– Supongo que pensabais decir que fui yo quien tramó el complot contra vuestra familia y que vos sólo erais un cómplice, dispuesto a hacer lo que se os ordenara.

Eso atrajo su atención.

– ¿Qué es lo que decís? -le exigió.

– ¡Nadie os creerá jamás aquí, Carrick!

Pero había algo en las palabras de Graydynn que no había tenido en cuenta.

– Afirmáis que vos y yo tramamos el incendio juntos.

– ¡Dije que la estratagema no resultaría! -declaró Graydynn en voz alta. Hizo una señal con el brazo que tenía libre hacia los guardias, que estaban preparados detrás de él-. Todos conocemos vuestras patrañas.

Se había equivocado en algo, algo se le había escapado. Algo muy importante.

– Culpáis a Carrick de vuestros propios actos -dijo despacio.

Un sonido de gritos y pasos irrumpió desde abajo.

– Lord Graydynn -gritó una voz grave desde la escalera-. ¡Lord Graydynn! ¡Le hemos cogido! ¡Hemos apresado al espía!

– Y ahora ¿qué? -preguntó Graydynn con el ceño fruncido, señalando a su primo con dedo amenazador-. ¡Agarradlo y llevadlo arriba!

¡Ahora era su oportunidad! Tan rápido como le cruzó la idea por la cabeza, se dio la vuelta y echó a correr, balanceando la espada y formando un amplio arco delante de él. Los guardias esquivaron el acero y luego gritaron detrás de él.

– ¡Alto! -ordenó un guardia.

– ¡Vete al maldito infierno!

Le abordaron desde atrás, un cuerpo se abalanzó contra él antes de que llegara a la salida. Su atacante y él cayeron juntos. La espada voló de su mano. Intentó darle una estocada pero el guardia que tenía encima le puso una rodilla sobre la espalda y la columna vertebral le crujió. Luchando con todo el derroche de sus fuerzas, estuvo a punto de zafarse, pero otro más dejó caer todo su peso sobre los dos hombres en combate.

¡Zas!

Su cara se estrelló contra el suelo.

Probó el sabor de la sangre.

En unos segundos, le ataron las manos con cuerdas gruesas de cuero y le inmovilizaron los brazos contra el cuerpo. Le introdujeron una mordaza en la boca y la taparon con violencia. Le propinaron un codazo en la parte delantera mientras se lo llevaban a rastras de los pies a la escalera serpenteada y tortuosa que conducía al gran salón.

Cuando intentó mirar la habitación que tenía enfrente, la sangre le corría por el ojo a causa de una incisión que tenía en la cabeza. Un fuego crepitaba en la chimenea y brillaba la luz de las antorchas, reflejándose en los hilos de oro de los tapices que adornaban las paredes enjalbegadas. Del techo colgaban enormes ruedas sujetas por cadenas y sobre ruedas, entrelazadas con cornamenta de animales, ardían cientos de velas que proporcionaban una luz tenue y brillante.

Como anteriormente, el corazón le dio un vuelco, esta vez al mirar la tarima elevada. Él se había sentado allí. Con su madre, su padre y sus hermanos.

Su corazón latía con fuerza, su mente se abrió al fin del todo. El techo cayó de repente. Su vida apareció nítidamente en el recuerdo. Se vio en la gran mesa, su hermana a un lado, su mujer al otro. Respiraba a través de la mordaza mientras cada fragmento de vida se colocaba en el lugar preciso.

En lo que dura un latido de corazón, supo por fin quién era.

Capítulo 28

– ¡Milady!

Morwenna y el hermano Thomas habían recorrido la corta distancia que separaba la puerta principal del gran salón. Se dio la vuelta con rapidez y encontró a sir Hywell, que corría en su dirección.

– Por favor, esperad -les dijo.

– ¿Qué sucede?

Trató de no enojarse pero se sentía cansada y ansiosa por entregarse a la tarea de descubrir las puertas ocultas y los pasajes secretos dentro de la torre… si es que de verdad existían. Durante el trayecto desde la torre sur, Morwenna se había preguntado más de una vez si el monje estaría cuerdo del todo, si «los pasillos dentro de los pasillos» eran una creación de su mente después de tantos años de soledad. De todos modos, era algo que la ponía en acción, la espoleaba a buscar.

– En la entrada principal hay un grupo de hombres que quieren hablar con vos.

– ¿Ahora? -replicó dirigiendo una mirada al cielo oscuro.

Aunque la lluvia había cesado, el viento era frío como el aliento de Satanás, la noche negra como un pozo y la promesa de más lluvia o aguanieve persistía en las nubes estruendosas que se cernían sobre sus cabezas.

– Sí, han venido con prisioneros.

– ¿Prisioneros? ¿Quiénes son esos hombres?

– No lo sé, pero sir Lylle ha detenido a dos que se nos ha mostrado. Aseguran que hay más hombres esperando en el bosque con los prisioneros.

– ¿Qué quieren que haga con sus prisioneros? -le espetó, y se detuvo un instante-. ¿Han encontrado a Carrick? ¿O al asesino?

Sir Hywell negó con la cabeza.

– No, milady, sostienen que tienen preso a sir Alexander y al alguacil.

– ¿Qué?

– Eso dicen.

– ¿Presos? -le preguntó-. Pero ¿por qué alguien querría capturar al capitán de la guardia y a sir Payne?

– No tengo la más remota idea -admitió.

Morwenna pudo leer la confusión en sus facciones.

– Voy de inmediato. -Se dio la vuelta y dijo al monje-: Hermano Thomas, os lo ruego, esperadme dentro. Resguardaos al calor del fuego hasta mi regreso. Luego podremos iniciar la búsqueda.

– Tal vez debería volver a mi celda.

– ¡No! Por favor…, esperadme sólo unos minutos. No me demoraré -prometió-. Sir Cowan -dijo al guardia que había en la puerta-, aseguraos de que el hermano Thomas tenga una copa de vino y pedidle al cocinero que le sirva unos huevos con gelatina, queso, anguila ahumada…

– Os lo ruego, no os metáis en ningún problema -dijo el monje, con una luz trémula en los ojos.

Morwenna juraría haber oído rugir el estómago del monje.

– No hay por qué temer -le aseguró rápidamente. Tenía prisa y no quería tener que arrancarlo de la torre otra vez-. Venid -dijo, acompañándole por la escalinata hasta la puerta-. Sir Cowan os atenderá.

Miró por encima del hombro del monje y, al encontrarse con los ojos de sir Cowan, le instó en silencio a que se encargara de él.

– Como os dije, volveré de inmediato.

Luego salió fuera, pisándole los talones a Hywell por los caminos oscuros, sintiendo cómo caía la noche sobre ella. A medida que penetraba en la oscuridad, el barro se adhería a sus zuecos y el viento traspasaba la capa, y meditaba sobre quién podía tener la osadía, la insolencia absoluta, de tomar como rehenes a sir Payne y a sir Alexander.

«Sabes quién ha sido, Morwenna. No puede ser otro sino Carrick».

– Por todos los santos mártires, juro que lo mataré con mis propias manos -musitó entre dientes.

– ¿Qué decís, milady? -le preguntó Hywell.

Negó con la cabeza y mintió.

– No, no es nada.

El resplandor de la hoguera traspasaba las ventanas de la torre de entrada y la mayor parte de la guarnición estaba despierta. Despertaron a los que todavía dormitaban, y los pocos que estaban desvelados jugando a los dados y al ajedrez abandonaron sus respectivas partidas. Algunos hombres se habían congregado en una gran cámara de la torre de entrada; otros se habían apostado estratégicamente en el adarve.

Sir Hywell la escoltó hasta la cámara del capitán de la guardia, donde un hombre custodiaba la puerta. Dentro, sir Lylle y cinco caballeros rodeaban a dos hombres que no había visto antes. El más alto de los dos tenía una marca en la mejilla, le faltaba un diente incisivo y tenía el aire de indiferencia propio de un desalmado, que Morwenna percibió de inmediato. La señal en la mejilla le indicaba que había sido marcado como a un criminal y sus ojos eran fríos y parecían los de un lagarto. El segundo hombre era unos ocho centímetros más bajo y algunos años más joven, no era más que un muchacho. Su piel no presentaba marcas, la mata de pelo era una maraña rojiza y castaña. Sostenía un gorro entre las manos y estaba visiblemente preocupado, como un ratón encerrado en una habitación llena de gatos.

– Estos hombres insisten en veros, lady Morwenna -le informó sir Lylle.

Morwenna se topó con los ojos del hombre más alto.

– Han entregado sus armas.

Morwenna pasó por alto las presentaciones.

– Creo entender que tenéis a dos de mis hombres, que los habéis capturado.

– Avanzó hacia el Ojos de Lagarto-. Vais a liberarlos inmediatamente.

– Esa es la razón por la que estamos aquí -le respondió-. Para negociar su liberación.

– ¿Negociar? ¿Por qué iba a negociar? Decidme, ¿dónde están?

La risa del hombre de la cara marcada se ensanchó hasta mostrar los huecos de su dentadura.

– Con Carrick de Wybren.

¡Lo sabía! ¡Esa maldita serpiente embustera! Estaba tan enfadada que casi temblaba, cerró fuerte los dedos de una mano y dijo:

– Entonces, ¿por qué no negocia él conmigo? ¿Qué clase de cobarde es y por qué le servís? ¿Por qué te ha enviado?

– Para asegurarse de que no lo detienen y se le acusa falsamente.

– ¿Acusado falsamente? ¿Ha secuestrado a dos hombres y se preocupa de las falsas acusaciones? -Agitó la cabeza y abrió el puño despacio-. No haré tratos con vosotros. Si Carrick quiere negociar por su vida o su libertad, que lo haga en persona. -Fijó su mirada a la altura del hombre más alto y con el rabillo del ojo vio al otro retorcerse-. Sabéis bien que debería meteros en el calabozo, o peor aún, en la mazmorra. Tenemos una en Calon.

El más joven estaba empapado en sudor y se mordía el labio.

– Y luego sólo tendría que olvidarme de vosotros.

– Si algo nos pasa, vuestros hombres conocerán la muerte -le amenazó el Ojos de Lagarto.

– Entonces marchaos. Decidle a Carrick que tendrá que tratar conmigo personalmente y, si sir Alexander o el alguacil sufren algún daño, daré caza como el perro mentiroso que es. -Fijó la mirada en sir Lylle-. No les devolváis las armas y escoltadles fuera de la torre. -Luego se volvió a dirigir al hombre más alto-: Espero ver a sir Alexander, a sir Payne y cualquier otro hombre que esté bajo vuestra «custodia» libre… al alba. Con o sin Carrick.

Los ojos del hombre marcado se entornaron aún más y los labios le temblaban nerviosamente bajo la barba descuidada.

– Me imagino que le veréis, y le veréis pronto, milady -se burló. Se dio media vuelta bruscamente, inclinó la cabeza hacia la cohorte abandonó la torre de entrada después de que partieran los hombres que le rodeaban.

Dos soldados comprobaron que los dos hombres abandonaban la torre. Morwenna sólo pudo volver a respirar después de oír el chirrido de las puertas cerrándose y del rastrillo al bajar.

– Esto no me gusta -dijo sir Lylle mientras los hombres volvían a sus puestos. Juntó las manos por detrás de la espalda y anduvo hasta el escritorio-. Algo me huele mal. Como si se tratara de una trampa.

– A mí tampoco me gusta. Presumo que nuestros hombres están siguiendo a estos dos.

– Sí, pero esos matones también lo saben, ya imaginarán que hemos enviado a nuestros hombres a que les sigan la pista. Es de prever que los conduzcan a una persecución a ninguna parte. Dudo que los lleven hasta Carrick o los prisioneros.

– Entonces sólo nos queda encontrarles -contestó Morwenna.

– Debemos seguirles por cualquiera de los caminos que tomen, incluso si se dispersan. Y nuestros hombres no sólo deben buscar a Alexander y a Payne, sino también al médico y al padre Daniel y a cuantos parece que se haya tragado la tierra… incluidos los dos hombres que enviamos a la ciudad en su busca.

Asintió con la cabeza.

– El campamento de Carrick debería de estar cerca si está esperando noticias de sus hombres.

– Es posible que ni siquiera hayan acampado -advirtió Lylle.

Morwenna estuvo de acuerdo, se le hizo un nudo en el corazón al pensar en Alexander, que, aunque nunca había expresado sus sentimientos, la había amado en silencio. También pensó en Payne y en la angustia de su esposa.

– No mencionéis esto a nadie, ordenad a vuestros hombres que guarden silencio excepto con vos y conmigo. No hay ninguna razón para preocupar a nadie más en la torre hasta que tengamos más datos.

De nuevo inclinó la cabeza y Morwenna suspiró hondo, un dolor de cabeza comenzaba a martillearle en las sienes. Desde el umbral de la puerta le dijo:

– Avisadme inmediatamente si escucháis algo. -Hizo una pausa, reposó una mano en el marco de la puerta y miró por encima del hombro al hombre que ocupaba el puesto del capitán de la guardia de manera tan poco convincente-. Encontradles, sir Lylle -ordenó-, e informadme inmediatamente.


– No soy Carrick.

Su voz rebotó contra las paredes del gran salón de Wybren cuando logró aflojarse la mordaza.