– Y si moría, todo el mundo asumiría que él era vos y habríais recibido lo que merecíais por el asesinato de vuestra familia. ¿Lo hubierais permitido? Y luego, ¿qué? ¿Pensabais que la gente no os continuaría reconociendo?

– Esperaba que Theron sobreviviera.

– ¿Para ser juzgado como asesino? ¿Para asumir la culpa de vuestros crímenes?

– ¡No maté a mi familia! -juró otra vez-. ¡Yo no sabía que cuando Theron despertara, si es que lo hacía, habría perdido la memoria!

– Eso era lo conveniente. ¿Cómo sabíais que no podría recordar? -aspiró bruscamente-. Tenéis espías en la torre. Recordó todas las veces que había oído susurros de personas, que había visto intercambios de miradas, que había sentido que la observaban unos ojos ocultos. ¡Y siempre era Carrick!

– Hay hombres que aceptan dinero a cambio de información -advirtió.

Y en quien primero pensó fue en el alfarero, un hombre mañoso y entrometido al que no tenía mucha confianza. Y él sólo era uno entre tantos.

– Entonces, ¿vuestros espías han merodeado por los pasajes secretos de la torre? -le desafió.

– ¿Pasajes secretos?

– No finjáis que no conocéis las cámaras ocultas, las entradas secretas, los pasillos dentro de los pasillos que atraviesan Calon.

Morwenna le tanteaba pero él no conocía sus intenciones.

– ¿De qué habláis?

– ¡Por esos pasajes se escabullen vuestros espías!

Por una vez, Carrick se quedó mudo.

– ¿Negáis saber algo?

– Niego que existan -respondió confundido-. He contado con espías aquí durante casi un año y nunca me informaron de esos pasajes… de los que me habláis.

Morwenna le miró fijamente y no supo qué creer. Él parecía estar sinceramente confuso, pero Morwenna sabía que era un actor consumado. ¿No había fingido amarla? ¿No le había creído ese verano que parecía tan lejano?

Giró la cabeza ante todas las mentiras que estaba tejiendo. Vertía mentira tras mentira de la lengua con tanta facilidad como tragaba saliva. Morwenna no podía confiar en él otra vez. ¡Nunca! Conocía su insensibilidad y su crueldad.

– Me abandonasteis -le acusó- estando yo embarazada.

Sus ojos parpadearon y palideció un poco, pero no lo negó, y el corazón de Morwenna se rompió de nuevo en mil pedazos. Todavía continuó hurgando en la herida, la furia le encendía la sangre el desdén palpable se le dibujaba en la cara.

– Me abandonasteis embarazada y luego volvisteis con Alena, la esposa de Theron, que murió en el incendio.

Carrick no lo negó.

– Y ahora pretendéis que todavía os crea cuando vuestros hombres atacaron a Theron y le golpearon casi hasta la muerte…

– ¡Fue un error!

– … Y a pesar de que habéis apresado a algunos de mis hombres para negociar conmigo, sin estar claro con qué fin, queréis que crea que vuestras intenciones son honorables. Ese es vuestro propósito, ¿no es así? ¿Hacer creer a todos que no sois un asesino bastardo?

Él luchó por darle una respuesta. Morwenna enarcó una ceja y esperó.

– Sí.

– ¿Y queréis que crea que no le haréis más daño a Theron?

– Sí.

– ¡Esperáis demasiado! Sois lo más bajo que se arrastra por la tierra, Carrick de Wybren -le culpó-. Por todo lo que sé, no sólo habéis matado a vuestra familia, sino también a uno de mis centinelas y a la comadrona que era mi nodriza.

– Os juro, Morwenna, que yo no lo hice.

– ¿Por quién juráis? ¿Por la vida de nuestro hijo que nunca nació? ¿Por las tumbas de vuestra hermana, vuestros padres y hermanos? ¿Por la libertad de los hombres que mantenéis presos?

Apretó la mandíbula, pero sostuvo la cabeza con un orgullo inmerecido.

– Entended, Carrick, que no confío en vos. No os creo. Preferiría negociar con Lucifer y con todos los demonios del infierno antes que ayudaros. -Avanzó hacia él, cerró la boca y miró fijamente sus ojos azules seductores y traidores-. ¿Qué diablos habéis hecho con mi hermana? -exigió.

– ¿Vuestra hermana? No lo sé.

– ¡Mentiroso! -casi gritó, sin dejar de apretar los puños-. ¡Decidme dónde os la llevasteis y rezad a Dios por vuestra alma mortal si le habéis ocasionado cualquier daño! -Se detuvo cuando sus zapatos rozaron las botas de él. Alzaba el cuello hacia él para llegar a la altura de sus ojos, ensartándole con una mirada de pura aversión. Temblaba por dentro, tenía un nudo en el estómago y sus palabras brotaban como un silbido entre el rechinar de dientes-: Si Bryanna está herida o… o peor, ¡veré cómo os cuelgan, pedazo de estiércol, de los talones y os rebanan en canal para que se derramen vuestras tripas hasta morir!

Su mirada no vaciló.

– ¡Juro, Carrick, miserable hijo de perra, que os mataré con mis propias manos!

Se abalanzó contra él, le aporreó el pecho con los puños y sintió que los brazos la rodeaban. Mientras ella luchaba y arañaba, él tuvo la audacia, el maldito valor, de no golpearla ni de defenderse. Simplemente sostuvo cerca de él mientras escupía, se agitaba y lo enviaba al infierno, insultándole sin tregua. El miedo y la cólera la empujaban a moverse violentamente, con furia, entre sollozos emergentes entrecortados, hasta que la rabia se calmó y se quedó extenuada, empapada en sudor, jadeante, respirando con dificultad entre sus brazos. Morwenna clavó la mirada en su hermosa cara y no vio al hombre que había amado sino a un mentiroso, un tramposo, un traidor. Si su corazón palpitaba no era por amor, lujuria o tentación, sino por el peligro que corrían aquellos que amaba y la frustración de sentirse incapaz de salvarles.

Las dudas la asaltaron. ¿Había sido la esperanza, los sueños, los planes de convertirse en lady Calon, soberana de la baronía, lo que había provocado el dolor, el engaño y la muerte entre aquellos muros gruesos y sólidos?

Por fin se dio cuenta de que todavía estaba entre sus brazos, que sus pechos se apretaban contra el de él, que su mandíbula cuadrada apretaba su frente, y su olor le invadió las fosas nasales. Le recorrió un espasmo de repulsión.

– ¡Dejadme en paz!

– Si eso es lo que deseáis.

– ¡Así es!

Él arqueó una ceja negra indecisa y ella deseó arrancar la sorna de la condenada cara.

– ¿Qué diablos hacéis aquí? -le exigió.

Él la soltó, ella dio un traspié y volvió a cogerla.

– He estado esperándoos -le confesó con la misma voz grave que la recordaba-. Aquí, en esta habitación. Salí cuando bajasteis con el monje.

– ¿Cómo sabéis lo que he estado haciendo? Y ¿dónde está mi hermana, maldita sea?

– Sé lo que habéis estado haciendo porque he estado vigilándoos, hasta contar con la posibilidad de estar a solas. La mayor parte del tiempo me oculté aquí fuera porque nadie se molestó en entrar. De vuestra hermana no sé nada. Cuando llegué, la puerta estaba cerrada, el fuego apagado y la cama sin deshacer.

– ¿Cómo entrasteis?

– Mis hombres os distrajeron.

Ella pensó en los dos hombres que se habían presentado en la torre de entrada.

– Era sencillo -continuó Carrick-. Supuse que enviaríais a algunos hombres tras ellos, como hicisteis en busca de Carrick, y di instrucciones a Will y a Hack de que dispersaran a vuestros soldados en direcciones contrarias. Mientras ellos hablaban con vos y la guardia estaba distraída, me introduje sigilosamente por las puertas hasta entrar en la torre.

– ¿Con tanta facilidad? -preguntó con amargura.

Inclinó la cabeza, bajó la mirada y de nuevo le miró a los ojos.

– Vuestra seguridad, milady, es… peor de lo que desearía.

En ese instante, ella le creyó. La gente había sido asesinada o había desaparecido, y nadie, ni soldados, espías, rastreadores o cazadores, había encontrado ninguna pista sobre la identidad del asesino o de los desaparecidos.

Ella soltó un suspiro.

– ¿Tenéis a mis hombres?

– Sí. Escondidos.

– ¿A todos? ¿Al médico y al sacerdote y… y al que consideran un tonto?

– No, sólo al alguacil y al capitán de la guardia.

– ¿Y los demás…?

– No están en mis manos -respondió, frunciendo el ceño-. ¿Estáis segura de que no partieron por iniciativa propia?

– No lo sé -admitió ella-. Pero resulta extraño que se hayan ido todos, la misma noche en que segaron la vida a Isa y Car… Theron escapó.

– Pensasteis que mi hermano era yo. Sabía que todos los demás nos confundirían, pero pensé que vos… habríais notado la diferencia.

Ella se sonrojó y se mordió el labio.

– Pensé que estabais muerto -le confesó, con un hilo de voz-. Y luego apareció ese hombre con vuestro anillo. Tenía que creer… No, quise creer que habíais sobrevivido.

Carrick inclinó la cabeza como si fuera así, lo que enfureció a Morwenna de nuevo.

– Hicisteis que mis hombres cayeran en la trampa para poderlos utilizar -dijo ella bien alto-. Decidme, ¿qué trato queríais hacer?

– Necesito vuestra ayuda -dijo él.

Ella receló al instante.

– ¿Vos necesitáis mi ayuda? -casi rió por lo absurdo de la situación, sacudiendo la cabeza hasta la locura-. Es ridículo. ¡Nunca habéis necesitado la ayuda de nadie en vuestra miserable vida!

– Hasta ahora. Os pido vuestra ayuda para probar que no provoqué el incendio que mató a mi familia. Para este fin tendremos que convencer a Theron.

– ¿El hombre que golpeasteis casi hasta la muerte? No será fácil.

– Y debemos encontrar al verdadero asesino. O a los asesinos.

– Ha pasado más de un año desde el incendio. Todo el mundo en Wrybren ha intentado resolverlo.

– ¿De veras? -sacudió la cabeza-. Pero no el actual barón. Graydynn está satisfecho con el desarrollo de los acontecimientos. -Se frotó la barbilla-. Escuchad, Morwenna, sé que no tenéis ninguna razón para confiar en mí y más de una para odiarme, para considerarme vuestro peor enemigo, pero si me ayudáis en mi búsqueda, os ayudaré en la vuestra.

– Liberaré a vuestros hombres -prosiguió él- y os ayudaré a encontrar a vuestra hermana y a quien haya desaparecido. Pondré todo que tengo a mi alcance en desvelar quien mató al guardia y a la anciana… por encima de todo lo demás, Morwenna -dijo solemnemente-. Os ayudaré a localizar a mi hermano. -Sus ojos azules se clavaron en los de ella-. Es lo mejor que puedo ofreceros, pero es sincero. Tenéis mi palabra.

– No confío en vos o en vuestra palabra.

– Mi palabra es tan buena como la de cualquiera que viva en esta torre, la mitad de los cuales desearían veros fracasar o que otro os reemplazara sólo porque sois mujer.

Morwenna no podía discutir esas palabras.

Se quitó la espada y la tiró encima de la cama, luego metió la mano en la bota y sacó un pequeño cuchillo perverso. También lo depositó sobre el colchón de Bryanna.

– ¿Qué decidís, Morwenna? -preguntó-. ¿Dejaréis que os ayude o actuaréis por cuenta propia?

Caminó hasta la cama y recuperó las armas. Le miró directamente a los ojos y gritó:

– ¡Guardias! ¡Sir James y sir Cowan, os necesito aquí inmediatamente!

Se oyó un tropel de pasos por la escalera. Carrick resopló.

– ¿Esta es vuestra respuesta?

– Pongo a Dios por testigo, Carrick, que nunca confiaré en vos -afirmó sin mover apenas los labios-, pero no os privaré de la libertad. Trabajaréis con mis soldados de confianza. Ellos irán armados. Vos no.

– Lady Morwenna -llamó sir Cowan.

– ¡Aquí, en la cámara de Bryanna!

Ella clavó la mirada en su antiguo amante.

– No cometáis ningún error, Carrick, o no volveré a tener confianza en vos mientras pueda respirar, pero os permito esta última oportunidad de demostrar lo que valéis. ¡Y si me desafiáis, mentís o ponéis en peligro las vidas de aquellos a quienes amo, juro que emplearé el resto de mi vida en hacer de la vuestra un infierno!

Capítulo 30

– Decidme otra vez, ¿cuál es el problema en Calon? -exigió Theron durante una pausa para abrevar a los caballos en un riachuelo.

Los animales necesitaban descansar, se habían empleado a fondo desde Wybren. Diez hombres de Wybren acompañaban a caballo a Theron, incluyendo a Benjamín y Liam, los mejores del pelotón, y Dwynn, el excéntrico. Los hombres habían desmontado y, o bien masticaban el fiambre de ternera que el cocinero de Wybren les había preparado, o aliviaban sus necesidades en un bosquecillo de robles.

Theron desconocía a lo que se enfrentaba en Calon. El tonto sólo abrió la boca para refunfuñar «problema», «hermano» y «Dios».

– ¿Viste a Carrick? -le pidió por enésima vez, pero Dwynn sólo sacudió la cabeza.

– Hermano.

Theron suspiró.

– Mi hermano. Lo sé.

¿O se refería a otra cosa?

– ¿Quieres decir el monje? -Recordó los disfraces que había encontrado en la habitación secreta, y uno de ellos era el hábito y la capucha de un monje-. El hermano del que hablas, ¿vive en Calon?