Lo había esperado durante años; porque él se había empeñado, había esperado aún cuatro semanas más. Pronto sería su noche de bodas. Ya no tendría que esperar.

Los suyos eran sueños de pasión, de anhelo y amor, de un amor tan profundo, tan duradero, que nunca menguaría.

Llegó la mañana y se levantó, inquieta, con una extraña falta de aliento, más impaciente de lo que nunca se había sentido. Se vistió y bajó al piso inferior. Se reunió con el anciano padre de la posadera, que estaba de pie junto a la puerta abierta.

El hombre la miró y señaló al exterior con la cabeza.

– Se lo dije. Claro y despejado. Llegará usted a tiempo a su boda, señorita.

Capítulo 5

La profecía del viejo resultó acertada, pero les dejó muy poco margen de maniobra. El estado de las carreteras se iba deteriorando conforme avanzaban hacia el norte; por allí había llovido más. Cruzaron el río Lambourn, que bajaba muy crecido, por un puente de piedra; si hubieran tenido que hacerlo por un vado, no lo habrían conseguido. Había ya muy poca luz para que vieran gran cosa de la aldea de Lambourn, aparte de un grupo de tejados a un lado del camino, apiñados entre el río y la escarpadura de las colinas.

La escarpa se suavizaba por encima de ellos a medida que la carretera giraba a la izquierda, siguiendo el río, pero ascendiendo gradualmente por encima de él. Era casi noche cerrada cuando redujeron la marcha y cruzaron los enormes postes de unas verjas de forja abiertas de par en par. La divisa que adornaba la verja del lado de Francesca, iluminada fugazmente por las lámparas del carruaje, tenía una cabeza de lobo como motivo principal.

Se inclinó acercándose a la ventana, escrutando la penumbra. La casa de la condesa viuda quedaba del otro lado del coche; apenas la había entrevisto al pasar. Avanzaron traqueteando por un paseo bien nivelado, por el que los caballos pudieron por fin coger velocidad. Unos jardines salpicados de robles enormes se extendían hasta donde alcanzaba la vista.

El coche aminoró la marcha. La tensión, que no había dejado de crecer en todo el día, le hacía un nudo en el estómago, que sentía como una bola dura que subía hasta los pulmones, presionándolos y dificultándole la respiración. El coche se detuvo. Se abrió la puerta. Había un lacayo dispuesto ya para ayudarles a descender. La luz vacilante de unas antorchas iluminaba la escena.

Francesca bajó la primera. El lacayo la condujo a un patio delantero decorado con banderas. Mientras se arreglaba la falda, miró a su alrededor.

El castillo de Lambourn, su nuevo hogar, era exactamente como lo había imaginado. La fachada, de estilo palladiano, se extendía largamente a ambos lados. Había altas ventanas insertadas en la pálida piedra a intervalos regulares, algunas con las cortinas corridas, iluminadas otras. El segundo piso estaba coronado por un friso de piedra, tras el que ella sabía que se ocultaban las antiguas almenas. Justo delante de ella, una escalinata llevaba hasta la imponente entrada principal: un porche con frontón, sostenido por altas columnas que flanqueaban la puerta de doble hoja.

Las puertas estaban abiertas de par en par, dejando salir al exterior una luz cálida. Las siluetas de dos señoras mayores, más bien altas, se recortaban delante del quicio. Francesca se recogió la falda y subió los escalones.

A una de las damas le faltó tiempo para acercarse a ella en cuanto pisó el porche.

– Mi querida Francesca, ¡bienvenida a su nuevo hogar! Soy Elizabeth, querida, la madre de Gyles.

Envuelta en un abrazo perfumado, Francesca cerró los ojos contra una cascada de lágrimas y devolvió el abrazo con ganas.

– Estoy encantada de conoceros por fin, señora.

Lady Elizabeth la soltó y apartó un poco de sí, evaluándola velozmente con sus suspicaces ojos grises, muy parecidos a los de su hijo; inmediatamente, el rostro de la condesa se iluminó.

– Querida mía, Gyles me ha sorprendido… No lo creía capaz de tomar una decisión tan sensata.

Francesca correspondió a la sonrisa de lady Elizabeth, y se volvió a continuación hacia la segunda dama, de edad similar a la condesa e igual de elegante, pero con pelo castaño en vez de rizos claros.

La dama le cogió la mano y la atrajo hacia sí para besarla en la mejilla.

– Soy Henrietta Walpole, querida mía: la tía paterna de Gyles. Gyles me llama Henni, y espero que usted también lo haga. No tengo palabras para expresarle lo contenta que estoy de verla. -Henni le dio unas palmaditas en la mano antes de soltársela-. Estará usted de maravilla.

– Y éste -lady Elizabeth señalaba a un caballero corpulento que emergía del vestíbulo- es Horace, el marido de Henni.

En sus cartas, lady Elizabeth le había explicado que Henni y Horace llevaban viviendo en el castillo desde la muerte del padre de Gyles. Horace había sido tutor de Gyles hasta que éste había cumplido la mayoría de edad; Henni era su tía favorita. Francesca había estado algo nerviosa, porque quería causarle una buena impresión, y le tranquilizó que Henni la hubiera aceptado tan rápidamente. Al acercarse Horace, vio que la sorpresa se apoderaba de su expresión a medida que la examinaba de arriba abajo.

Contuvo la respiración. Entonces Horace volvió a dirigir su mirada desconcertada a su cara, y sonrió. De oreja a oreja.

– ¡Vaya, vaya! -Tomó su mano y la besó en la mejilla-. Es usted una preciosidad… Supongo que debería haber supuesto que el buen gusto de mi sobrino no se contentaría con menos.

El comentario le valió las miradas de censura de lady Elizabeth y Henni, pero permaneció ajeno a ellas: estaba demasiado ocupado sonriendo a Francesca.

A la vez que le devolvía la sonrisa, ella buscó expectante con la mirada más allá de Horace. Había un mayordomo muy correcto apostado en la puerta, pero…, nadie más. El vestíbulo se extendía inmenso, con suelo de baldosas resplandecientes, el brillo de la carpintería, puertas a ambos lados, algún lacayo aquí y allá, pero, por lo demás, estaba vacío. Oyó voces al subir Charles, Ester y Franni por la escalinata. Sintió que lady Elizabeth la rodeaba con el brazo; la condesa la dirigió hacia la acogedora calidez del vestíbulo.

– Me temo, querida mía, que a Gyles no le ha sido posible estar aquí para recibirla. -Lady Elizabeth había agachado la cabeza y bajado la voz: sus palabras eran sólo para Francesca-. Ha surgido una emergencia en la hacienda a última hora de la tarde, y Gyles ha tenido que salir a caballo para ocuparse del asunto. Esperaba estar para recibirla, y confiaba en estar de vuelta a la hora, pero…

Francesca levantó la vista a tiempo de ver el gesto contrariado de lady Elizabeth. Los ojos de la bondadosa dama se encontraron con los suyos, y lady Elizabeth le aferró la mano.

– Lo siento tanto, querida… No es lo que ninguno de nosotros deseaba.

Lady Elizabeth se volvió para saludar a Charles, Ester y Franni; Francesca comprendió que su futura suegra le estaba concediendo un momento para encajar el inesperado golpe. ¡Que un caballero de la posición de Chillingworth no estuviera presente para saludar a su prometida a su llegada para casarse…!

Francesca oyó confusamente a lady Elizabeth presentarle a Charles las excusas de su hijo. Se forzó a enderezar la espalda y volverse hacia su tío con una sonrisa tranquilizadora, transmitiéndole la impresión de que la ausencia de Chillingworth le resultaba decepcionante pero no descorazonadora. Aquello le granjeó una sonrisa de agradecimiento por parte de la condesa. Los saludos continuaron, y al finalizar entraron en la casa. Lady Elizabeth presentó a Francesca al anciano mayordomo, Irving.

– Irving hijo es el mayordomo de la casa de Londres, ya le conocerá cuando suba a la ciudad. -A continuación se refirió a un pulcro hombrecillo que estaba de pie a la imponente sombra de Irving-. Éste es Wallace, querida. Es el asistente de Chillingworth, y lleva muchos años con mi hijo. Si necesita cualquier cosa, ahora o en lo venidero, Wallace se ocupará de todo.

Wallace, que no era mucho más alto que ella, hizo una reverencia casi hasta el suelo.

– ¡Bien! -Lady Elizabeth se dio la vuelta para dirigirse a todos ellos-. Con el retraso que ha sufrido su llegada, y habiendo pasado ustedes tanto tiempo apretujados en el coche, hemos pensado que les ahorraríamos el suplicio de tener que saludar a cuantos se han reunido para la boda. Están todos aquí, pero les hemos pedido que se queden en otro lado -señaló con un gesto al interior de la casa, al sinfín de cuartos de invitados que sin duda habría más allá del vestíbulo- para que ustedes tengan ocasión de ubicarse. Habrá tiempo de que conozcan a todo el mundo mañana. No obstante, si quisieran ser presentados hoy mismo, no tienen más que decirlo. Por lo demás, sus habitaciones están preparadas, hay agua caliente en abundancia y la cena les será servida en el momento en que lo deseen.

Lady Elizabeth vino a posar su mirada en Francesca. Ella miró de reojo a Charles.

– Han sido unos cuantos días muy largos. Preferiría retirarme, si es posible. -Ser presentada a una hueste de parientes lejanos, además de a aristócratas encopetados con sus esposas de mirada inquisitiva, sin tener a su prometido al lado, no era una prueba que hubiera venido preparada para afrontar.

Charles y Ester musitaron su aprobación. Franni no dijo nada; estaba recorriendo el vestíbulo con la mirada extasiada.

– ¡Por supuesto! Es lo que suponíamos. Necesitarán descansar: después de todo, el día importante es mañana, y tendremos que estar todos en las mejores condiciones.

Entre palabras tranquilizadoras y admoniciones de que pidieran cuanto necesitaran, lady Elizabeth los condujo al piso de arriba. Se separaron en la galería. Henni se llevó a Ester y Franni; Horace se fue caminando junto a Charles. La condesa, desgranando información intrascendente, acompañó a Francesca por varios pasillos y a través de otra galería para conducirla finalmente a una agradable cámara, calentada por un fuego acogedor y con amplias ventanas que daban al norte, hacia las colinas.

– Ya sé que será sólo una noche, pero quería que tuviera paz y tranquilidad, y espacio suficiente para ponerse mañana el traje de novia. Además, para ir desde aquí a la capilla no tendrá que cruzarse con Gyles.

Inspeccionando la confortable cámara, Francesca sonrió.

– Es preciosa… Gracias.

No le pasó inadvertida la perspicacia que escondía la mirada de lady Elizabeth.

– ¿Prefiere comer o bañarse primero?

– Un baño, por favor. -Francesca sonrió a la pequeña doncella que se apresuró a ayudarla con su abrigo-. No veo el momento de quitarme esta ropa.

Lady Elizabeth impartió sus órdenes; la doncella hizo una inclinación y salió a toda prisa. En cuanto se hubo cerrado la puerta, lady Elizabeth se dejó caer sentada en la cama e hizo una mueca de contrariedad a Francesca.

– Querida mía, muchas gracias. Se está tomando esto increíblemente bien. Le retorcería el cuello a Gyles, pero… -elevó las manos con las palmas hacia arriba- el caso es que sí que tuvo que irse. El asunto era demasiado serio para dejarlo a cargo de su capataz.

– ¿Qué ha pasado? -Francesca se sentó en una silla junto a la chimenea, agradeciendo el calor de las llamas.

– Se hundió un puente. A un buen trecho río arriba, pero dentro de la propiedad. Gyles tenía que ir y ver exactamente lo ocurrido para decidir lo que más convenía hacer. El puente es la única comunicación con una parte de la hacienda. Hay familias que han quedado aisladas y todo eso: son muchas decisiones, grandes y pequeñas, que Gyles ha de tomar.

– Entiendo. -Y así era. Había sido educada para ser la esposa de un caballero; sabía de las responsabilidades que conllevaban las grandes propiedades. Francesca miró por la ventana.

– ¿Estará seguro, volviendo a caballo en la oscuridad?

La condesa sonrió.

– Cabalga por esas colinas desde que fue capaz de subirse a un caballo, y lo cierto es que las colinas son muy seguras para montar, aun con poca luz. No debe preocuparse: por la mañana estará aquí, sano y salvo, y muy impaciente por casarse con usted.

Francesca dirigió una mirada tímida y fugaz a la condesa. Lady Elizabeth la captó y asintió con la cabeza.

– Ah, sí, ha estado decididamente irritable todo el día; y tener que salir y correr el riesgo de no estar aquí cuando llegaran le puso de un humor extraordinariamente sombrío. De todas formas, esto no hará sino avivar su apetito para mañana. -Se puso en pie al regresar la doncella con lacayos cargados de cubos humeantes.

Cuando el baño estuvo dispuesto y quedó sólo la doncella, lady Elizabeth se acercó a Francesca, que se levantó. La condesa le besó en ambas mejillas.

– Ahora la dejo, pero si necesita algo, o desea volver a hablar conmigo, a la hora que sea, sólo ha de llamar al timbre y Millie, aquí presente, contestará y vendrá a buscarme. En fin, ¿está segura de que tiene todo lo que necesita?