Una cabecita que se asomó después de abrir la puerta del estudio, la salvó de tener que responder.
– ¿Puedo entrar, papi?
– Por supuesto -se levantó y fue hacía la puerta para ayudar a Liza.
– Estaba buscando a Holly.
– Pues, aquí la tienes.
Liza se soltó del brazo de su padre y, apresurada, fue cojeando hacía ella.
– Desapareciste -dijo con voz tensa-. Pensé que te habías marchado para siempre.
– No, cielo -dijo, arrodillándose para quedar a la misma altura que Liza-. Sólo he venido a hablar con tu padre. Lo siento. Te lo tendría que haber dicho, para que no te preocuparas. No me he ido a ninguna parte.
Le dio un gran abrazo a Liza.
– Y no te irás, ¿verdad?
La decisión ya estaba tomada. Liza era la única persona que la había defendido y ahora estaba en deuda con la pequeña. Lo de ir al consulado tendría que esperar.
Levantó la mirada hacia el juez, esperando ver una fría expresión de triunfo o incluso de indiferencia por una victoria que ya daba por hecha.
Pero lo que encontró fue algo distinto. En lugar de seguridad, había temor. Y en lugar de autoridad, ella vio súplica.
Debe de ser un error. No podía ser una mirada de súplica. No, viniendo de ese hombre que la tenía en su poder.
Pero había súplica en sus ojos y en todo su cuerpo. Su decisión le importaba y la tensión lo invadió mientras esperaba a oír la respuesta.
– No, no me iré. Me quedaré todo el tiempo que tú quieras.
– ¿Para siempre?
– Para siempre.
– Creo que es hora de que me vaya a trabajar -dijo con una voz que parecía forzada.
– Vamos -dijo Holly, que condujo a la niña fuera de la habitación.
Todavía quedaban batallas por luchar, pero ése no era el momento ni el lugar.
CAPÍTULO 4
A pesar de sus problemas, a Holly le resultó fácil acostumbrarse a la vida en la villa, que la acogió con los brazos abiertos. Lo hacían todo para asegurar su comodidad. La doncella limpiaba su habitación y le hacía la cama, y así ella pasaba todo el tiempo con Liza.
Lo único que importaba era la pequeña, que se había aferrado a ella de manera desesperada en el tren. Como había imaginado, Liza era volátil. Podía estar feliz un minuto y llorando al siguiente. Y peor eran sus repentinos gritos, que la tomaban por sorpresa.
– La cuidé en el hospital -explicó Berta-. Cuando ya estuvo lista para salir, aún necesitaba cuidados en casa y por eso estoy aquí. Es una niña dulce, pero no puedo con sus arrebatos. Resultan alarmantes porque parecen salir de la nada.
– Pero en realidad salen de la tragedia que ha vivido -indicó Holly-. Perder a su madre de ese modo… el accidente de tren, su lesión… Debe de seguir sufriendo mucho.
– Seguro. Lo comprendo perfectamente -asintió Berta-. No creo que yo le sea de ninguna ayuda. La abrazo e intento consolarla, pero no consigo nada. No soy la persona que ella quiere.
– Su madre es la persona que ella quiere, pobrecita -suspiró Holly.
– Sí, pero al no poder ser, querrá a alguien como ella. Alguien de Inglaterra, como tú.
Ésa parecía ser la respuesta.
Holly observaba a la niña constantemente para descubrir cuáles eran sus necesidades, pero las conversaciones que mantenía con Berta y con Anna por las tardes, mientras Liza dormía la siesta, le hacían el mismo servicio.
– Cuando él está aquí, se encierra -comentó Anna un día en la cocina mientras tomaban café-. Antes de que su mujer muriera, no era así. Pero ahora es como si viviéramos con un fantasma.
– ¿Cómo era ella? -preguntó Holly.
– Hermosa. Era igual que una modelo. Él estaba loco por ella.
– ¿Loco por ella? -preguntó Holly.
Eso no cuadraba con ese hombre severo e inflexible.
– Loco, completamente loco -dijo Anna con tono firme-. Sé que es difícil de creer si le conoces desde hace poco, pero en aquellos días él era todo sonrisas, todo felicidad. Empecé a trabajar aquí poco después de que se casaran y te puedo decir que nunca he visto un hombre tan enamorado. Habría muerto por ella. Pero, en su lugar… -ella suspiró.
– Yo estaba de guardia en el hospital el día del accidente -recordó Berta-. Lo vi entrar y no mostró ningún tipo de emoción. Nada de nada. Su rostro carecía de expresión.
– ¿Ya sabía que su mujer había muerto? -preguntó Holly.
– Sí. Lo primero que le dijo al doctor fue: «Aunque esté muerta, quiero verla», y al doctor no le gustó la idea porque su cuerpo se encontraba en muy mal estado. Intentó hacerle esperar un rato y vi cómo su rostro se volvió más frío y duro todavía al decir: «Quiero verla, ¿lo entiende?».
– Puede llegar a asustar cuando está furioso -añadió Anna-. ¿Le dejó pasar el doctor?
– No, al principio. Dijo que la niña todavía estaba viva y que tal vez preferiría verla primero. Y el signor Fallucci dijo: «Exijo ver a mi mujer y, si no se aparta de mi camino, se arrepentirá». Así que el doctor le llevó a la sala. El juez les pidió a todos que salieran para poder quedarse a solas con ella, pero el doctor me dijo que me mantuviera cerca para avisarle si «ocurría algo».
– Así que escuchaste a través de la puerta -dijo Anna irónicamente.
– Bueno… sí, está bien, lo hice.
– ¿Y qué escuchaste?
– Nada. Ningún sonido salió de aquella sala. He visto a gente allí. Lloran o gritan, pero lo único que oí fue silencio. Cuando salió… su cara… nunca la olvidaré. Él parecía el difunto.
– ¿Después fue a ver a Liza? -preguntó Holly, curiosa.
– Sí, lo llevé a verla. Tenía un aspecto terrible, conectada a todas esas máquinas. Iba a decirle que no la tocara, pero no tuve que hacerlo. Él no se movió, simplemente se quedó mirándola como si no la reconociera. Entonces se giró y salió de la habitación.
– No lo entiendo -dijo Anna-. Siempre la ha adorado, casi tanto como a su mujer. Una vez oí a alguien bromeando con él sobre lo diferente que se sentiría si tuviera un hijo varón. Y lo que él dijo fue: «¿Quién necesita un hijo? Ningún hijo podría significar para mí más que mi Liza».
– Bueno, en el hospital no se comportó así. Pero claro, los hombres no saben enfrentarse a ese tipo de situaciones. Incluso el más fuerte, se asusta y se queda paralizado.
Podría ser verdad, pero Holly no se quedó satisfecha con esa simple explicación. Había algo misterioso en eso y en el hecho de que el signor Matteo Fallucci, un juez con una reputación en juego, diera refugio a una sospechosa por el bien de una niña a la que apenas veía.
Por otro lado, podría ser que quisiera tanto a su hija, que no le importara correr riesgos. Si lograra entender eso, entonces tal vez empezaría a entenderlo a él.
Pero no era un hombre fácil de entender. Y estuvo más segura de ello un momento después.
– Nunca habla de ella -dijo Anna-. La única persona a la que se le permite mencionarla es Liza, y aún así él cambia de tema en cuanto puede.
– Pero eso es terrible -dijo Holly, afectada-. Él es la persona que mejor conocía a su esposa y Liza necesita hablar con él sobre su madre.
– Lo sé. Pero él no puede hacerlo. Ni siquiera tiene la foto de la signora en su escritorio. No se comporta como un viudo apenado, pero debe de serlo porque construyó ese monumento en su honor y sigue yendo allí, como si no pudiera alejarse de él.
– Noche tras noche -confirmó Berta.
– Una noche yo estaba fuera -recordó Anna-, y lo vi hablando con ella. Me dio miedo.
– Será mejor que no se entere de que lo espías -dijo Berta misteriosamente-. Ése sería tu final.
– Lo sé. Me fui antes de que él me viera.
Berta estaba tan encantada con la presencia de Holly, que no le hizo preguntas incómodas.
Con mucho gusto le mostró a Holly los aspectos mecánicos de los cuidados de Liza. Una fisioterapeuta venía dos veces a la semana y de ella Holly aprendió algunos ejercicios sencillos para repetir todos los días, y Liza se sentía más relajada con ella.
Siempre insistía en hablar en inglés, incluso aunque Berta estuviera allí.
– Eso es mala educación hacia Berta -protestó Holly-. Ella no sabe tanto inglés.
– Non e importante -dijo Berta con una sonrisa.
Holly solía ir a la biblioteca para leer los periódicos y ver si la mencionaban en alguna parte. Pero no encontraba nada.
Como el resto de las habitaciones de la casa, ésa era lujosa, amueblada con estanterías de roble ornamentado que tenían años de antigüedad. Los libros eran principalmente de historia, filosofía y ciencias. Algunos eran muy viejos, lo que indicaba que la familia llevaba coleccionando libros desde hacía siglos.
Encontró la respuesta en un retrato de dos damas vestidas al estilo de hacía un siglo, y cuyas caras se parecían tanto a la del juez que dejaban claro que era descendiente suyo. Una pequeña placa indicaba que se trataba de la Contessa d'Arelio y de su hija, Isabella.
– Es su abuela -dijo Anna que entró en la habitación con un trapo de limpiar el polvo-. Me refiero a la joven. Se casó con Alfonso Fallucci. Dicen que se originó una terrible disputa porque su familia quería que se casara con un hombre que poseyera un título.
– ¿Alfonso no era lo suficientemente bueno para ellos? -preguntó Holly.
– Para ellos, no era nadie, pero ella insistió en casarse con él. Y no se equivocó porque hizo una gran fortuna en el negocio de los barcos.
Y eso explicaba cómo el juez llegó a vivir en ese extravagante lugar, lugar que se alejaba bastante de lo que la mayoría de los jueces podían permitirse. La mayor parte de la casa estaba cerrada, había demasiadas habitaciones para una familia tan pequeña, pero todo lo que ella podía ver era suntuoso, tanto por dentro como por fuera.
Un pequeño ejército de jardineros trabajaba fuera de la casa. Uno de ellos tenía que ocuparse principalmente del monumento a Carol Fallucci, manteniendo la fuente limpia y las camas de flores en perfecto estado. Esa tarde, mientras daba un paseo, Holly lo vio ocupado, quitando la maleza, y se intercambiaron una sonrisa y un saludo.
Al avanzar un poco más, vio algo que la hizo detenerse. Encontró una pequeña piscina, rodeada de árboles que la hacían invisible desde la casa. Habría sido perfecta en una tarde de verano, de no ser por el hecho de que estaba vacía y abandonada.
Vacía y abandonada. Esas palabras no paraban de repetirse en su cabeza y, de algún modo, podían aplicarse a ese lugar, a pesar de todo el personal destinado a mantenerlo en orden. Se trataba de un vacío del alma y no había nadie más afligido por ello que el señor de la casa.
La posesión más preciada de Liza era un libro de fotografías que lo contenía todo, empezando por la boda de Matteo y Carol Fallucci.
Fue la cara del juez lo que le llamó la atención. Carol a veces lo miraba, a veces miraba a su niña, pero la mayoría de las veces miraba directamente a la cámara. El juez salía mirando a la cámara en una sola foto. En el resto, sus ojos estaban fijados en las dos mujeres de su vida, siempre con una mirada de patente adoración. Algunas de las fotografías mostraban a la familia en traje de baño, alrededor de la piscina. Carol lucía totalmente glamurosa, en un biquini negro diseñado para lucir su espléndida figura y con su pelo rubio cayendo sobre sus hombros. Sentada junto a ella estaba Liza, robusta y contenta, y con una cara sorprendentemente parecida a la de su madre.
Y allí estaba Matteo, como jamás podría habérselo imaginado, delgado y atlético en su bañador. A juzgar por la anchura de sus hombros, su estómago plano y sus piernas y brazos musculosos, una persona que no lo conociera lo habría tomado por un actor o un modelo. No por un juez. Por cualquier cosa, menos por un juez.
Era un hombre de aspecto sano que disfrutaba la vida y deseaba saborearla al máximo.
La fotografía que realmente la paralizó fue una en la que aparecían Liza y su padre, mirándose a los ojos, los dos completa y adorablemente felices, y totalmente ajenos al resto del mundo.
Por el aspecto de Liza, la fotografía debía de haber sido tomada el verano anterior, aunque Matteo parecía años más joven. Su sonrisa era la de un hombre completamente distinto; uno todavía joven y rebosante de esperanza y de felicidad. Apenas tenía nada en común con el hombre que Holly había conocido.
Holly sintió que empezaba a comprenderlo. Su querida esposa había muerto y lo había dejado sumido en la desesperación. Le resultaría difícil confiar en alguien, y el exagerado monumento del jardín era su único modo de mostrar sus sentimientos.
Incluso, de algún modo, había perdido a Liza, como si su corazón se hubiera congelado demasiado para poder responder a las necesidades de su pequeña. Podrían haberse consolado el uno al otro, pero él se limitó a encargarle a una extraña que ayudara a su hija. No era un hombre que pudiera gustarle a la gente con facilidad, pero ella descubrió que, misteriosamente, su corazón suspiraba por él.
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