– La he tomado yo -dijo Morwenna, haciendo una señal hacia el herido-, y no es un prisionero.

De nuevo, el herido trató de susurrar algo, pero era ininteligible.

Alfrydd asintió, como si estuviera de acuerdo, pero no pudo ocultar su conmoción cuando sus ojos aterrizaron en el pedazo de carne humana sanguinolenta que yacía sobre la mesa.

– ¿Han llamado al sacerdote?

– Sí, y al médico -dijo ella, y añadió con impaciencia-: ¿Dónde demonios está Nygyll?

El médico entró de sopetón, como si hubiera estado esperando oír su nombre para hacer acto de presencia, y trajo consigo la fragancia a lluvia fresca y una fuerte ráfaga de viento que presagiaba nieve. Un hombre alto, que caminaba con paso ligero y aire arrogante, caminó con determinación hacia la mesa donde estaba tendido el herido. Isa le seguía de cerca, a dos pasos de él.

– Isa me aseguró que había una emergencia -dijo-. Ah…, ya veo. ¿Quién es?

Morwenna movió la cabeza.

– No lo sabemos.

¿Un amigo o un enemigo?

Nygyll cortó lo que quedaba de la túnica del hombre y se inclinó hacia él para escuchar la respiración áspera.

– Las ropas son las de un hombre pobre.

«Con todo, es sospechoso de ser un espía. Qué extraño…»

– ¿Dónde está el agua caliente? -exigió el médico.

Una criada colocó una olla sobre la mesa más cercana y otra ponía una pila de toallas cerca del agua caliente.

– Necesitaré un triturado de milenrama. -Sus ojos se entrecerraron y ordenó a la primera-: Envíe a alguien al boticario.

– Enseguida -dijo, y se alejó velozmente ondeando la falda.

Nygyll se puso a limpiar las heridas con cuidado, primero enfrentándose a las que parecían poner en riesgo su vida. Otra vez se abrió la puerta principal, y esta vez dos hombres, que hablaban en voz baja, entraron al mismo tiempo que se colaba una ráfaga de viento invernal penetrante.

Alexander, el capitán de la guardia, un hombre musculoso, de pelo rizado color castaño, mandíbula cuadrada y ojos tan marrones como una cibelina, inclinaba la cabeza hacia abajo y hablaba con el padre Daniel, el sacerdote de la torre, que tenía un aspecto tan débil como robusto era el del soldado. Independientemente de cuál fuera la estación, el sacerdote siempre estaba pálido, con la piel casi traslúcida, los ojos de un azul frío, los cabellos rojizos espesos e hirsutos, y la expresión adusta. Era un clérigo que parecía tomarse la carga de ser el mensajero de Dios como un trabajo arduo e insoportable. Sus ojos toparon con los de Morwenna un instante, después los apartó rápidamente.

Antes de que la puerta se hubiera cerrado, Dwynn el tonto se deslizó en el interior. Era un hombre de veintitantos años pero que nació con una mente que nunca dejaría de ser como la de un niño. Atrajo la atención de Morwenna pero la esquivó situándose detrás del sacerdote, fuera de su campo de visión directo. Morwenna no entendía el miedo que suscitaba en él, ya que había tratado de mostrarse amable, pero daba la impresión de querer evitarla siempre, lo cual ya le parecía bien teniendo en cuenta el humor de perros que tenía esa mañana.

Isa, mirando cómo el médico se ocupaba de las heridas del hombre, se acercó furtivamente a Morwenna.

– No podremos llevarlo -dijo, señalando con su barbilla huesuda al herido- a menos no hasta la celda del ermitaño de la torre norte, porque el suelo está podrido. Y la celda de la torre sur está ocupada por el hermano Tomás, así que sólo quedan la mazmorra, el hoyo o…

– ¿El hoyo del puente levadizo? ¿La mazmorra? -preguntó Morwenna, sacudiendo la cabeza con energía-. No, Isa. No trataremos a este hombre como si fuera un enemigo. Lo instalaremos arriba, en la cámara de Tadd, con un guardia en la puerta para estar más seguros. No hay ninguna razón para suponer que este… hombre, a las puertas de la muerte como está, nos quiera hacer daño.

Observó los ojos preocupados de la vieja mujer y se dio cuenta de que Dwynn, siempre a su lado, jugueteaba con el dobladillo desigual de su manga. ¿Qué fragmento de la conversación habría sido capaz de entender? Aunque todo el mundo dijera que era tonto o que no tenía dos dedos de frente, Morwenna a menudo se preguntaba si esa apariencia de inteligencia embotada no formaba parte de un ardid.

– Ven, dejemos a Nygyll espacio para trabajar -dijo, empujando a Isa a una antecámara que había debajo de la escalera-. ¿Por qué sir Alexander cree que el hombre es un espía?

– No lo sé -susurró Isa.

– Pero tú lo crees.

– No es exactamente así, milady -puntualizó Isa, bajando el volumen de la voz y evitando el contacto con la mirada de Morwenna.

– Entonces, qué… Oh, por los dioses, no me digas que se trata de una de tus visiones otra vez.

Isa apretó los labios delgados y entrecerró los ojos.

– No os burléis de mí, niña -le dijo, cambiando el papel de amable sirvienta por el de nodriza que la había criado-. Las cosas que he visto han demostrado ser ciertas y lo sabéis bien.

– A veces.

– La mayoría de las veces. ¿Os habéis fijado en el anillo?

Los ojos de la anciana se tornaron de un color oscuro.

– ¿Qué anillo? -preguntó Morwenna mientras la embargaba una sensación de temor creciente.

– El anillo de oro que lleva el herido. Es un anillo con un emblema. El emblema de Wybren.

El corazón de Morwenna pareció irse a detener en cualquier momento. Los muros del castillo se cernieron sobre ella.

– ¿Qué estás diciendo, Isa?

La mirada de la vieja mujer era afilada, las arrugas alrededor de los labios parecían más pronunciadas.

– Ese hombre que yace convaleciente, con el alma entre los dientes, en el gran salón, puede ser Carrick de Wybren, y el anillo que lleva está maldito.

– ¿Maldito? ¿Carrick? Por Dios, Isa, ¿te has vuelto loca? -preguntó Morwenna.

Como si su nombre fuera lo que hubiera escuchado, el hombre gritó de dolor y luego susurró, inmerso en el delirio: «Alena». Morwenna se quedó helada. No… No podía ser. Pero la voz áspera otra vez murmuró presa de la desesperación: «Alena…».

El corazón de Morwenna se derrumbó cuando oyó el nombre de la mujer que se había convertido en la amante de Carrick, la mujer de su propio hermano. Alena de Heath, la hermana menor de Ryden de Heath, el hombre a quien Morwenna estaba prometida en matrimonio. Oh, Dios. Se sintió mal en su interior y le pareció que las miradas de todos cuantos atendían al herido se clavaban en ella.

– Lo sabía -susurró Isa, pero no había rastro de triunfo en su voz. Apretó los labios y trasladó la mirada del herido a Morwenna-. Creo que este hombre es, en verdad, Carrick de Wybren -dijo suavemente mientras daba vueltas con sus viejos dedos a la piedra que colgaba de la cadena que llevaba al cuello-, y si es el maldito traidor, el asesino, que la gran Madre nos asista.

Capítulo 2

– No puede ser -dijo Morwenna. Se sentía mareada y se regañó por la debilidad que había mostrado al oír el grito desesperado del herido llamando a Alena resonó en su cabeza-. Carrick… Carrick está muerto, como los demás. -De repente sintió frío y se frotó los brazos mientras repetía lo que pensaba-: Él y su familia murieron en el incendio.

«Como su amante, Alena».

Isa sacudió la cabeza y dejó traslucir preocupación.

– Se rumoreó que había conseguido escapar. Un mozo de cuadra afirmó que había visto a Carrick alejarse sobre su corcel favorito al poco de que se declarara el incendio.

– Un cotilleo infundado -insistió Morwenna, aunque su confianza estaba desvaneciéndose.

– Restos carbonizados. Sólo se le identificó por las prendas de ropa y las joyas que no quedaron destruidas. Todo lo que dejaron los miembros de su familia fueron unos cadáveres ennegrecidos, poca cosa más que un montón de huesos.

– Tú no estabas allí.

El estómago de Morwenna se revolvió ante el cuadro que Isa pintaba. Su cabeza palpitaba, el pulso le tronaba en los oídos. «¿Podía ser cierto? ¿Acaso Carrick había sobrevivido y ahora yacía medio muerto en su torre?» No, no iba a dar crédito a esas tonterías. No eran más que los miedos más profundos de una anciana.

Isa espiró despacio, como si percibiera la incredulidad de Morwenna.

– Vedlo con vuestros ojos, milady.

Morwenna así lo hizo. Sin esperar a Isa, se apresuró al gran salón, donde la multitud se congregaba alrededor del herido. El criado regresó con un triturado de milenrama y Nygyll aplicó con cuidado la hierba medicinal sobre las heridas del paciente. El sacerdote agitaba sus manos y murmuraba plegarias sobre el cuerpo molido del desconocido, que ahora era del todo visible, puesto que le habían despojado de las ropas andrajosas y empapadas de sangre. El pecho estaba desnudo, los pelos negros se arremolinaban sobre los músculos planos y gruesos, lacios, y desaparecían bajo la sábana que le cubría la parte inferior del cuerpo. Unas marcas oscuras, contusiones y unas incisiones desagradables cubrían la piel tensa del torso, los hombros y los brazos.

– ¿Vivirá? -preguntó Morwenna.

Bajó su mirada hasta alcanzar una de sus manos que tenía los nudillos cortados y ensangrentados, con dos uñas colgando.

– Es demasiado pronto para saberlo -dijo Nygyll frunciendo el ceño. Pasaba sus manos experimentadas a lo largo de las extremidades del desconocido-. Creo que no tiene roto ningún hueso, excepto las costillas, que pueden estar fracturadas. -El médico enarcó las cejas espesas y entornó los ojos-. Cuesta creerlo dada la gravedad de sus heridas, pero de nuevo es demasiado pronto para decir nada. Si despierta, comprobaremos si puede utilizar los brazos o las piernas.

Nygyll levantó una de las manos del hombre. Como Isa había afirmado, llevaba un anillo incrustado en uno de sus dedos sucios. Parpadeó a la luz de las velas, y la boca de Morwenna se secó al reparar en el emblema grabado en el oro. Notó cómo el corazón le daba un vuelco… y un recuerdo, tan claro como el agua, apareció en su mente…

Hacía tres años de lo ocurrido. Era verano. Iban a caballo, habían parado cerca de un arroyo y Carrick, un joven de diecinueve años pero ya de corazón perverso, arrancó una rosa silvestre y se la ofreció, al tiempo que arqueó una ceja irreverente y dibujó una sonrisa juguetona en las comisuras de los labios. Ella sintió que, si tomaba la flor, pagaría un precio por ella. Con todo, aceptó con mucho gusto el regalo de pétalos rojos y se cortó el dedo con una espina oculta bajo una hoja verde y lisa.

– ¡Ay!

– Cuidado, milady -se burló Carrick-, hay que tener siempre cuidado. Lo que en apariencia es inocente a menudo demuestra ser mortífero.

– ¿Qué queréis decir con eso? -preguntó.

Él acercó el dedo de ella a sus labios y succionó la gota de sangre que brotaba sobre su piel. En ese momento vio el anillo, aunque no por primera vez, cuando resplandeció a causa del cálido sol veraniego.

– ¿Queréis hablar ahora de adivinanzas absurdas?

Su boca era cálida, la punta de la lengua suave y húmeda al tocar la pequeña herida. Morwenna sintió un cosquilleo que le subía por el brazo y le bajaba por el cuerpo hasta alcanzar su parte más íntima y húmeda.

– Esto no es absurdo. Es de verdad.

De nuevo, Carrick enarcó su ceja oscura mientras rozaba la yema de su dedo con los dientes.

Algo cálido y fogoso estaba revelándose dentro de ella y, temerosa de caer en un estado de deseo más profundo, apartó el dedo sólo para ver el destello de la risa mortífera y el brillo de diversión en los ojos azul claro de Carrick.

– ¿Tenéis miedo? -se burló él.

– ¿De vos? -negó, atormentándole mientras se acercaba a él-. No, Carrick, sólo soy precavida.

La risa del joven estalló, sonora y estentórea, y retumbó en el corazón de Morwenna. En ese instante se enamoró de esa bestia blasfema.

– Milady.

Morwenna parpadeó y prestó atención a Alexander. Las oraciones del padre Daniel habían cesado y quienes atendían al hombre desfallecido parecían mirarla fijamente.

– Disculpadme -dijo ella, aclarándose la garganta y sintiendo que el calor le subía hasta las mejillas, como si todos los que estuvieran dentro de la torre hubieran podido leer sus pensamientos-. ¿Qué sucede?

El capitán de la guardia dijo con suavidad:

– Si me lo permitís, quisiera hablar un momento con vos.

– Sí, desde luego. Vayamos al solar -dijo, y rápidamente se dirigió a la escalera-. No mováis a ese hombre -pidió al médico- hasta que yo vuelva o diga lo contrario.

– Como deseéis.

Nygyll apenas levantó la mirada mientras limpiaba una herida particularmente desagradable de uno de los ojos hinchados del paciente.

Morwenna subió la escalera a toda prisa, aliviada por alejarse del desconocido, cuyo cuerpo herido estaba terriblemente apaleado y cuya ropa andrajosa apenas le cubría el cuerpo, y del anillo inquietante que llevaba ceñido en el dedo.