Y todo había comenzado con el hallazgo de Carrick en los aledaños e la torre. Él era la clave. Desde que había entrado en Calon se habían producido dos asesinatos y algunos estaban en paradero desconocido, según sir Lylle, se había interrogado dos veces a todas las personas de la torre.

«No a todos», pensó. Por la razón que fuera, sir Lylle se había negado a hablar con el hermano Thomas, lo que era un error. Y no el único.

Otra vez llegó a la conclusión de que sólo podía confiar en sí misma. Como le prometió a Sarah, cabalgaría al amanecer para tratar de localizar a sir Alexander y al alguacil. Pero mientras tanto no perdería el tiempo. Esa misma noche se acercaría a la torre sur y hablaría con el viejo monje. Según Fyrnne, el hermano Thomas era la persona que más tiempo llevaba viviendo en Calon y cabía la posibilidad de que por su posición sobre el patio de armas pudiera atestiguar algo fuera de lo común la noche anterior.

¡Sólo esperaba que no hubiera hecho voto de silencio!


El alguacil y él creían ir en ayuda de un campesino víctima de un brutal ataque y les habían tomado el pelo. Habían llegado a casa del campesino al alba y aporrearon fuerte la puerta.

Al ver que nadie les abría, la tiraron abajo y encontraron al agricultor en el centro de la habitación, y gallinas, cerdos y cabras que campaban libremente por el suelo cubierto de mugre. El fuego se había consumido y vieron que el hombre estaba molido a palos, atado de pies y manos, y le habían amordazado con una cuerda la boca ensangrentada.

El campesino gritó cuando entraron, los ojos se le abrieron como platos por el terror…

– ¡Baja del maldito caballo!

La voz era enérgica. Imperiosa. Acostumbrada a dar órdenes.

Alexander quiso luchar. Blandir su espada y atravesar al matón, pero era demasiado tarde.

Les atacaron por la espalda y les golpearon con fuerza suficiente para ponerlos a él y a Payne de rodillas. Las gallinas clocaban y se dispersaban, una cabra balaba y le pisoteó las piernas al huir despavorida. Un manto de oscuridad se cernió sobre su mente, aunque consiguió de alguna manera no perder el conocimiento.

Había tratado de luchar sin parar de revolverse, repartiendo golpes a diestro y siniestro con su espada, pero los hombres, grupo numeroso, volvieron a derribarlo rápidamente, propinándole un fuerte golpe que le dejó fulminado en el suelo. Antes de que pudiera reaccionar, le cubrieron la cabeza con un saco áspero y le desarmaron. Se tiró rugiendo a sus pies y giró en redondo propinando patadas con fuerza e hiriendo a uno de sus captores. Escuchó el aullido de dolor y luego alguien le espetó:

– ¡Bastardo sangriento y apestoso!

¡Bam!

Un golpe del talón de una bota se estrelló contra su mandíbula. Un dolor muy agudo le traspasó la cabeza. Le castañearon los dientes y sus piernas flaquearon al fin. Antes de que pudiera volver a tomar aire le sujetaron las manos y le ataron las muñecas con correas de cuero que se le clavaban en la carne. Le habían amordazado por encima del saco que llevaba puesto en la cabeza y le estiraba mucho.

Con los ojos vendados subió al corcel…

Pensó que era su caballo, reconoció la silla y el paso del animal, el porte al que estaba habituado. Al menos era algo…, montaba su propio corcel. Pero no era demasiado, sintió temor, estaba maniatado, le dolía la mandíbula a más no poder.

– ¡Allí van, compañero, atados como un maldito pato de Navidad! -dijo el mismo hombre de aliento pestilente riendo a carcajada limpia su patética broma.

Qué mortificación.

Tenía las manos a la espalda y un dolor en la boca, pero se sentó a horcajadas sobre el caballo y aguzó el oído. Los hombres hablaban, pero no pudo identificar sus voces. Ni siquiera estaba seguro de que hubieran dejado a Payne con esa panda de matones, pero Alexander pensó que todavía debía de estar en medio de la fiesta de esa gentuza. Deseó fervientemente que todavía estuviera con él, así tal vez de alguna manera acabarían venciendo a sus atacantes.

«¿Y cómo lo conseguirás, maldito capitán de la guardia?» Se encogió de hombros. Por todos los santos, había fracasado. No sólo ante él y la torre, sino también ante Morwenna, la mujer que dependía de él, la mujer a la que amaba.

Sí, no era más que el lamentable espécimen de capitán de la guardia del castillo de Calon. Le habían arrebatado los días en que soñó que ocuparía un puesto noble, que se atrevería a pedir la mano de la señora de la torre, como le habían arrebatado la espada. A decir verdad, aquel sueño concreto parecía pertenecer a otra vida, como si lo hubiera concebido un hombre distinto a él.

«¡No te rindas! ¡Lucha, maldita sea! ¡Se lo debes a ella! ¡A ti! Aún puedes encontrar un modo de salir de ésta. ¡Tienes que hacerlo!» A pesar del dolor, Alexander trató de concentrarse y no perder la cabeza. ¿Dónde lo habían apresado esos asesinos y por qué? No sabía en qué dirección cabalgaban pero sintió el olor a corteza mojada y hojas por encima del olor a lluvia. Aguzó los sentidos para intentando enterarse de las palabras de aquellos hombres que le llegaban a los oídos. Unas eran ininteligibles, pero otras eran nítidas. Mencionaron «Calon», «Carrick» y «venganza».

¿Qué querían decir? Dios santo, ¿qué plan tenían?

Esa panda de matones, ¿los habían hecho picar el anzuelo en medio de la noche para exigir un rescate? No, parecía poco probable. Era demasiado arriesgado y no tenía relación con Carrick y una supuesta venganza. Los engranajes de su mente se pusieron en funcionamiento para tratar de adivinar las intenciones de los hombres que les habían preparado esa emboscada. ¿Habían planeado matarles al alguacil y a él? ¿Quizá como pasatiempo o para advertir a los que trataban de impedir sus fechorías? ¿Qué mejor modo de hacer alarde de su autoridad y demostrar su inteligencia e imbatibilidad que matando al capitán de un ejército y al alguacil?

Pero parecía exagerado.

Escuchó el sonido incesante de los cascos de los caballos sobre el fango mientras sentía la lluvia repiqueteándole en el rostro. De repente, sin esperarlo, la verdad le sacudió como un puñetazo en las tripas.

No les conducían hacia el castillo para un intercambio de prisioneros o exigiendo un rescate. Tampoco les iban a matar sin más, al menos todavía. No.

Su corazón le dijo que les llevaban de regreso a Calon con un único propósito, utilizarles como señuelo.

Capítulo 27

Morwenna subió veloz por la escalera, el perro le pisaba los talones. Las paredes del gran salón parecía que se le caían encima y no pudo quedarse inmóvil ni un segundo más.

No había mentido cuando le dijo a Sarah que estaba preparando a un grupo de hombres para partir al amanecer. Había planeado tomar los cinco mejores que encontrara en la tropa. Esperaba que los que faltaban llegaran por la mañana. Tal vez habrían capturado a ese canalla de Carrick. ¡Ay, cuánto deseaba tenerle enfrente otra vez! Decirle lo que pensaba.

«Pero ¿qué dices, Morwenna? ¿Qué piensas de él? ¿Crees que si estuviera aquí, de pie delante de ti aquí y ahora, no caerías presa de sus cantos de nuevo?»

– ¡Maldita sea!

Borraría de su mente a Carrick, esa sucia rata, al menos de momento. Ahora debía concentrarse en encontrar al capitán de la guardia y al alguacil. Lo que le había comentado a Sarah era verdad: no había en Calon dos hombres más fuertes e ingeniosos. Si Sir Alexander y Payne habían conocido un destino aciago, mucho temía que ella y aquellos menos dotados con quienes partiría pudieran salir victoriosos. Pero lo intentaría.

Y luego cabalgaría hasta Wybren, no sólo para explicarle a Graydynn lo que había hecho, cómo había perdido al hombre que tanto había ansiado, sino también para comprobar sus sospechas de que Carrick había huido a la misma torre donde era un hombre buscado, donde se le consideraba un criminal acusado de traición y asesinato.

Pero, antes de nada, buscaría al hermano Thomas.

Se detuvo en lo alto de la escalera un momento y llamó suavemente contra la pesada puerta de la habitación de su hermana. Se mordió el labio y esperó.

– Bryanna -llamó, pero no oyó ningún ruido al otro lado de la puerta-. ¿Te encuentras bien?

Siguió sin recibir respuesta de su hermana. Después de ver el cuerpo de Isa, se había refugiado en sus aposentos la mayor parte del día y Morwenna prefirió dejarla en paz.

Puso una mano sobre el picaporte pero antes de entrar cambió de idea. Bryanna sólo necesitaba tiempo para aceptar la muerte de Isa. Morwenna se lo daría. Entendía que Bryanna necesitara enfrentarse al vacío que la muerte de Isa había abierto. Después le revelaría sus planes de organizar un pelotón de búsqueda. Sólo esperaba que no insistiera en acompañarles.

En su cámara, Morwenna se echó sobre los hombros una capa forrada de piel de ardilla y deslizó sus pies en unos zuecos de madera, porque sus botas estaban secándose cerca del fuego. Cogió un farol de un estante y descendió por la escalera, con Mort siguiéndole siempre como un perrito faldero. Una vez que hubo llegado a la planta baja asomó la cabeza por la puerta principal, donde un guardia, Peter, le sugirió que esperara a un escolta.

– Deberíais ir acompañada, milady -comentó con una expresión de preocupación en sus ojos grises-. Pensad en lo que le ocurrió a Isa anoche.

– Estaré bien -le aseguró.

No mencionó que tenía una daga en la bolsa de piel que llevaba atada con una correa a su cintura, ni tampoco el pequeño cuchillo oculto en su calzado.

En el exterior, la tormenta bramaba con furia. Oscuras y densas nubes tapaban la luna. La lluvia salpicaba el suelo y formaba pequeños riachuelos que se interrumpían en los senderos de la torre. Mort, siempre detrás de ella, dio un paso afuera, parpadeó y tiritó de frío, y en el acto dio media vuelta. Con el rabo entre las piernas, alumbrándose con el farolillo.

– Vaya perro de guardia estás hecho si te asusta un chaparrón -refunfuñó Morwenna mientras andaba por los caminos cubiertos de piedras, llevando el pequeño el farol de aspecto débil y pequeño.

Con los nervios a flor de piel, Morwenna se abrió camino entre las cabañas donde los fuegos resplandecían a través de la ventana. Pasó por las dependencias del alguacil y vio a Sarah cerca del fuego remendando un par de bombachos.

Se santiguó en un santiamén sobre el pecho y rezó para que Alexander y Payne volvieran sanos y salvos. Mientras atravesaba la hierba que crecía en un huerto, pensó en cuantos habían desaparecido y con cierto retraso incluyó en sus oraciones a Nygyll, al padre Daniel y a Dwynn.

La torre sur, que se extendía hacia el cielo en una esquina del adarve, era la más alta de la fortaleza. La torre de vigilancia se elevaba aún más arriba desde las torres de la almena y parecía que agujereaba el cielo.

Cuando Morwenna alcanzó la entrada de la torre, la llama del farol se había extinguido y tuvo que encenderla de nuevo sirviéndose de un candelabro que colgaba de la pared.

Restos de lluvia le resbalaron por la capa. Continuó subiendo más arriba, la escalera de caracol parecía no tener fin. Proyectaba su sombra contra los gruesos muros y, salvo los rasguños de las garras de los roedores y el repiqueteo de la lluvia, reinaba el silencio.

¿Cuándo había visto por última vez al hermano Thomas? ¿Había participado en las fiestas con motivo de la Navidad? Creía que no y, al recordar los días de fiesta, trajo a su memoria el devastador incendio le Wybren en la Nochebuena pasada.

La gente se había estado divirtiendo aquella noche, probablemente cantando, bailando e intercambiando las jarras de cerveza. Tal vez les deleitara una compañía de mimos que pasaba por allí mientras disfrutaban de los dulces típicos de Navidad… Luego encontraron la muerte, con suerte asfixiados por el humo antes de que el fuego voraz devorara sus cuerpos.

Se estremeció por completo al pensarlo. Continuó subiendo escalones y se acordó de que Carrick había escapado del incendio de Wybren… le la misma forma que había huido de su habitación en Calon…

Rehusó dar más vueltas a la cabeza a propósito del bastardo y subió más rápido, pasando varias celdas monacales vacías en su camino hacia arriba, hasta detenerse en la que se situaba en el punto más alto, antes del último tramo de escalera, que se estrechaba en la torre de vigilancia.

Era el momento. Inspiró aire para insuflarse fortaleza y llamó a la puerta de la celda del hermano Thomas.

Esperó sin recibir respuesta.

– ¿Hermano Thomas? -dijo, golpeando más fuerte a la puerta.

Sólo había hablado una vez con aquel hombre, la primera semana después de su llegada, tras subir la escalera para cerciorarse de que conocía a toda la gente de la fortaleza. Todo lo que sabía de él venía de terceras personas, Alfrydd, Alexander y Fyrnne, que le conocían desde hacía años.