– No te muevas hasta que me haya ido -le advirtió.
Pero era imposible que el muchacho se liberase por sí mismo o propinara una patada o un golpe a algo que pudiera atraer la atención. No lo encontrarían hasta que alguien notara su ausencia y fuera a buscarlo.
En el momento en que el mozo ya no representaba un obstáculo, buscó entre los caballos amarrados en la cuadra hasta dar con uno zaino, fornido pecho fuerte y grueso, patas robustas y aspecto salvaje. No sólo parecía un animal poderoso y veloz sino que pasaría desapercibido en el bosque con mayor facilidad que los animales grises o blancos que había. Mientras aguzaba los oídos para escuchar cualquier ruido fuera de lo habitual -una pisada o una tos- que anunciara la llegada de otro trabajador, localizó una brida y una silla de montar con las que podría apañarse.
No se avistaba nada en la esquina oscura donde el muchacho estaba atado. Bien.
Por encima del crujido de la paja en el establo y el ladrido de un perro, oyó el trajín de los centinelas, que caminaban a lo largo de las murallas del castillo. Por lo demás, la madrugada era tranquila.
Al cabo de unos minutos ensilló y puso la brida al caballo zaino y, antes de que rompiera el alba, condujo al animal hacia el exterior.
Tal como esperaba, la guardia todavía estaba inmersa en el proceso de relevo y la entrada a la torre del homenaje estaba abierta de par en par. Unos pocos campesinos circulaban ya por el patio con los carros que tiraban muías y bueyes. Tres cazadores más salían a caballo del patio de armas y saludaron con la mano al centinela mientras pasaban por debajo de la puerta levadiza abierta.
Ahora era el momento. Montó a la grupa del caballo y trotó hacia la puerta. Nadie pareció darse cuenta.
Montaba erguido como si tuviera todo el derecho a ir y venir a su antojo y, cuando llegó a la puerta, los dos centinelas hablaban durante el relevo. Intercambiaron con él una rápida mirada mientras les saludaba la mano, tal como había visto hacer a los hombres que partían de cacería.
Los guardias apenas le prestaron atención y prosiguió su camino. Atravesó el puente levadizo y un camino cubierto de fango, pero no relajó los sentidos ni la musculatura. Cuando llegó a una bifurcación del camino, espoleó al corcel, sintió cómo se tensaban los músculos poderosos del caballo y se levantó mientras la bestia saltaba hacia delante.
Carrick se inclinó sobre la grupa, guiaba la cabalgadura por puro instinto, sintiendo el frío invierno en una ráfaga de aire que le bajó la capucha de la cabeza. El caballo a través de la niebla cabalgó y, en la distancia, más allá de la niebla cambiante, se adivinaba el bosque.
Conocía el camino hasta Wybren, y había oído hablar a los vigilantes de un acceso rápido a través del río en el cruce del Cuervo. Se dio cuenta de que sonreía, a pesar del frío.
Poco después del anochecer, llegó a Wybren. Y tuvo la certeza de que se desatarían todos los demonios del infierno.
«¡El muy bastardo!»
El bellaco mentiroso, tramposo y miserable, ¡se había salido con la suya otra vez!
Morwenna, tan enfurecida que apenas podía hablar, inspeccionó la a, la cama vacía, donde sólo ella estaba tendida. Carrick, el pedante miserable de estiércol de serpiente, había desaparecido. ¡Desaparecido!
– Dios santo -exclamó airada.
El aturdimiento que había sentido al despertarse se desvaneció en un abrir y cerrar de ojos por una rabia glacial.
Golpeó con el puño cerrado sobre la almohada.
– ¡Maldito, maldito, maldito y mil veces maldito! -bramó, sintiendo o la embargaba la ira y la vergüenza.
¿Cómo podía haber sido tan estúpida? ¿Tan confiada? ¿Tan ridículamente ingenua otra vez? Las dos manos se transformaron en puños y aporrearon el colchón. Si alguna vez volvía a verle o a ponerle las manos encima, le estrangularía hasta la muerte.
Se sentó en la cama y pensó en la noche anterior, la lujuria, la pasión, el erotismo puro y sublime. Poco a poco, su furia se disipó en la oscura habitación. Unos lagrimones le quemaban en los ojos y estrechó una almohada contra el pecho.
Oh, Dios, ¿qué había hecho ella para merecer esto? Era culpa suya y nada más que suya. Se había ido. Como un susurro en el viento. Como la otra vez.
Soltó la almohada y se apartó de la cama como si pudiera refutar lo que había pasado. Retiró el pelo enmarañado de los ojos. Se negó a pensar en la pasión que había compartido con aquel maldito canalla y rechazó toda imagen erótica que el aroma a sexo que persistía en las sábanas le llevaba a la memoria.
Por el amor de Dios, ¿qué clase de tonto era?, se preguntó con aire taciturno. Entonces, su sangre volvió a hervir cuando recordó con qué facilidad la había seducido la desfachatez de sus cejas oscuras, el temblor de una de sus comisuras, el destello de fuego en sus ojos de un azul intenso.
¡Maldito pedazo de estiércol de cerdo!
– ¡Rayos y centellas! -refunfuñó mientras la cabeza le daba vueltas.
¿Cómo había escapado? ¿Y adonde había ido?
Mientras se ponía la ropa, hizo caso omiso del dolor tan agudo que le atravesaba el corazón como una daga, aquella inyección de conocimiento de que él la había maquinado todo cruel determinación… La había seducido con besos dulces y sensuales, y un toque de magia pura, para engañarla una vez más.
«Pero fuiste tú la que llegó a él. Él no podría haberlo hecho si tú no le hubieras brindado tu generosa ayuda», recordó.
– ¡Rayos y truenos!
Deslizó su mirada iracunda hacia los extremos de la habitación, bajo la cama y en cada uno de los rincones, aunque sabía con una certeza absoluta que se había ido.
La había abandonado. Como la otra vez.
– ¡Que el diablo lleve tu alma, Carrick! -bramó entre dientes.
Le propinó una patada a la almohada, que cayó al el suelo. Unas plumas volaron cuando dio contra el muro. ¡Qué tonto había sido! ¡Qué estúpida! ¡No tenía más cerebro que el tonto de Dwynn! ¡Quizá menos!
Llena de recriminaciones, se demoró una vez más rebuscando por la habitación: miró con detenimiento bajo la cama, en la alcoba e incluso entre los rescoldos fríos del fuego y por el interior de la maldita chimenea, hacia arriba, aunque durante todo ese rato tuvo la certeza de que se encontraba lejos.
A mitad de camino hacia… ¿dónde? ¿Adónde se dirigía?
Un dolor de cabeza le penetró detrás de los ojos al tratar de concentrarse. ¿Dónde diantre intentaría encontrar un refugio? ¿En un santuario? ¿Quién le acogería?
El canto del gallo entró por la ventana. Miró hacia arriba y vio la luz del día. Entonces se dio cuenta de que la habitación no estaba a oscuras a pesar de que ni el fuego ni los candelabros estaban encendidos. Quedó inmóvil, tratando de escuchar algo por encima de la furia de los latidos de su corazón, y oyó el ruido característico de los criados de vuelta al trabajo, las voces y las pisadas. También escuchó el ruido de hombres y mujeres gritando los buenos días, los gruñidos de los cerdos y el piar de los pollos.
El olor humeante de los fogones del cocinero, la carne crepitando y el dulce aroma del pan recién horneado le invadió el olfato. Le gruñó el estómago aunque no tenía apetito.
Cayó en la cuenta de que la mañana estaba en marcha y con ella llegaba una nueva mortificación. No podría deslizarse por los pasillos sombríos hasta los aposentos sin que se dieran cuenta, cuando ya los criados y los trabajadores se habían levantado con el nuevo día. No cabía duda de que la mitad del personal del castillo, los encargados de encender los fuegos, limpiar los juncos, reemplazar las velas y acarrear la ropa de cama limpia, como el soldado que custodiaba la puerta de habitación y todo aquel con quien hubiera cotilleado durante su turno, sabrían de antemano que había pasado la noche en la habitación de Carrick. Cuando asomara por la puerta, tendría que enfrentarse a ellos, a los repasos curiosos, las sonrisas petulantes y las miradas de complicidad.
Y pronto sabrían también que, después de acostarse con ella y haber esperado a que se quedara dormida, había huido de la torre del homenaje. El rubor le avanzó con lentitud por la nuca.
Sin duda era algo que daría que hablar, pero no podía irrumpir en el pasillo desde de la habitación de su amante cuando todos los criados estaban ya despiertos y cumpliendo con sus obligaciones.
Sintió el embate de una nueva oleada de vergüenza pero no había ninguna manera de evitarlo. Lo mejor sería enfrentarse a ello. Estiró la espalda y se puso bien derecha. Luego se apartó el cabello de la cara, levantó la barbilla y abrió de un tirón la puerta.
Sir James estaba en su puesto con un hombro apoyado contra el muro, los ojos cerrados, la boca ligeramente boquiabierta y la respiración regular. Las velas de junco en el pasillo se habían consumido al igual que las velas de los candelabros. Nadie las había reemplazado todavía. Por lo pronto, parecía que nadie, salvo el centinela, supiera de su visita nocturna.
Ella respiró al fin cuando oyó sonidos de voces acercándose por la escalera. Sería cuestión de minutos que los criados se pusieran a trabajar en esa planta.
– ¡Sir James! -dijo Morwenna dándole un golpe en el hombro al guardia.
– ¿Qu-qué? ¡Oh! -Parpadeó sobresaltado, esforzándose por recuperar la atención, centrándose en Morwenna-. Milady -balbució con los ojos llenos de arrepentimiento mientras se daba cuenta de que le habían pillado dormitando-. Oh, lo siento, estoy, es decir, debo de haberme quedado dormido un instante.
– ¿Ha sido antes o después de que Carrick haya escapado?
– ¿Qué? -La nuez de sir James se desplazó bruscamente-. ¿Escapado? -El centinela miraba fijamente a Morwenna mientras ella sentía que las mejillas le quemaban de la vergüenza-. Pero, creía que vos estabais con…
– Sí, sí, lo sé. Estaba dentro pero me dormí y, de alguna manera, se fue sin despertarme. Tampoco a ti.
– No pasó por aquí -dijo sir James con firmeza.
Pero sus mejillas enrojecieron y Morwenna comprendió que el hombre no tenía ni idea de cuánto tiempo llevaba dormido en el pasillo.
– Debe de estar todavía dentro.
Como una exhalación, se precipitó en la cámara donde Carrick había pasado casi dos semanas. Tal como ella había hecho antes, la mirada del centinela recorrió hasta el último rincón de la habitación. Examinó el suelo, los muros e incluso el techo como si esperara que Carrick apareciera de un momento a otro.
Por supuesto no encontró nada, ni tampoco cuando buscó bajo la cama y en donde se guardaba la ropa de cama.
Una vez que sir James comprobó que la cámara estaba totalmente vacía, ella ordenó:
– Llamad al capitán de la guardia. Decidle a sir Alexander que doble la vigilancia en las entradas y que sus hombres comiencen a peinar la torre palmo a palmo. ¡A conciencia! Luego, que venga a verme al gran salón.
Morwenna atravesó el pasillo veloz, se metió en sus aposentos y cerró de un portazo.
– ¡Tonto, tonto, tonto! -se recriminó mientras iba hacia el aguamanil que había junto a la ventana. ¿En qué había estado pensando? ¿Por qué? ¿Por qué era tan débil siempre que Carrick de Wybren estaba por medio?
Llena de ira se refrescó la cara con un poco de agua fría y se aclaró la boca. Mort, que estaba acostado sobre la ropa de cama arrugada, se incorporó. Mientras se maldecía a sí misma, el perro se estiraba y bostezaba dejando al descubierto sus dientes amarillentos a través de los labios negros, sin importarle lo más mínimo el paradero de Carrick.
– Esto es un desastre, y lo sabes -se reprendió.
El perro meneó la cola.
– ¡Oh, lo que daría por la vida sencilla de un perro!
De nuevo, el perro meneó el trasero, pero esta vez soltó un ladrido largo y agudo.
– ¡Muy bien, de acuerdo! ¡Buenos días también para ti! -susurró Morwenna-. Aunque, puedes creerme, es todo menos buenos días. Impaciente por recibir mimos, siguió gimiendo hasta que al fin ella cruzó la habitación y se dejó caer a su lado.
– ¿Me has echado de menos? -le preguntó, acariciándole la barbilla y las orejas entrecanas. El perro le dio lametones en la cara y ella rió acariciándole el pelo hirsuto de la cabeza-. Creo que debería haberme quedo aquí anoche. -Luego suspiró fuerte, se puso de pie, encontró los zapatos y cogió la capa de lana colgada en un gancho cerca de la puerta-. Habría sido la decisión más inteligente.
El perro agitó la cola como loco, saltó de la cama y la esperó en la puerta mientras se echaba la capa roja sobre la cabeza. En el mismo momento en que abrió la puerta, el animal salió disparado por ella, brincando a lo largo del pasillo mientras Fyrnne y Gladdys, cargadas con cestos grandes de ropa limpia, velas y hierbas para quemar, aparecían lo alto de la escalera.
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