Francesca asintió, conmovida.

– Muy bien. Entonces, buenas noches.

– Buenas noches. -Francesca vio salir a lady Elizabeth y luego hizo una seña a la doncella para que la ayudara a desvestirse.

Una vez en el baño, se sintió mucho más relajada, mucho más indulgente; no podía realmente culparle a él de la lluvia o sus efectos, después de todo. Recostada en la bañera, dio instrucciones a Millie para que deshiciera sus baúles y sacara lo que iba a necesitar al día siguiente. Con los ojos redondos de asombro, Millie desplegó el traje de novia de seda color marfil.

– ¡Oooh, señora, pero qué preciosidad!

El traje lo habían planchado y metido en el baúl con reverencia los empleados de la mansión Rawlings; sólo hacía falta sacudirlo un poco y dejarlo colgado una noche para que estuviera absolutamente perfecto.

– Déjalo en el ropero. Todo lo demás que necesito para mañana debe de estar en el mismo baúl.

Millie emergió del ropero y cerró la puerta con un suave suspiro.

– Parecerá usted un ensueño con eso puesto, señora, si me disculpa que se lo diga. -Volvió junto a los baúles de Francesca-. Sacaré sólo sus galas de boda, su camisón y sus cepillos, y todo lo demás lo llevaremos a la suite de la condesa mañana por la mañana, si le parece bien.

Francesca asintió. Sintió un estremecimiento nervioso en la piel. Mañana por la mañana se convertiría en su condesa. Suya. La sensación que subyacía al estremecimiento se hizo más intensa. Se incorporó y alcanzó la toalla. Millie acudió corriendo.

Más tarde, envuelta en una bata de noche, se sentó junto al fuego y dio cuenta de la cena, sencilla pero elegante, que Millie le había subido en una bandeja. Luego dio licencia a la pequeña doncella para retirarse, bajó la luz de las lámparas y pensó en meterse en la cama. En lugar de eso, se vio atraída hacia la ventana, por el vasto panorama de las colinas. Hasta donde alcanzaba la vista la altiplanicie se extendía en suaves ondas, sin muchos árboles. El cielo estaba casi despejado; los únicos restos de las tormentas de ayer eran jirones de nubes que empujaba el viento.

La luna ascendía, dando a la escena un baño de luz vibrante.

Las colinas poseían una belleza salvaje que la atraía; había supuesto que así sería. Una sensación de libertad, de naturaleza sin trabas, sin restricciones, emanaba del desolado paisaje.

Y la tentaba.

Aquélla sería su última noche sola; la última noche en que sólo habría de responder ante sí misma. El mañana le traería un marido, y ya sabía -o podía adivinar- lo que opinaría él de que saliera de noche a montar desenfrenadamente.

No tenía sueño. Las largas horas pasadas en el carruaje, horas de tensión creciente, la decepción, el anticlímax de no encontrarlo ahí para recibirla después de haberse pasado tantas horas soñando en cómo sería ese momento -soñando en cómo la miraría él al volver a verla-, la habían dejado con una sensación de desapego, más inquieta, con los nervios más a flor de piel que nunca.

Su vestido de montar estaba en el segundo de sus baúles. Lo desplegó, y después sacó las botas, los guantes y la fusta. Del sombrero podía prescindir.

En diez minutos estaba vestida y calzada, deslizándose a través de la inmensa casa. Oyó voces graves, y giró en dirección contraria. Encontró una escalera secundaria y bajó por ella al piso inferior; luego siguió un pasillo y fue a dar a un salón con puertas acristaladas que daban a la terraza. Dejó las puertas cerradas pero sin asegurar, y se dirigió hacia el bloque de las cuadras, que había entrevisto a través de los árboles.

Los árboles, que la acogieron entre sus sombras, eran robles viejos y hayas. Siguió caminando confiando con seguridad en que nadie podría verla desde la casa. El bloque de cuadras resultó ser de considerable amplitud: dos establos largos y una cochera construidos alrededor de un patio. Se coló en el establo más cercano y fue recorriendo el pasillo, evaluando la naturaleza del caballo en cada uno de los compartimentos. Pasó junto a tres caballos de caza, más grandes y poderosos aún que los que había montado en la mansión Rawlings. Recordando los comentarios de Chillingworth, pasó de largo, en busca de una montura más pequeña…

Se abrió una puerta en el extremo opuesto. Un movimiento de luz iluminó los arreos almacenados en el cuarto del fondo; luego la luz danzó por la nave mientras dos mozos de cuadra, uno de los cuales portaba una linterna, entraban y cerraban la puerta.

Francesca, en mitad del pasillo, no tenía ninguna posibilidad de conseguir volver a la puerta de la cuadra. La luz no la alcanzaba todavía. Levantó el pestillo del compartimiento que tenía más cerca, entreabrió la puerta, se deslizó por ella como una exhalación, la cerró empujándola y, pasando la mano por encima, volvió a colocar el pestillo en su sitio.

Un rápido vistazo por encima de su hombro la tranquilizó. El caballo cuyo compartimiento había invadido tenía buenos modales, y no era grande. Había vuelto la cabeza para mirarla, pero, con la visión afectada por la luz de la linterna, no podía ver mucho más. Eso sí, tenía sitio de sobra para estirarse pegada a la puerta del compartimiento y esperar a que los mozos de cuadra pasaran de largo.

– Allí esta. ¿A que es una belleza?

La luz se hizo de pronto más intensa; levantando la vista, Francesca vio la linterna aparecer justo por encima de su cabeza. El mozo de cuadras la dejó sobre la puerta del compartimiento.

– Sí -apostilló el segundo mozo-. Bárbara. -La puerta se inclinó al apoyarse dos cuerpos contra ella. Francesca contuvo la respiración y rezó para que no se asomaran y miraran hacia abajo. Hablaban del caballo. Miró y, por primera vez, pudo ver.

Se le agrandaron los ojos; a duras penas pudo contener un suspiro de admiración. El caballo era más que simplemente hermoso. Había gracia y fuerza en cada una de sus líneas, era un testimonio vivo de la excelencia en la cría. Éste era justo el tipo de caballo de que había hablado Chillingworth: una yegua árabe de cascos alados. Su pelaje castaño despedía ricos destellos a la luz de la linterna, y la crin y la cola, oscuras, hacían un elegante contraste. Tenía los ojos grandes, oscuros, despiertos. Las orejas, erguidas.

Francesca rezó para que los mozos no se acercaran a examinarla a ella, al menos hasta que se fueran.

– He oído decir que el señor la ha comprado para alguna dama.

– Sí… Es verdad. La yegua casi no podría aguantar su peso, al fin y al cabo.

El otro mozo soltó una carcajada.

– Parece que la dama sí que pudo.

Francesca levantó la vista…, para ver desaparecer la lámpara. Los mozos se apartaron de la puerta; la luz se retiró. Esperó a que volviera a hacerse la oscuridad, luego se levantó y asomó la nariz por encima de la puerta justo a tiempo de ver a los dos mozos salir del establo, llevándose la linterna con ellos.

– ¡Gracias a Dios!

Un morro suave le golpeó delicadamente la espalda. Se volvió, igualmente ansiosa por hacer amigos.

– ¡Vaya, sí que eres una chica despampanante!

El largo morro de la yegua era terso como el terciopelo. Francesca pasó la mano por su pelaje pulcro y sedoso, juzgándolo al tacto: aún tenía que recuperar la visión nocturna.

– Me dijo que yo debería montar una yegua árabe, y acaba de comprarte a ti para cierta dama. -Volviendo a la cabeza del animal, le acarició las orejas-. ¿Crees que será una coincidencia? -La yegua volvió la cabeza y la miró. Francesca la miró a ella. Y sonrió.

– A mí me parece que no. -Lanzó sus brazos al cuello de la yegua y la abrazó-. ¡Te ha comprado para mí!

La idea elevó sus ánimos por las nubes, desató su euforia. La yegua era un regalo de bodas: se jugaría el cuello. Cinco minutos antes, estaba más que disgustada con Chillingworth, cualquier cosa menos segura de él. Ahora, en cambio…, era mucho lo que podía perdonarle a un nombre por semejante regalo, y por la consideración que expresaba.

Con un caballo así, podía cabalgar como el viento… Y ahora iba a vivir al borde de un paraje hecho para montar a galope tendido. De pronto, el futuro parecía mucho más halagüeño. El sueño que había estado acariciando durante las últimas semanas -cabalgar por las colinas de Lambourn a lomos de una yegua árabe de cascos alados- estaba muy próximo a hacerse realidad.

– Si te ha comprado para mí, es que espera que te monte. -No hubiera podido resistirse ni por la salvación de su alma-. Espera aquí. Tengo que encontrar una silla.


Gyles cabalgaba de regreso, cansado, más anímica que físicamente. Estaba empapado de andar manejando troncos mojados, pero el hundimiento del puente le había caído como un regalo del cielo. Lo había librado de volverse loco.

Había declinado la oferta de Diablo de acompañarlo, aunque su ayuda le habría venido bien. Su ánimo estaba demasiado tocado para encajar las chanzas de Diablo, que lo habrían puesto a prueba hasta hacerlo estallar. Diablo lo conocía desde hacía demasiado tiempo como para mantenerlo a raya fácilmente. Y pese a sus solemnes declaraciones en sentido contrario, Diablo estaba convencido de que, como cualquier miembro del Clan de los Cynster, él acabaría sucumbiendo a manos de Cupido, y de que estaba, de hecho, enamorado de la que pronto sería su esposa.

Diablo no tardaría en comprobar la verdad: lo haría en el instante en que pusiera los ojos en su dócil y modosa prometida.

Desvió a su rucio por el sendero que atravesaba las colinas y aflojó las riendas, dejando que el animal caminara a su propio paso, más bien pesado.

Sus pensamientos no iban mucho más rápido. Al menos, había conseguido que la lista de invitados no pasara de unos cien, un número más o menos aceptable. Había tenido que pelearse con su madre a cada paso; la mujer había estado escribiendo a Francesca frenéticamente durante las últimas semanas, pero él estaba convencido de que no había sido por la insistencia de su prometida por lo que su madre había puesto tanto empeño en hacer de la boda un magno acontecimiento. Eso nunca había figurado en sus planes.

Se le ocurrió preguntarse si la novia habría llegado, de hecho, ya que la ceremonia estaba prevista para las once del día siguiente. Su reacción fue encogerse de hombros. O bien estaría ahí, o llegaría más tarde y se casarían cuando fuera. No tenía mucha importancia, en realidad.

No era lo que se dice un novio impaciente.

Una vez que se hubo ganado el consentimiento de Francesca y se había alejado montado en su caballo de la mansión Rawlings, se le habían pasado todas las prisas. El asunto estaba sellado, cerrado. Posteriormente, ella había firmado las capitulaciones matrimoniales. Desde que dejó Hampshire, apenas había pensado en su futura esposa: sólo cada vez que su madre blandía una carta o hacía otra petición. Aparte de eso…

Había estado pensando en la gitana.

Su recuerdo lo perseguía. Cada hora de cada día, cada hora de las largas noches. Lo perseguía incluso en sueños, y eso era sin duda lo peor, ya que en sueños no había restricciones, ni límites, y durante unos breves instantes nada más despertarse, se imaginaba…

Nada de cuanto hacía, nada de lo que se decía a sí mismo había atenuado su obsesión. La necesidad que tenía de ella era absoluta e inquebrantable; aunque era consciente de haberse librado por los pelos de una esclavitud perpetua, todavía soñaba… con ella. Con poseerla. Con abrazarla, con hacerla suya para siempre.

Ninguna otra mujer le había afectado hasta ese punto, ni lo había llevado tan cerca del límite.

No le hacía la menor ilusión su noche de bodas. Se excitaba con sólo pensar en la gitana, pero no podía, al parecer, satisfacer su deseo con ninguna otra mujer. Había pensado en intentarlo, con la esperanza de romper su hechizo…, pero no había conseguido levantarse del sillón. Su cuerpo podía estar pidiéndoselo, pero la única mujer de la que su mente aceptaba consuelo era la gitana. Estaba en baja forma y, ciertamente, no del humor adecuado para estrenar a una novia delicada. Pero eso sería en su noche de bodas; cruzaría ese puente llegado el momento. Hasta entonces, tenía que soportar una boda y un banquete de bodas en el que, con toda probabilidad, la gitana estaría presente, si bien era cierto que confundida entre un centenar de otros invitados. No había preguntado si se esperaba que asistiera alguna amiga italiana de Francesca. No había osado. Semejante pregunta habría alertado a su madre y a su tía, y él habría tenido que sufrir las consecuencias. Ya iba a ser bastante duro cuando vieran a su prometida cara a cara.

A ellas no les había explicado que el suyo era un matrimonio concertado, y por lo que habían dejado caer, tampoco Horace lo había hecho. Henni y su madre comprenderían la verdad en cuanto pusieran los ojos en Francesca Rawlings. Ninguna hembra dócil y modosa había despertado nunca en él el menor interés, y ellas lo sabían. Captarían el planteamiento que se había hecho al instante, y lo desaprobarían rotundamente, pero ya no podrían hacer nada al respecto.