Ella lo había despojado de cualquier vestigio de comportamiento civilizado y había desnudado al conquistador que, bajo su apariencia de elegante glamour, era él en realidad. Era un descendiente directo de señores normandos que se apoderaban de cuanto querían; que tomaban, sencilla y despiadadamente, a cualquier mujer en que sus ojos se regalaran.
El día anterior, ella había despertado su instinto protector, y hoy, en cambio, la había perseguido por todo el bosque como un bárbaro entregado al saqueo y la rapiña. Estando en sus cabales, se inquietaba por su seguridad y, sin embargo, en el mismo instante en que la había visto montando de nuevo un caballo de caza, aquella parte de él que, enterrada en lo más hondo, tenía mucho más en común con un bárbaro entregado al saqueo y la rapiña que con el elegante caballero que se exhibía ante la buena sociedad; aquella parte de sí había aflorado a la superficie, desatada.
Lo único que había entendido era que ella estaba desobedeciendo abiertamente su mandato, ignorando flagrantemente su inquietud; sólo había sido consciente de una necesidad elemental de dejarle bien presente que era suya; de poseerla tan completamente que no pudiera negarlo, negarle a él, negar su derecho a darle órdenes. No le había importado obligarla a huir como una criatura salvaje, todo su ser se había concentrado en atraparla, en someterla, en apropiarse de ella.
Aun ahora, las sensaciones que recordaba -la fuerza primordial que había fluido por todo su cuerpo y obrado en él la transformación de caballero en bárbaro conquistador- lo estremecían.
Lo asustaban.
Echó un vistazo a la ventana; la luz agonizaba. Se acercó a la cama, cogió la fusta y los guantes que había arrojado en ella un rato antes y se dirigió a la puerta.
Había llegado el momento de hacer una visita a Charles Rawlings y disponer los últimos detalles de su boda.
En cuanto lo hubiera hecho, dejaría Hampshire inmediatamente.
– Buenas noches, milord.
Gyles se volvió mientras Charles Rawlings entraba en su despacho y cerraba la puerta.
Charles se acercó; había preocupación en su mirada.
– Espero que no haya surgido algún problema.
– En absoluto. -Con su elegante máscara bien colocada, Gyles estrechó la mano a Charles-. Mis disculpas por presentarme tan tarde, pero sobrevino un asunto inesperado que me ha impedido venir antes.
– Bueno, no tiene importancia. -Con un ademán, Charles invitó a Gyles a tomar asiento-. Por lo demás, ¿estáis seguro de que no preferiríais conocer la decisión de Francesca de sus propios labios?
– Completamente. -Gyles esperó a que Charles se sentara-. ¿Cuál es su decisión?
– Como sin duda esperabais, señor, ha accedido a vuestra proposición. Es muy consciente del honor que le hacéis…
Gyles le indicó con un gesto que dejara a un lado las formalidades.
– Imagino que ambos sabemos a qué atenernos. Me complace, por supuesto, que haya consentido en convertirse en mi condesa. Desafortunadamente, debo regresar a Lambourn de inmediato, así que me gustaría concretar los detalles del acuerdo matrimonial… Waring, mi hombre de confianza, les hará llegar los contratos en los próximos días; y habremos de discutir los particulares de la boda misma.
Charles asintió, con un aire más bien atónito.
– Bien…
– Si la señorita Rawlings no tiene inconveniente -prosiguió Gyles, implacable-, yo preferiría que la boda tuviese lugar en el castillo de Lambourn; es en su capilla en donde, tradicionalmente, han celebrado sus nupcias nuestros antepasados. Estamos a finales de agosto: cuatro semanas bastarán para que se publiquen las amonestaciones, y deberían ser tiempo más que suficiente para que la señorita Rawlings disponga su traje de novia.
Sin detenerse, pasó a tratar los detalles del acuerdo matrimonial, obligando a Charles a precipitarse a su escritorio para tomar nota.
Al cabo de media hora, había dejado atados todos los cabos sueltos, y se había atado a sí mismo al matrimonio tan firmemente como pudo.
– Ahora -dijo poniéndose en pie-, si no hay nada más, debo irme.
Charles se había rendido hacía rato.
– Repito que es una oferta muy generosa y que Francesca está encantada…
– Ciertamente. Por favor, transmítale mis respetos. Estaré ansioso por verla en Lambourn dos días antes de la boda. -Gyles se encaminó a la puerta, forzando a Charles a darle alcance-. Mi madre coordinará los pormenores sociales: estoy seguro de que la señorita Rawlings recibirá una misiva dentro de pocos días.
Charles abrió la puerta y lo acompañó por el pasillo hasta el vestíbulo. Deteniéndose ante la puerta principal mientras Bulwer se apresuraba a abrirla, Gyles sonrió sinceramente y le tendió la mano.
– Gracias por su ayuda. Y gracias por cuidar tan bien de su sobrina: espero hacerme cargo de esa responsabilidad de aquí a cuatro semanas.
La inquietud que había planeado por los ojos de Charles se disipó. Tomó la mano de Gyles.
– No os arrepentiréis del trabajo de esta noche, de eso podéis estar seguro.
Con una escueta inclinación de cabeza, Gyles abandonó la casa. El mozo de cuadras entraba su caballo al patio. Montó en él, levantó la mano saludando a Charles, luego golpeó con los talones los flancos del zaino y partió a medio trote por el camino.
Se juró que nunca volvería a la mansión Rawlings.
Si hubiera vuelto la cabeza para echar una última mirada a la casa, podría haberla visto: una silueta difusa en una ventana del piso de arriba, observándolo a él -su prometido- alejarse sobre su montura. Pero no lo hizo.
Francesca se quedó mirándolo hasta que hubo desaparecido entre los árboles. Luego, frunciendo el ceño, volvió hacia el interior.
Algo no iba bien.
Para cuando había llegado al sendero que conducía a la casa aquella tarde, había aceptado que hacer el amor «al fresco» podía no haber sido la forma en que él querría celebrar su primera intimidad. Su lado práctico le había señalado asimismo que, a pesar de su propio entusiasmo, bajo los árboles podría no haber resultado el sitio ideal para debutar en ese aspecto.
De forma que había acatado su mandato y había regresado a casa a un medio galope estricto. Pero ¿por qué, después de todo lo que había pasado entre ellos, había mantenido él su determinación de no hablar con ella cara a cara?
¿Qué lógica había en aquello?
Inmediatamente después de comer, había ido a informar a Charles de su decisión. Luego esperó a que su futuro esposo se presentara.
Y esperó.
Acababan de terminar de cenar cuando por fin llegó.
Unos toques en su puerta habían suavizado el gesto fruncido de su rostro.
– Adelante.
Charles asomó la cabeza por la puerta y luego entró. Se fijó en la ventana abierta detrás de ella.
– ¿Le has visto?
Ella asintió.
– ¿Ha dicho si…? -Gesticuló con las manos: ¿la había mencionado?
Charles sonrió afectuosamente; se acercó y la tomó de las manos.
– Querida, estoy seguro de que todo irá de maravilla. Sus negocios le han impedido venir antes, y debe regresar a Lambourn de inmediato. Pero ha dicho todo lo procedente.
Francesca correspondió a la sonrisa de Charles con idéntico afecto. Para sí, poco menos que escupía la palabra «procedente». ¿Procedente? No había nada de «procedente» en lo que les unía… Desde luego, ella no iba a conformarse con lo «procedente». No una vez que fuera su esposa.
Pero apretó las manos de Charles, dejándole creer que todo iba bien. Lo cierto era que no estaba seriamente preocupada.
No tras la escena al aire libre de hoy.
Después de experimentar lo que había surgido entre ellos, fluido por ellos como un río torrencial, y al margen de la insistencia de su prometido en abordar públicamente el asunto con fría formalidad, estaba claro que no había nada de qué preocuparse.
Tres días más tarde, llegó una carta de la madre de Chillingworth. La condesa viuda, lady Elizabeth, escribía dando a Francesca la bienvenida al seno de la familia con tan evidente alegría y buena fe que sofocó todos los temores que había albergado al respecto.
– Dice que todos los miembros de la familia están encantados con la noticia. -Francesca revolvía las hojas de la extensa misiva. Estaba sentada en el canapé junto a la ventana del salón del piso de abajo; Franni se hallaba acurrucada en el otro extremo del asiento, abrazando un cojín, con sus ojos azules abiertos de par en par. Ester escuchaba desde una butaca próxima-. Y está persuadiendo a Chillingworth de que le permita ampliar la lista de invitados, dado que la familia es tan numerosa y tiene tantas ramas, etcétera.
Francesca hizo una pausa. Aquél no era el primer indicio de que lady Elizabeth, aunque inmensamente feliz con la boda, no estaba completamente de acuerdo con su hijo en torno a los detalles. En cuanto a los miembros de la familia invitados, el hecho era que había una sola familia implicada. Chillingworth y ella eran primos, aunque fuera en enésimo grado, y eso debería facilitar la confección de la lista de invitados. ¿O no era así?
Dejando a un lado ese punto, continuó:
– Dice que el personal del castillo está atareado abriendo las distintas alas y sacando brillo a todo, y que puedo confiar en ella para que todo esté en orden. Sugiere que le escriba a propósito de cualquier duda o petición que tenga, y me asegura que será un placer para ella aconsejarme en lo que pueda.
El tono con que dijo esto daba a entender que había terminado. Volvió a plegar la carta.
Franni suspiró.
– ¡Suena maravilloso! ¿No te parece, tía Ester?
– Sí, desde luego. -Ester sonreía-. Francesca será una condesa maravillosa. Pero ahora hemos de pensar en el traje de novia.
– ¡Oh, sí! -Franni se enderezó como movida por un resorte-. ¡El traje! ¿Por qué…?
– Llevaré el traje de novia de mi madre -dijo Francesca rápidamente. Franni tenía tendencia a entusiasmarse en exceso, lo que a veces complicaba las cosas-. Algo viejo y prestado, ya sabes.
– Oh…, sí. -Franni arrugó el gesto.
– Una idea muy bonita -dijo Ester-. Habremos de hacer venir a Gilly del pueblo para comprobar que te está bien.
Franni mascullaba algo. Luego levantó la cabeza.
– Aún falta algo nuevo y azul.
– ¿Las ligas, tal vez? -sugirió Ester.
Francesca asintió, agradeciendo la sugerencia.
– ¿Podemos ir a Lindhurst y comprarlas mañana? -Franni clavó unos enormes ojos azules en el rostro de Ester.
Ester miró a Francesca.
– No veo por qué no.
– No, claro. Mañana, pues -dijo Francesca.
– Bien, bien, ¡bien! -Franni se puso en pie de un brinco y abrió los brazos en cruz. El cojín cayó de cualquier manera-. ¡Mañana por la mañana! ¡Mañana por la mañana! -Se puso a bailar por la habitación, dando vueltas-. ¡Vamos a comprarle a Francesca algo nuevo y azul mañana por la mañana! -Llegó hasta la puerta abierta y salió sin dejar de bailar-. ¡Papá! ¿Has oído? Vamos a…
Ester sonrió mientras la voz de Franni se perdía por la casa.
– Espero que no te importe, cariño, pero ya sabes cómo es.
– No me molesta en absoluto. -Desviando la mirada de la puerta a la cara de Ester, Francesca bajó la voz-. Charles me ha dicho que le preocupaba que Franni se pusiera quejumbrosa cuando cayera en la cuenta de que me voy, pero parece muy feliz.
– Para ser sincera, cariño, no creo que Franni se dé cuenta de que te vas, para no volver, hasta que estemos aquí de vuelta sin ti. Cosas que son evidentes para nosotros, a ella a menudo ni se le pasan por la cabeza, y luego se lleva la sorpresa y el disgusto.
Francesca asintió, aunque en realidad nunca había acabado de entender el carácter distraído de Franni.
– Había pensado pedirle que fuera mi dama de honor, pero el tío Charles dijo que no. -Le había enseñado primero la carta a su tío, y él se había mostrado inflexible en ese punto-. Dijo que ni siquiera se aventuraría a afirmar que Franni vaya a ir a la boda… Dijo que era posible que ella prefiriera no asistir.
Ester extendió el brazo y apretó la mano de Francesca.
– Eso no tiene nada que ver con lo que siente por ti. Pero es posible que se asustara en el último momento y no quisiera aparecer. Si la haces dama de honor, sería realmente un contratiempo.
– Supongo que tienes razón. Charles sugería que le pidiera consejo a lady Elizabeth sobre quién podría acompañarme… Ni siquiera sé si Chillingworth tiene hermanas.
– Hermanas, o primas cercanas del novio, dado que no hay nadie de la edad adecuada de nuestra parte. Lo más sensato será preguntarle a lady Elizabeth.
Ester se levantó; Francesca también hizo lo propio. Miró la carta que tenía en la mano.
– Le escribiré esta tarde. -Sonrió al recordar la afabilidad de lady Elizabeth-. Tengo muchas preguntas, y ella parece la persona idónea para hacérselas.
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