El padre Daniel encontró la mirada de Morwenna y, en ella, pudo vislumbrar recriminaciones veladas y algo más, algo oscuro y sombrío -incluso prohibido- que perduraba en sus ojos, de un azul intenso, y que desapareció instantáneamente. Como si también se diera cuenta de lo que había pasado entre ellos, el sacerdote apartó su mirada rápidamente y se apresuró a alcanzar el pasillo que conducía a la capilla.
– No sé qué conseguiréis de bueno con esto -se quejó Alexander mientras los ojos de Morwenna perseguían la figura del sacerdote.
¿Qué secretos escondía el padre Daniel? ¿Cuáles eran, en realidad, los pensamientos más íntimos de todas las personas de la torre? Sintió cómo un frío le calaba profundamente en los huesos. No era la primera vez que se sentía distanciada de todos los demás habitantes de la torre, como un pastor que no sabe nada de su rebaño. Llevaba allí menos de un año. Ella era la forastera.
– Milady -dijo Alexander, aclarándose la garganta.
– ¿Qué? ¡Ah! -exclamó ella, recordando lo que le había preguntado-. Tampoco sé lo que encontraremos en el bosque, sir Alexander, pero echaremos una ojeada, ¿de acuerdo?
Morwenna hizo una seña al guardia para que empujara la pesada puerta que daba al exterior y esperó a que la abriera. Mort, que había estado dormitando delante del fuego, se levantó y se desperezó. Apenas dio ella un paso hacia el patio de armas, oyó el alarido de una ráfaga de viento invernal, que semejaba un llanto amargo, agitaba la hierba, hurgaba en el interior de la capa de Morwenna y le abofeteaba en la cara. Hizo caso omiso de la ráfaga gélida, inclinó su cabeza y se dirigió hacia la cuadra por el camino trillado, con Mort pisándole los talones. La hierba estaba amarillenta y pisoteada, crujiente por la helada y con charcos a lo largo del sendero, donde flotaban aún restos de hielo.
Dos muchachos, con las narices rojas y gorros de lana calados hasta las orejas, transportaban leña hacia el gran salón mientras otros acarreaban cubos de agua. Una muchacha, que hacía años había dejado de ser una adolescente, lanzaba grano a las gallinas, que cloqueaban y se daban picotazos entre sí. Las plumas se dispersaban a medida que las gallinas se apartaban con premura del camino. El olor a humo, fermento de cerveza, estiércol de animales y grasa derretida impregnaba el aire frío. En los corrales, los cerdos gruñían ruidosamente y las cabras balaban mientras las ordeñaban.
El castillo estaba en pleno funcionamiento, todos se ocupaban con afán de sus tareas. La perturbación momentánea causada por la aparición del herido, por lo visto, se había esfumado. Levantó la mirada hacia el adarve y vio a los centinelas en sus puestos, como siempre. Los comerciantes y los campesinos azotaban a las bestias, que empujaban carros enormes, a través de los surcos profundos del camino principal que conducía a la torre.
Morwenna se introdujo por un camino que llevaba hasta la cabaña de las taberneras, donde las mujeres hablaban en voz alta y discutían acerca del descubrimiento del hombre.
– Le han golpeado con tanta ferocidad que ni siquiera su propia madre le reconocería -susurró Anne, una verdadera chismosa.
– Sin duda, es un ladrón que merecía este destino -respondió otra.
– O algún marido lo pescó levantando las faldas de su esposa -les confió Anne.
Las mujeres prorrumpieron en risas y Alexander exhaló un suspiro en señal de disgusto.
– Mujeres -refunfuñó el capitán de la guardia.
Morwenna apretó el paso y se alejaron de las arpías charlatanas.
Llegaron a la cabaña del armero. El sonido metálico de un martillo moldeando una cota de malla se distinguió sobre el desagradable graznido de un ganso que perseguía a un gallito, que impidió el paso a Morwenna.
Al rebasar la última puerta, Morwenna observó el cielo. Las nubes eran espesas, de un gris siniestro, y prometían descargar más lluvia.
– No sé lo que esperáis encontrar hoy -dijo Alexander bruscamente. Llegaron a la cuadra y Mort dio con su poste favorito, donde levantó la pata.
– Yo tampoco, pero tal vez mi curiosidad quede satisfecha.
Él le lanzó una mirada repleta de dudas, mientras ella se adentraba en el interior. La invadió el olor a heno, caballos, cuero y estiércol, y el viento dejó de mecerle el cabello. Morwenna anduvo, sin riesgo a equivocarse, hacia la casilla donde la pequeña yegua española, su favorita, ya estaba ensillada y la esperaba.
Alabastro, de ojos oscuros y brillantes, relinchó con fuerza y sacudió su cabeza blanca, haciendo tintinear la brida.
– Está preparada para cabalgar -dijo John, el encargado de la cuadra. Se agachó y acarició la cabeza de Mort-. Hay algo en el aire esta mañana que hace que todos los caballos se sientan molestos. -Tras incorporarse, frunció el ceño y se frotó la nuca-. Hay algo que no les gusta.
– ¿Como qué?
Él la miró mientras alcanzaba las riendas de la brida de Alabastro y meneó la cabeza.
– No sé lo que es, pero yo también lo percibo.
Acarició el cuello de Alabastro.
Un escalofrío de miedo recorrió la columna de Morwenna. John parecía un hombre robusto, un alma sensible, en absoluto se parecía a las taberneras que cacareaban o al sacerdote inquietantemente tranquilo.
– No es más que el frío y el invierno, John -dijo ella suavemente, aunque sintió que no la creía y, en verdad, ella también se sentía desconcertada.
Desde que tuvo ese maldito sueño donde se le aparecía Carrick.
¿Un sueño?
¿O un augurio?
Desterró esos pensamientos caprichosos mientras John conducía su caballo afuera. Alabastro, siempre impaciente, la nariz al viento, la cola empenachada, se sumergió en la fresca mañana y comenzó a tirar de las riendas.
– Tranquila, allí -le indicó el hombre corpulento, al tiempo que alisaba el pelaje de la crin del caballo.
La yegua, tan blanca como un fantasma, de patas y hocico grises, pertenecía a Morwenna desde hacía cuatro años.
– Tened cuidado, milady -advirtió John-. Esta mañana la tierra está resbaladiza, hay placas de hielo. Prestad atención.
– Descuida, John, así lo haré -dijo y, enarcando sus espesas cejas rubias con un signo de escepticismo, añadió-: Prometido.
– Oh, no tengo ninguna duda -dijo él rápidamente, aunque se sonrojó y su protuberante nariz resaltó más todavía mientras Morwenna subía a la grupa de la yegua.
Un sonido de pasos resonó en el camino y Bryanna, con la cara agrietada por el viento y los rizos oscuros ondeando tras de sí, llegó a todo correr por la esquina.
– Espérame -dijo ella, jadeando-. Voy contigo. John, necesito un caballo.
Morwenna ahogó un gemido y el encargado de la cuadra levantó la vista hacia Morwenna. Ella asintió con la cabeza y el capataz hizo señas a un muchacho que limpiaba la cuadra.
– Kyrth, ensilla a Mercurio para la dama. ¿Me has oído, chaval?
El muchacho echó al suelo su pala y, limpiándose las palmas de las manos en la parte trasera de los bombachos, hizo un gesto rápido de asentimiento.
– Sí. En un momento estará listo.
Se agachó sorteando el techo bajo y desapareció en el establo.
Alexander montaba su propio corcel, un semental de color rojo sangre que hacía cabriolas, tan cerca de la Alabastro, que ésta giró su cabeza blanca y trató de propinar un pellizco en el flanco al caballo más grande.
– Ten cuidado, muchacha -advirtió Morwenna-. No querrás meterte con alguien más fuerte, justo ahora.
Pero mientras hablaba al caballo, una imagen penetró en su cabeza: ella blandía una espada y corría tras Carrick. Él era mucho más fuerte que ella, medía casi dos metros y tenía una presencia imponente. Aunque ella era rápida y certera con la espada, él la había desarmado con facilidad, dejándola sin aliento, y le apuntaba con el arma al corazón. Estaban en el patio de un castillo, los dos a solas, envueltos de la fragancia dulce de madreselva y rosas que flotaba en el aire vespertino. La espalda de Morwenna había quedado al lado de un muro.
– Habéis perdido, milady -le había dicho Carrick con los ojos destellantes en el crepúsculo que se avecinaba.
– Por esta vez.
Morwenna se sacudió el pelo de la cara y encontró su mirada, mientras la espada permanecía contra ella. Jadeaba con fuerza y transpiraba a causa del esfuerzo, el corazón le palpitaba con intensidad. Carrick también estaba ruborizado, el brillo del sudor le cubría la frente.
– Siempre.
– Vos mismo os cubrís de halagos.
Su risa había sido lenta y sensual.
– Tal vez lo haga porque nadie lo hace.
– Y ahora pedís un cumplido.
Su sonrisa burlona era casi diabólica.
– Y no me dedicaréis ninguno, ¿me equivoco?
Ella había inclinado su cabeza hacia atrás y se había reído.
– Aquí es donde os equivocáis. Creo con todo mi corazón que vos, Carrick de Wybren, sois la serpiente más hermosa, arrogante y orgullosa que jamás haya conocido.
– ¿Una serpiente? -dijo con fingida estupefacción-. ¡Me habéis herido!
– ¿Una víbora?
– Es lo mismo.
– Ambas hablan con una lengua bífida, ¿no? -había bromeado ella.
Y al tiempo que una chispa llameaba en sus ojos, él había dejado caer la espada, que impactó sonoramente contra las piedras, y la inmovilizó veloz contra la pared con su propio cuerpo. Sus músculos fibrosos se habían tensado sobre los de ella, pantorrilla contra pantorrilla, muslo contra muslo, pecho contra pecho. Ella apenas podía respirar por la presión que ejercía con su cuerpo.
– Me desconcertáis, Morwenna -le había dicho.
Y ella notó su respiración entrecortada en el oído. Las manos masculinas sujetaron las de ella por encima de la cabeza. Luego descendieron por el cuerpo acariciándole la piel. Sentía el corazón embravecido, latiendo y palpitando salvajemente. Después él la había besado, su cara encendida, sus labios duros e insistentes y aquella lengua, que había menospreciado hacía escasos instantes, obró su magia en ella. Con un gemido que trataba de disuadirle, Morwenna se había derretido contra las paredes del patio…
– ¡Vámonos!
La voz de Bryanna sesgó la fantasía de Morwenna como si se tratara de una cuchilla. Exhaló un suspiro, notó que Alexander la miraba fijamente, y se sonrojó en medio del aire gélido. Carraspeó, ladeó ligeramente la cabeza y dejó sus recuerdos a un lado justo en el momento en que Alabastro salía al trote del establo, y Mercurio detrás.
Con la ayuda del mozo de cuadra, Bryanna montó y tomó las riendas entre sus dedos enguantados.
– Vámonos -dijo otra vez enérgicamente, con el entusiasmo llameando en sus ojos.
– De acuerdo -asintió Alexander.
Sin perder un instante, atravesaron la puerta abierta hasta el patio exterior, donde las ovejas, el ganado y otros caballos estaban encerrados. En el huerto, unos árboles esqueléticos se erguían, sin poder evitar temblar por el soplo del viento. En las ramas desnudas sólo se podían ver unas manzanas resistentes al invierno y un cuervo que graznaba.
Mientras pasaban bajo la reja elevadiza de la puerta trasera, Alexander masculló algo en voz baja sobre la «insensata» misión. Alzó una mano enguantada al guardia y luego espoleó al caballo y se encaminó hacia el sendero helado que conducía al río.
Fuera de la protección de las gruesas paredes del castillo, el viento se desataba con ferocidad, abofeteando una y otra vez la cara de Morwenna y agitándole el cabello. Sin hacer caso del frío, instó a Alabastro a seguir el ritmo del caballo más rápido y sintió cómo se estiraba bajo sus piernas y alargaba las patas en un galope ligero, ya fuera del camino, a la carrera a través de un campo en barbecho, y se dirigieron a los bosques situados al lado norte de la torre. Bryanna gritó de felicidad, se aferró al cuello de Mercurio y les siguió con coraje. Para su hermana menor, esa mañana era una fiesta, un grato soplo de entusiasmo. Para Morwenna, la situación era mucho más grave y molesta, aunque también se sintió muy animada por la ráfaga de viento y los terrones sucios que los cascos del caballo hacían saltar al galope. Le iba bien escapar de los muros del castillo. El espíritu pareció elevársele, notó como si se le quitara un peso de encima porque, a pesar de que le encantaba Calon, había algo en el interior de la torre, algo oscuro y siniestro que no entendía, una tiniebla que no conseguiría empañar la alegría que le invadía esa mañana.
«Llevas escuchando a Isa demasiado tiempo».
«Has tenido sueños demasiado inquietantes».
Alexander aminoró la marcha en el límite del bosque, y mientras los caballos respiraban con dificultad, espirando el aire caliente por los orificios de la nariz, avistó las huellas de un ciervo, pisoteadas recientemente por los cascos de muchos caballos.
"Tentadora" отзывы
Отзывы читателей о книге "Tentadora". Читайте комментарии и мнения людей о произведении.
Понравилась книга? Поделитесь впечатлениями - оставьте Ваш отзыв и расскажите о книге "Tentadora" друзьям в соцсетях.