Sin hacer el más mínimo ruido, anduvo hacia la puerta secreta, encontró el pestillo y, cuando hubo abierto la entrada, cogió la vela de junco y se arrastró por la abertura. La cerró bien detrás de él y guiado por las marcas en las piedras a ras del suelo encontró el camino hacia el lugar donde guardaba un montón de ropa que había robado. Rápidamente se enfundó el uniforme y, aunque le iba algo estrecho por la espalda, creyó que aún podría escapar si todavía prevalecía la oscuridad.
Entretanto, Morwenna dormía.
Sin dejar de pensar en ella, cogió las botas con las manos para no hacer ningún ruido y anduvo por el laberinto hacia la entrada próxima a la capilla. Desde allí se apresuraría al establo cuando se produjera el cambio de guardia y permanecería escondido hasta que encontrara el momento oportuno para robar un caballo. Probablemente tendría que atacar al encargado o convencer a algún mozo de cuadra corto de inteligencia de que era un mercenario a las órdenes de sir Alexander, pero estaba seguro de que, de una forma u otra, sería capaz de procurarse un corcel.
Una vez hecho esto, montaría como alma que lleva el diablo hasta Wybren y se enfrentaría a lord Graydynn como un hombre libre.
Y, al fin, sabía la verdad.
Mientras Isa rezaba cánticos a la madre diosa y escribía con las runas sobre el fango cerca del vivero de anguilas, supo que aquélla era la suya. La tenue luz de la luna arrojaba un misterioso brillo de plata en la noche y sintió que, en algún sitio dentro de la torre, el mal se movía, merodeaba en la oscuridad.
– Mantenlos a salvo, Madre -cantaba mientras cavaba un palo hasta el fondo del suelo espeso y dispersaba las hierbas y cortezas (fresno, hierba de San Juan y serbal) sobre el dibujo-. Por tu protección, Morrigu -rezaba-. Mantenedlos a salvo. Si debo morir, por favor, por favor, vela por la señora. Protégela a ella y a su familia.
Entonó la misma petición una y otra vez y, con el alba en ciernes, comprendió que aquellos rezos serían los últimos.
Al ponerse de pie despacio, le crujieron las viejas rodillas y el miedo encogió el corazón. Había esperado ser más valiente a la hora de afrontar la muerte, sentir alivio al cruzar a la otra orilla, pero estaba asustada. Era demasiado pronto. Le quedaba tanto por hacer. Tanto. Miró hacia sus manos nudosas, la hinchazón de los nudillos que a menudo le dolía. Cuando era joven, sus dedos habían sido flexibles y fuertes.
Debía aceptar su propia muerte, confiar en la suerte que había trazado su destino, y, con todo, no podía. Mientras un cuervo graznaba en la oscuridad, dio un paso más hacia el estanque y clavó la mirada en las profundidades de las aguas. Tan tranquilas. Tan oscuras. Sólo un indicio de luz de la luna añadía un brillo minúsculo a la superficie del charco.
«¡No mires!»
Pero dio otro paso hacia delante y observó las aguas silenciosas.
Vio su propio reflejo y reconoció el miedo en sus ojos. Conocimiento. Peor aún, no estaba sola y, aunque no había una brizna de viento, el agua pareció moverse y arremolinarse mientras detrás de su imagen emergía un dragón rojo brillante y aparecía sobre ella Arawn, el rey de la tierra de los Muertos, con una sonrisa espantosa esbozada en el rostro. El viejo corazón se le encogió de dolor. Se volvió para enfrentarse a la bestia pero, por supuesto, no había nadie tras ella: el dragón rojo y señor de la muerte eran invisibles.
Tembló y aguzó sus sentidos, buscando con la mirada entre la oscuridad mientras lanzaba otra oración temblorosa, esta vez dirigida a Morgana, para invocar la muerte de aquel que intentara matarla.
– Por favor, Señora de la muerte, acude desde Glamorgan, escucha mi súplica, haz que caiga una maldición sobre el malvado -susurró ella. Pero era demasiado tarde. Los dados del destino estaban echados no podía cambiar su visión del futuro.
«No tengas miedo -se dijo-. La muerte llega para todos». Y a pesar de que se envolvió la capa más fuerte alrededor del cuerpo, sintió una desesperación tan fría como el más glacial de los inviernos.
No se podía hacer trampa a la muerte. Cuando llegara -se había dicho siempre- se rendiría sin ofrecer resistencia, iría con entusiasmo hacia el umbral de la otra orilla. Pero, ahora, mientras se enfrentaba a la certeza, quiso correr, ocultarse, permanecer en la vida terrenal.
Se puso en camino hacia su habitación acompañada del dolor de sus viejas articulaciones.
Allí dentro encendería velas, quemaría hierbas y cortezas, ataría cuerdas para pedir protección y, por último, se proveería de un arma. Aunque no se podía dar muerte a Arawn, quienquiera que fuera envíalo en su lugar como mensajero, sería mortal sin lugar a dudas. Y malvado. Así lo sintió en el aire gélido y apacible.
Se precipitó por el camino a través del jardín y pensó en el cuchillo le empuñadura de hueso que su madre le había legado, el único con una hoja lo suficientemente afilada para rebanar, con un corte certero, una anguila desde la punta de la cabeza hasta la escurridiza cola. Aun sí, afilaría el cuchillo aquella misma noche para asegurarse de que estuviera a punto.
Una nube ocultó la luna. La noche se tornó oscura como la obsidiana.
Isa sintió un temblor. No sabía si en su interior o en el exterior, pero estaba experimentando un cambio.
¡Arawn!
Corrió más rápido y sus viejos pies resbalaron en las piedras planas. Ahora estaba cerca de la capilla y luego sólo quedaba una carrera corta por el jardín de la capilla hasta la entrada.
«¡Sólo unos pasos más! Corre, Isa. ¡Haz que esas viejas piernas se muevan más rápido!»
Los pulmones le quemaban mientras se henchían de aire frío, aunque ya estaba cerca. Cruzaría la puerta del jardín y alcanzaría el camino que conducía hacia el gran salón. Con toda certeza el guardia la veía… pero no había ningún guardia en la entrada, ningún centinela.
¡Algo iba mal! Era demasiado temprano para el cambio de guardia sir Cowan nunca abandonaría su puesto.
A un lado vio a una figura aproximarse y suspiró aliviada. El guardia sólo se había alejado un paso de la puerta, quizá para estirar las piernas.
– Oh, sir Cowan, me habéis dado un buen susto -dijo ella aspirando profundas bocanadas de aire.
Demasiado tarde. Mientras las nubes cambiaban otra vez de forma, permitiendo que a través de ellas se filtrara un chorro de luz de luna, se dio cuenta de que el hombre no era sir Cowan. Era sólo un campesino con el atuendo de un campesino… ¿O era él? No…
¡Se precipitó en un instante!
Antes de que pudiera gritar, saltó sobre ella y le tapó la boca con una mano enguantada mientras con el otro brazo le ceñía la cintura. No había escapatoria. Arawn había ido a por ella disfrazado de alguien a quien conocía. El miedo se clavó hondo en su alma.
Luchó, sacudió las extremidades y propinó patadas, pero no podía medirse con la fuerza de su agresor. Este empleó sus robustos músculos, la arrastró y la hizo retroceder hacia la puerta, mientras ella arañaba y se retorcía en vano.
Una vez dentro de la oscuridad de la capilla, el sudor y el aliento pestilente que desprendía el atacante eran de un hedor tan inmundo como del orín de Pwyll.
La lanzó contra el suelo. ¡Bam! Dio con la barbilla contra las rocas un destello de luz, que la cegó un instante, estalló en sus ojos.
«Morrigu, ayudadme». Quiso gritar, moverse y zafarse de alguna manera de aquella bestia. Trató de morderle la mano pero lo único que tuvo como recompensa a sus esfuerzos fue el sabor a cuero viejo y sucio. El peso del cuerpo del otro la retuvo. Éste cambió de posición respirando con dificultad, sin duda en busca del arma.
Le plantó algo ante la cara y ella vio el destello de un metal, un anillo. Ese monstruo debía ser la misma bestia vil que había asesinado a sir Vernon. Continuó luchando con más fuerza, empleó todos sus músculos y se olvidó de la artritis, con el cuerpo empapado en sudor por el esfuerzo y mente concentrada en repeler el ataque. Se armó de valor para quitárselo de la espalda pero fue inútil. Era fuerte y actuaba con determinación. «Gran Madre, dadme fuerzas».
Con el rabillo del ojo vio un destello de acero. Un cuchillo. Todo terminaría pronto.
Le hundió el cuchillo hasta el fondo.
No había escapatoria. No podía evitar la muerte.
Aquella noche, Arawn se cobraría la deuda.
Capítulo 22
«¿Carrick?»
¿Por qué todavía le molestaba ese nombre? ¿Por qué hacía que se le revolviera el estómago? Se ocultó detrás del carro maloliente del campesino y esperó tan sólo el momento justo. Con los nervios a flor de piel y los músculos listos para saltar, se agazapó en la penumbra.
Todo el mundo en Calon, desde el alguacil hasta las muchachas del servicio de la cocina, suponía que él era el bastardo asesino. Quienes le conocían antes del incendio, lo habían reconocido como el bastardo asesino. Morwenna también creía que era Carrick de Wybren y además llevaba un anillo grabado con el emblema del castillo.
Incluso él había reconocido el nombre de Carrick como propio.
Pero no acababa de sentirse a gusto con él. Cada vez que lo oía tenía una comezón y se impacientaba, lo que provocaba que sintiera pavor, como si despreciara, tanto como los demás, al hombre que se suponía que era.
«Quizá se deba a que casi moriste, y una vez confrontado con tu propia mortalidad, has cambiado el rumbo de tu vida».
Casi resopló ante la absurdidad de la idea pero se contuvo al oír pisadas en la plaza, el ruido de los soldados preparados para el cambio de posiciones.
«Tal vez tu personalidad cambió en el tiempo que estuviste inconsciente, a las puertas de la muerte. Tal vez purgaste todos tus pecados».
La boca se le torció en una mueca de ironía. De algo estaba seguro: antes del ataque no era un hombre religioso, no se había distinguido por ser particularmente justo y bueno. No había sido un santo pero, aunque hubiera pecado, era imposible que fuese capaz de asesinar a su familia.
En cualquier caso, estaba decidido a desenmascarar la verdad y tenía la seguridad de que residía en aquella fortaleza cuyo nombre era Wybren. Sería condenado si llevaba ese nombre a cuestas aunque en realidad no fuera el suyo. «Pero Morwenna está enamorada de Carrick y lo demostró con creces anoche. Como si la fueras a amar toda tu vida».
Bueno, pronto lo averiguaría. Llegaba el momento de abandonar Calon por Wybren.
Una luz plomiza comenzó a nacer por el este y envió unos destellos débiles que perforaron la niebla, que penetraba con sigilo a través del patio de armas, envolvía las cabañas y las murallas, se instalaba sobre los estanques y las compuertas, se elevaba en delgadas franjas hacia el cielo.
Para él, aquel manto vaporoso era un obsequio porque le ayudaría a pasar inadvertido a través de las puertas.
Entre la niebla oyó el cambio de guardia y vio a los soldados como sombras que se movían alrededor y se concedían un tiempo para hablar entre ellos.
La puerta levadiza se levantó poco a poco, soltó el chirrido leve que aducían los engranajes viejos, y las puertas quedaron abiertas de par en par. Los cazadores, montados ya sobre sus cabalgaduras, desaparecieron entre la niebla. Ahora era el momento.
Empuñando el arma y con la capucha bien calada, se escurrió con cautela a través de las sombras hasta llegar a la puerta abierta del establo donde topó con un mozo solitario que rastrillaba una casilla. Silbó al muchacho pero, absorto como estaba en su trabajo, continuó rastrillando ajeno a quien estuviera dentro, mientras los caballos de las casillas vecinas relinchaban.
Apretó con los dedos la empuñadura del cuchillo. Sería pan comido saltar sobre la baranda, hincar el cuchillo en su cuello tierno y acabar con su vida en un santiamén. Pero le pareció un desperdicio innecesario, echó un vistazo alrededor y vio varias cuerdas enrolladas colgadas del muro. Se apoderó de una y, con el olor a estiércol y orines de caballo que le invadía las fosas nasales, colocó una mano en la superficie de la barandilla, saltó hacia la casilla y agarró por detrás al chico en un periquete.
Un caballo relinchó nervioso.
El mozo de cuadra trató de gritar y pataleó hasta notar el cuchillo la garganta.
– ¡Si estás callado, no te mataré! -susurró mientras varios de los caballos de las casillas cercanas daban fuertes pisadas y resoplaban, sacudiendo la cabeza-. Pero si gritas o haces un movimiento en contra mío, te juró que te rebanaré el pescuezo.
El muchacho siguió las instrucciones.
Ató con la cuerda las muñecas y los tobillos del muchacho y luego arrancó una manga de su túnica para usarla como mordaza.
Una vez hubo atado al mozo de cuadra, lo arrastró hasta una esquina lejana del establo, detrás de los sacos llenos de grano, y lo ató también de pies y manos a un poste.
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