Pero él no tendría que quedarse mucho tiempo. Tan pronto como Graydynn estuviera entre rejas, se acercaría con sigilo al guardia, le clavaría la hoja del cuchillo entre las costillas, buscando el corazón, y luego abriría la puerta. Graydynn supondría que estaban liberándole. Sólo cuando intentara salir de la celda, entendería lo que sucedía. Después sentiría cómo se hundía el cuchillo en su cuello y en cuestión de segundos estaría muerto, con una W grabada en su garganta mentirosa.

Desde su escondrijo, El Redentor sintió un temblor de excitación recorrerle el cuerpo, el zumbido cálido de la anticipación le provocaba que el pulso le latiera más fuerte. Deslizó la yema del pulgar hasta la hoja afilada del cuchillo y aguardó aguzando el oído.

En unos minutos, el sonido de las pisadas de botas bajando por la escalera llegó a sus oídos. Junto con las fuertes pisadas, también escuchó a Graydynn despotricando, proclamando su inocencia e intentando sobornar a la guardia con dinero, mujeres o aquello que se les antojara.

Ay, era placentero escucharle negociar por su vida. Suplicar a la guardia. Hacer promesas que posiblemente no podría cumplir. Conocer el miedo y la frustración de perder todo lo que pensaba que había ganado. Las cadenas sonaron, siguió el chirrido de una llave oxidada girando en la cerradura, y a través de la luz tenue de dos velas de junco, El Redentor fue testigo de la mortificación final de Graydynn al verse arrojado en el interior de una celda fétida y sucia.

Graydynn gimoteó primero y luego gritó obscenidades.

No sabía que debería estar rezando por su alma.

Ante el asombro de El Redentor, el guardia cerró la puerta de la celda y luego se marchó, colgando el juego de llaves en un gancho que había en la pared junto a la escalera.

– ¡No me abandonéis aquí! ¡No podéis hacerlo!

El guardia se volvió, le miró directamente a la cara y luego escupió el suelo. Un segundo más tarde, sus pesados pasos se apagaron mientras subía la escalera.

– ¡Por todos los infiernos! ¡No podéis abandonarme aquí! -Graydynn, frenético, agarró los barrotes y los sacudió a rabiar-. Os ordeno que me liberéis. ¡Os ordeno que me pongáis en libertad! -exigió-. ¡Sir Michael! ¡Volved aquí! ¡Sir Michael! -Graydynn respiró hondo y propinó una patada al suelo arrojando algo, un trozo de hueso, un terrón mugriento o a roca, que impactó contra la pared haciendo un ruido sordo-. ¡Idos todos al infierno! -exclamó con rabia.

El Redentor esbozó una leve sonrisa. Oyó cómo se cerraba una puerta arriba y después se hacía el silencio, roto por la plática del preso. Dio un paso fuera de la sombra hacia la zona iluminada tenuemente. Graydynn estaba tan preso de la rabia que no percibió cómo se acercaba hasta que no estuvo delante de la celda.

– ¿Quién sois? -le preguntó asustado, mirándole en la oscuridad.

– Estoy aquí para ayudar.

– Muy bien, entonces podéis empezar abriendo la maldita puerta. ¡No puedo creérmelo! ¡Encerrado aquí como un vulgar criminal! ¿Podéis daros un poco más de prisa?

El Redentor asintió con la cabeza y se acercó hasta la escalera para recuperar las llaves. Mientras lo hacía, desenvainó el cuchillo con la otra mano.

Graydynn no se dio cuenta. Sólo prestaba oídos al sonido metálico de las llaves y a la promesa de libertad.

El Redentor pensó jugar con él, tomarse su tiempo, incluso bromear con el supuesto señor de la torre, pero lo pensó dos veces, tenía que volver a Calon y quedaban pocas horas antes del amanecer.

Primero introdujo una llave en la cerradura e intentó abrir. No encajaba.

– Por los clavos de Cristo, ¿tenéis que ser tan lento? -gruñó Graydynn.

Probó con otra llave. Tampoco se oyó ningún chasquido en la puerta.

– ¡Dadme el llavero, inútil! -le dijo Graydynn bruscamente, arrebatándole el pesado manojo de la mano.

Hizo un intento tras otro y, cuando por fin la cerradura emitió el chasquido de apertura y empujó la puerta para que se abriera, El Redentor ya estaba esperándole.

Graydynn avanzó hacia él. El Redentor le agarró por los cabellos, torciéndole la cabeza hacia atrás, y le rajó el cuello con un corte en forma de W, antes de que Graydynn pudiera abrir la boca para gritar.


– Lo siento, milady -se disculpó el hermano Thomas mientras inspeccionaba el solario una última vez-. Tal vez cuando tengamos más luz podamos encontrar algo, pero me temo que no descubriremos nada esta noche, probablemente nada en absoluto.

Morwenna no estaba dispuesta a darse por vencida pero se daba cuenta de que el anciano estaba cansado. Las manchas oscuras que le contorneaban los ojos eran más pronunciadas y sus movimientos, cada vez más lentos. Habían estado buscando durante horas y no habían descubierto nada.

– Habéis puesto todo de vuestra parte, hermano Thomas -le agradeció.

La primera luz del alba, que surgía de las colinas del este, alcanzó los ojos de Morwenna. La mañana estaba de nuevo al caer, los gallos cantaban sonoramente, el centinela en la atalaya soplaba el cuerno de caza, anunciando el cambio de guardia.

– Pedidle a Cook que os prepare unas gachas de avena, morcillas o una tarta de pinzón antes de volver a vuestra habitación.

– Tal vez -dijo con suavidad, y sus viejos ojos destellaron al oír hablar de comida.

Morwenna le tomó del brazo con suavidad mientras se volvía en dirección a la puerta.

– No debéis pasar todo el tiempo allá arriba. Os prepararé un lugar caliente, con un fuego y un colchón para dormir.

– No, hija mía -le dijo con una débil sonrisa- pero os lo agradezco. Ahora, intentad descansar.

¡Descansar! Eso era lo último que podía hacer. Al amanecer, el castillo comenzaba a ser un hervidero y aún le quedaba mucho por hacer.

Vio al viejo monje en la cocina, donde una de las criadas le prometió acompañarle de vuelta a la torre después de ofrecerle un poco del guisado de cordero del Cook. Morwenna regresó a su habitación, se echó agua por la cara y renovó la determinación de encontrar las habitaciones secretas.

Recordó que podían ser los pensamientos infundados de un anciano con una cabeza débil y confusa. Mientras se secaba con la toalla sacudió la cabeza. Aún le creía. Durante las horas que había pasado con el monje, le había encontrado lúcido y apenas se había repetido. Insistió en que su abuelo había creado una trama de pasajes secretos.

Quedaba una habitación sin revisar, pero ahora, con la luz del alba, era el momento de buscar también allí. Además, quería hablar con su hermana. Mort, que había estado durmiendo hecho un ovillo sobre la cama, levantó la cabeza a su paso, y meneó la cola cuando le acarició la cabeza. Se volvió a dormir rápidamente, después de haberla seguido durante toda la noche.

– No te culpo -admitió, mirando la cama y pensando que sería un regalo divino poder dormir durante unas horas.

Pero todavía no. Había prometido que montaría al amanecer en busca de Alexander y Payne. Debía explicarle a Sarah el encuentro de la noche anterior con los secuaces de Carrick.

¡Carrick! El traidor.

¿Qué quería a cambio de liberar a sus hombres? ¿Dinero? Pero los canallas no habían exigido rescate. Tal vez tendría que haberlos encerrado en las mazmorras, pero tuvo miedo de que Carrick degollara a Alexander y a Payne.

Su corazón se desmoronó.

Tal vez ya estuvieran muertos. Si los canallas volvían, exigiría una prueba de que vivían.

Se negaba a pensar de ese modo, no lo creería. También se negaba a pensar que algo horrible les hubiera sucedido a cuantos se ausentaban de la torre, aunque si el médico, el sacerdote y Dwynn no aparecían durante el día, buscaría ella misma por la ciudad.

Llamó a la puerta de Bryanna y esperó.

No hubo respuesta.

– ¿Bryanna? -llamó golpeando más fuerte, puesto que la joven dormía profundamente-. Bryanna, tengo que hablar contigo.

Volvió a esperar y luego llamó de nuevo. Al no oír los pasos de su hermana, abrió la puerta de un empujón.

– Rayos y centellas, Bryanna, despierta. Entiendo que estés afligida por lo de Isa, pero…

La habitación estaba fría, vacía. La cama sin arrugas.

El corazón de Morwenna latía en su pecho alocadamente. Su hermana tenía que estar allí. La buscó. La habitación era más pequeña que la suya, con una alcoba no muy grande cerca de la chimenea, con unos estantes. No estaba escondida debajo de la cama. No, no estaba en la habitación. ¡Pero tenía que estar allí!

Se dirigió rauda y veloz hacia la ventana. Era alta pero se podía acceder a ella si uno se encaramaba, y lo suficientemente grande para escapar por ella.

El alféizar era ancho y sólido pero la caída era brusca, de tres plantas. Morwenna se asomó afuera y observó la neblina abajo y el patio de armas a lo lejos. Del alféizar no colgaba ninguna cuerda. Incluso si una persona era lo bastante osada para saltar sobre el suelo blando y embarrado, correría un gran riesgo y el peligro de quedar mal herido o morir. No, Bryanna no había saltado por la ventana.

Morwenna escrutó la habitación en vano. Bryanna sólo podía haber salido por la puerta. ¿Se había escabullido su hermana, incapaz de soportar las tragedias y el dolor que habían ocurrido en la torre? ¿Pero adonde iba ir? ¿A Penbrooke?

¿La habrían secuestrado?

Se le hizo un nudo en el estómago. El vello de los brazos se le erizó. ¿Habría corrido Bryanna, su querida hermana, la misma suerte que Isa y Vernon? ¿La habría capturado el monstruo para rebasarle el cuello?

– ¡Dios mío! -suspiró Morwenna.

Las rodillas amenazaban con no poder sostenerla. Levantó la mirada al techo. ¿Acaso el asesino que rondaba por el castillo habría estado observándola?

Abandonó la habitación y cuando estaba a punto de llegar al vestíbulo tropezó con un hombre que se dirigía a la habitación de Bryanna. Hubiera gritado, avisado a la guardia, pero le falló la garganta cuando vio a su antiguo amante.

Se tapó la boca con la mano y sintió como si se remontara atrás en el tiempo y en el espacio.

Carrick de Wybren iba tras ella. No le cabía duda. No mostraba ninguna cicatriz o magulladura en la cara, ninguna evidencia de la nariz rota, sólo los mismos ojos azules que recordaba hacía tres años.

– No digáis una palabra -ordenó él.

Cerró la puerta tras de sí con un ruido sordo. En el corazón de Morwenna estalló un dolor punzante. Su mente se nubló.

– Pero… vos no sois el hombre… que encontramos. Vos… no habéis sufrido ningún golpe.

– Shh… -le dijo.

Aunque sostenía una espada en la mano no le tuvo miedo.

– ¿Quién era? -susurró. El mundo se tambaleó cuando pensó en el hombre herido y lleno de cicatrices, cómo se había acostado con él, le había creído, segura de que era el mismo hombre de pie ante ella, el guerrero fuerte y sin magulladuras que había conocido-. ¿Quién era?

– Mi hermano.

– Todos murieron en el incendio -protestó, pero el parecido entre esos dos hombres era incuestionable.

– Theron no.

Morwenna luchó para entenderlo.

– ¿Theron? ¿El marido de Alena? -preguntó mientras recordaba el nombre de la mujer en labios del herido, el nombre que llamaba en su delirio.

Estaba a punto de sufrir un colapso. Theron. ¿Lo sabía? ¿Le había mentido? ¿Se hacía pasar por Carrick?

¿Qué había dicho? Al instante recordó su confesión.

Le costó tragar saliva a medida que la conmoción daba paso a la cólera.

– ¿Dónde está? Theron… ¿dónde está?

– No lo sé. Creía que estaría aquí, con vos.

– ¡Vos le golpeasteis, le disteis por muerto!

– ¡No! -Los ojos de Carrick destellaron-. Cometí una equivocación. Ha estado al servicio del rey, lejos, con un nombre que no era el suyo, y descubrí que había regresado y que se dirigía a Wybren. Todo el mundo piensa que maté a mi familia y Theron también lo cree. Sabía que volvería a revivir el interés por el asunto y que me perseguirían otra vez, tal y como hicieron después del incendio.

– Provocasteis el fuego.

– ¡No lo hice! -juró, con los ojos brillantes y una mueca de indignación porque pensara algo así-. Les dije a mis hombres que le detuvieran, y se pasaron de la raya. Cuando llegué, estaba casi muerto.

– ¿Y le abandonasteis?

Afirmó con la cabeza, deslizando la barbilla a un lado.

– Es tan grave como asesinarlo.

Inspiró profundamente y añadió:

– He hecho muchas cosas en la vida de las que no estoy orgulloso, Morwenna. En cuanto a Theron, oí a los cazadores, sabía que le encontrarían. Él no tenía ninguna posibilidad conmigo, viviendo como vivía en el bosque, pero si le traían aquí, a la torre, tenía una, aunque sólo fuera una única y triste posibilidad de sobrevivir. Me quité el anillo y se lo puse en el dedo, para que vos… intentarais ayudarle.