuando por fin encontró la entrada, buscó un pequeño acceso que conducía al jardín de hierbas finas de la cocina, abrió el pestillo y sintió una ráfaga de aire frío y crepuscular contra la cara. Sus ojos buscaron los peldaños de piedra y las cajas donde se almacenaba la leña; no vio nada. Estudió las manchas de suciedad donde las plantas marchitas eran visibles, las hojas amarillentas se mostraban tenues a la luz de la luna. Una sombra pasó delante de él en el camino que conducía a la despensa. Su corazón casi se detuvo hasta comprender que se trataba de un gato que saltaba sobre un carro. Se obligó a mantener el pulso tranquilo mientras inspeccionaba minuciosamente esa parte del patio de armas. Todo parecía estar en su lugar.
Por el momento parecía estar a salvo. Se deslizó por la salida y empujó su cuerpo hacia el exterior del muro, con cuidado de permanecer en las zonas en sombra, fuera del alcance de los centinelas que vigilaban desde los torreones.
Estaba a punto de encaminarse hacia la capilla cuando escuchó algo fuera de lo normal. Se quedó quieto. El vello de los brazos se le erizó, con toda certeza no era nada y el estremecimiento interior se debía al espectáculo lascivo del que había sido testigo en la habitación del cautivo, ni el descubrimiento de que uno de sus disfraces había desaparecido.
Pues no podía correr ningún riesgo.
Inmóvil como una roca, esforzándose por escuchar el más mínimo ruido, miró con detenimiento y cautela en la oscuridad. La noche era fría, sólo se veía una pequeña porción de luna a través de las nubes altas y delgadas. Un búho ululó y agitó las alas. Unas hojas secas crujieron en medio de la brisa. Pero había algo más. Algo que hizo que se le secara la saliva de la boca.
Poco a poco, con cada uno de los músculos en tensión, empuñado el cuchillo en la mano, se movió con sigilo hacia delante, tratando de determinar la causa de su espanto. ¿Qué era aquel ruido extraño que apeas podía distinguir por encima del susurro apacible de las aspas del molino movidas por la brisa invernal?
Cerró los ojos un momento, se concentró en el ruido y dirigió su mente hacia el origen.
La voz de una mujer susurraba al viento.
La bruja. ¡Otra vez con sus ritos!
Pero ésa sería la última noche. Nunca más volvería a rezar a un dios o una diosa paganos. Esa noche se satisfaría su sed de sangre.
Ella volvería a su habitación antes del alba. Todo lo que tenía que hacer era esperar.
Morwenna se dio la vuelta y él la estrechó con su brazo durante un último segundo. Después se deslizó de la cama. El olor que ella emanaba, los sentimientos por ella y el sonido de su suave respiración le disuadían, pero aunque la manera de hacer el amor había sido muy apasionada, sólo era el fruto de una noche de pasión. Con la luz del alba que se aproximaba, verían lo que habían compartido con nuevos y escudriñadores ojos.
Ella le había amenazado con enviarle a Wybren y él albergaba por las dudas respecto al cumplimiento de sus intenciones. A pesar de lo que habían compartido juntos esa noche, él sintió que una parte de ella se sentiría aliviada si no trataba con él nunca más.
La observó durante un instante, vio el modo en que sus labios se separaban mientras respiraba hondo y suave. Advirtió la manera en que sus párpados acariciaban la parte posterior de su mejilla. Algo le importunaba en su interior y, cuando ella suspiró, dio media vuelta y se acurrucó aún más bajo la manta, cambió de idea y quiso deslizarse entre la ropa de cama para acostarse con ella otra vez.
No podía. Tenía que escapar. Averiguar por su cuenta la verdad sobre su pasado.
Sus rasgos se tornaron más severos a la luz tenue. Tenía planeado ir a Wybren, pero no custodiado ni con las manos atadas, y el caballo, cuya grupa montaba a horcajadas, le conduciría por las enormes puertas del castillo a la vista de todo el mundo, no estaba seguro si hacia la horca o a la mazmorra. Él tomaría su propio camino.
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