Pese a la inquietud de Charles, la diáfana alegría de Franni no se empañó, aunque, para alivio de todos, sus expresiones de contento se volvieron menos extremadas. Franni seguía de un humor radiante. Agobiada como estaba con los mil preparativos de sus nupcias y las averiguaciones sobre su futuro esposo, su casa y sus propiedades, Francesca observó este hecho no sin felicidad por su parte. Charles, Ester y Franni eran ahora su familia; quería que estuvieran presentes en su boda, y tan felices como ella lo estaba.

Cuando, cuatro días antes de la boda, partieron en el pesado carruaje, Charles y Ester en un asiento y ella en el de enfrente junto a Franni, Francesca estaba tan alborotada como su prima y aún más impaciente. Estarían de viaje dos días, para llegar al castillo de Lambourn al segundo día, dos noches antes de la boda, según Chillingworth había estipulado. En aquel punto, había permanecido inflexible, sin que le conmovieran los ruegos por parte de lady Elizabeth de que le concediera más tiempo para conocer a su futura nuera.

Lady Elizabeth no había aceptado su negativa de buen grado en absoluto; Francesca se había reído a gusto con la diatriba con que la condesa viuda había arremetido contra su hijo en su siguiente carta. Tras su primer intercambio epistolar, la correspondencia entre el castillo de Lambourn y la mansión Rawlings había proliferado de forma dramática, con cartas que se cruzaban y se volvían a cruzar. Para cuando abandonó la mansión Rawlings, Francesca tenía casi tantas ganas de conocer a su futura suegra como de volver a ver a su apuesto prometido.

El primer día de viaje transcurrió tranquilamente, con el carruaje bamboleándose en su avance hacia el norte.

A mediodía del segundo, empezó a llover.

Más tarde, diluvió.

El camino se llenó de barro. Avanzada la tarde, el carruaje se arrastraba penosamente. Se habían formado nubarrones grises que no tardaron en descender; cayó sobre ellos un crepúsculo desnaturalizado, aún más oscurecido por la lluvia.

El carruaje se detuvo con una sacudida. Luego se balanceó, y oyeron al cochero salpicar en el suelo al saltar. Llamó a la portezuela.

Charles la abrió.

– ¿Sí?

Barton estaba de pie en la carretera, con el chubasquero y el sombrero chorreando a mares.

– Lo lamento, señor, pero estamos aún a mucha distancia de Lambourn y no vamos a poder llegar mucho más lejos. Se está yendo la luz. Aunque estuvierais dispuesto a poner en riesgo los caballos, no podremos ver en qué cenagales nos metemos, con que nos estancaríamos a buen seguro antes de una milla.

Charles hizo una mueca de disgusto.

– ¿Hay algún lugar en que podamos refugiarnos, al menos hasta que cese la lluvia?

– Hay una posada justo allá arriba. -Barton señaló a la izquierda con un gesto de la cabeza-. Podemos verla desde el pescante. Parece bastante limpia, pero no es una posada de caballerías. Aparte de eso, estamos a varias millas de cualquier pueblo.

Charles vaciló antes de asentir.

– Llévenos a la posada. Echaré una ojeada, a ver si podemos quedarnos ahí.

Barton cerró la portezuela. Charles se reclinó de nuevo en su asiento y miró a Francesca.

– Lo siento, querida, pero…

Francesca acertó a encogerse de hombros.

– Al menos tenemos un día entero por delante. Si la lluvia para a lo largo de la noche, aún podremos llegar a Lambourn mañana.

– ¡Sí, por Dios bendito! -Charles masculló una risa hueca-. Después de lo mucho que lo ha planeado, no quisiera tener que hacer frente a Chillingworth y explicarle por qué su novia se ha perdido la boda.

Francesca sonrió y le dio a Charles unas palmaditas en la rodilla.

– Todo saldrá bien…, ya lo verás. -Por algún motivo, se sentía segura de eso.

La posada resultó estar mejor de lo que se esperaban, pequeña pero limpia; y el posadero estaba más que dispuesto a atender a cuatro huéspedes inesperados con su servidumbre. Como la lluvia no daba señales de que fuera a amainar, se resignaron a su suerte y se establecieron. La posada contaba con tres dormitorios. Charles se quedó uno, Ester otro, y Francesca y Franni compartieron el más grande, que tenía una cama con dosel.

Se reunieron en el bar a comer animadamente y después se retiraron a sus habitaciones, quedando en salir temprano a la mañana siguiente. Les dio confianza la predicción del padre de la posadera, que les aseguró que el día amanecería despejado. Más tranquila, Francesca se metió en la gran cama junto a Franni y apagó la vela de un soplo.

Después de pasarse el día adormiladas en el carruaje, ninguna de las dos tenía sueño. Francesca no se sorprendió cuando Franni se revolvió y la interrogó:

– Háblame del castillo.

Ya se lo había contado un par de veces, pero a Franni le gustaban las historias, y la idea de que Francesca fuera a vivir en un castillo la atraía.

– Muy bien. -Francesca fijó la vista en el oscuro dosel-. El castillo de Lambourn es muy antiguo. Se alza en un acantilado sobre un meandro del río Lambourn y guarda el acceso a las colinas que hay al norte. La aldea de Lambourn se halla a poca distancia, siguiendo el río, arropado bajo la falda de las colinas. El castillo fue modernizado muchas veces, y también ampliado, así que ahora es bastante grande, pero conserva parte del almenado y dos torres en cada extremo. Lo rodea un parque lleno de viejos robles. Aún se conserva la torre de entrada, que ahora es la casa de la condesa viuda. Con sus cuidados jardines con vistas al río, es una de las grandes mansiones de la región. -Se había pasado horas hojeando guías y libros que describían las casas solariegas de los lores de la zona, y había sabido aún más por lady Elizabeth-. Por dentro, la casa es de una elegancia exquisita, y sus vistas al sur se califican como espectaculares. Desde los niveles superiores, tiene también vistas excelentes al norte, hacia las colinas de Lambourn. Las colinas son perfectas para practicar la equitación, y se utilizan habitualmente para adiestrar caballos de carreras.

– Eso te gustará -murmuró Franni.

Francesca sonrió. No añadió nada más. Luego oyó a Franni apuntar:

– Y el trocito de tierra incluido en tu herencia hará que las propiedades del condado vuelvan a parecer una gran tarta.

– Efectivamente. -Franni había entreoído lo suficiente para avivar su curiosidad, así que se lo había explicado-. Y ése ha sido el motivo para concertar nuestro matrimonio.

Al cabo de un momento, Franni preguntó:

– ¿Crees que te gustará estar casada con tu conde?

La sonrisa de Francesca se ensanchó.

– Sí.

– Bien. -Franni suspiró-. Eso es bueno.

Francesca cerró los ojos, suponiendo que ahora Franni se serenaría. Dejó vagar su mente…, por las colinas de Lambourn, a lomos de una yegua árabe de alados cascos…

– A mí me vino a visitar un caballero… ¿Te lo había dicho?

– ¿Ah? -Totalmente despierta otra vez, Francesca frunció el ceño-. ¿Cuándo fue eso?

– Hace algunas semanas.

Francesca no había oído ni una palabra acerca de que ningún caballero hubiera ido a visitar a Franni. Eso no quería decir que algún caballero no hubiera aparecido. Meditó su siguiente pregunta con cuidado; tratándose de Franni, había de ser específica, no genérica.

– ¿Eso fue antes o después de que nos visitara Chillingworth?

No podía ver a Franni, pero pudo sentir cómo se esforzaba.

– Por aquellos mismos días, creo.

A Franni no se le daba bien el cálculo del tiempo; para ella, un día se parecía mucho a cualquier otro. Antes de que Francesca hubiera podido pensarse su siguiente pregunta, Franni se revolvió para quedar mirándola de frente.

– Cuando Chillingworth te pidió que te casaras con él, ¿te besó?

Francesca dudó.

– No lo conocí formalmente. El matrimonio fue concertado a través de tu padre…, que es mi tutor.

– ¿Quieres decir que ni siquiera conoces a Chillingworth?

– Nos conocimos de una manera informal. Discutimos algunos aspectos…

– Pero ¿te besó?

Francesca dudó un poco más.

– Sí -replicó finalmente.

– ¿Cómo fue?

La ansiedad que expresaba la voz de Franni era indisimulable. Francesca sabía que, si no la calmaba, apenas iba a dormir. Los besos que había compartido con su futuro esposo permanecían frescos en su recuerdo; le llevó sólo un instante decidir qué episodio describirle.

– Me besó en el huerto. Evitó que me cayera y reclamó un beso como recompensa.

– ¿Y…? ¿Qué tal estuvo?

– Es muy fuerte. Poderoso. Dominante… -Aquellas palabras bastaron para evocar el recuerdo y hacer que las sensaciones rememoradas la barrieran de arriba abajo, transportándola…

– Pero ¿fue agradable?

Francesca contuvo un suspiro frustrado.

– Fue más que agradable.

– Qué bien.

Notó que Franni se mecía jubilosamente y tuvo que preguntar:

– Ese caballero que vino a verte, ¿intentó besarte?

– Oh, no. Fue muy correcto. Pero paseó conmigo y me escuchó muy educadamente, así que creo que está pensando en hacerme una proposición.

– Y vino una sola vez, hace algunas semanas…

– Dos veces. Después de la primera vez, volvió. Así que eso debe de querer decir que se interesa por mí, ¿no te parece?

Francesca no sabía qué pensar.

– ¿Te dijo cómo se llamaba? -Notó que Franni asentía-. ¿Y quién era, Franni?

Franni sacudió la cabeza. Tenía agarrada una almohada cerca de la cintura, y la abrazaba casi con regocijo.

– Tú tienes a tu Chillingworth, y yo a mi caballero. Qué bonito, ¿no te parece?

Francesca dudó, luego alargó la mano y le dio a Franni unas palmaditas en el brazo.

– Muy bonito. -Sabía bien que a Franni más valía no presionarla una vez que había dicho «no». Era una palabra de la que nunca se desdecía; insistir, del modo que fuera, no provocaría más que una resistencia titánica por su parte, cuando no histérica.

Para alivio de Francesca, Franni se serenó, suspiró y luego se arrebujó bajo las mantas. Al cabo de un minuto, estaba dormida.

Francesca se quedó mirando al dosel y preguntándose qué debía hacer. ¿Había visitado a Franni algún caballero, o eran imaginaciones suyas, una reacción al hecho de que Chillingworth hubiera venido a interesarse por ella? Esto último era posible. Franni no decía mentiras, no deliberadamente, pero su versión de la verdad difería con frecuencia de la realidad. Como la vez que juraba que les habían asaltado unos bandoleros, cuando lo único que había ocurrido era que el señor Muckleridge les había saludado al pasar ellas en el coche.

Lo que Franni decía que había pasado y lo que había pasado en realidad no eran necesariamente la misma cosa. Francesca dio vueltas a lo poquito que Franni había dejado caer: no había forma de saber si era verdad o fantasía.

Pese al comportamiento a veces infantil de Franni, no se llevaban más que un mes de edad. Por su aspecto, en cuanto a madurez física, eran iguales. Juzgando por las apariencias, Franni pasaba por una joven dama de lo más normal. En las circunstancias adecuadas, con el tema adecuado, podía mantener una conversación perfectamente racional, siempre que su interlocutor no cambiara rápidamente de asunto o hiciera una pregunta que fuera más allá de su comprensión. Si se rompía el hilo de su discurso, su vaguedad mental se ponía inmediatamente de manifiesto, pero si no se le buscaban las cosquillas, no había nada que pusiera en cuestión la imagen de una señorita tranquila y sencilla.

Francesca sabía que a Franni le pasaba algo, que su aire ausente y sus reacciones infantiles no eran algo que fuera a mejorar con el tiempo. La preocupación y los cuidados de Charles y Ester delataban la verdad, pero Francesca nunca les había preguntado nada al respecto, nunca había forzado a ninguno de los dos a reconocer esa verdad explicándosela.

Que el estado de Franni era una fuente de dolor y pena para ambos era algo que Francesca sabía sin necesidad de preguntárselo; se esforzaba en no hacer nada que aumentara ese dolor. Por eso sopesó cuidadosamente lo que Franni había dicho, y si debía, y en qué medida, contárselo a Charles.

Finalmente decidió que a Charles no. Un caballero podía no entender los sueños de una muchacha solitaria. Francesca había soñado mucho en algunos momentos; el caballero de Franni podía existir únicamente en su imaginación.

Se giró hacia su lado de la cama y se acurrucó. Al día siguiente advertiría a Ester…, sólo por si acaso el caballero de Franni resultaba, de hecho, ser real.

Tomada la decisión, se relajó y dejó vagar sus pensamientos. Como una marea lenta e inexorable, las emociones que la habían embargado un rato antes volvieron a ella, creciendo poco a poco para luego hundirse en su interior, en un pozo de impaciente anhelo.