Mientras atravesaba el césped, iba haciendo grandes esfuerzos por no pensar, ni en ella, ni en nada de lo que había pasado; ni en cómo se sentía.
A la mañana siguiente se casaría con su amiga, y ahí acabaría todo.
Le palpitaba de dolor el cuerpo entero. Dudaba que consiguiera conciliar el sueño.
Podía, desde luego, felicitarse por haber esquivado el pozo en que otros habrían caído de cabeza. Podía enorgullecerse de no haber sucumbido a sus instintos más bajos, de haber observado la conducta más honorable. Le consumiría la culpa de no haber sido así, por muy variados cargos; y, sin embargo, en el fondo sabía que no era el sentimiento de culpa lo que le había hecho contenerse y no tomarla. Un único poder había sido lo bastante fuerte para salvarla, y salvarlo a él.
Un sencillo y primordial miedo.
Sabía en qué ala había alojado su madre a su prometida; se lo había dicho Henni, sólo por si le interesaba. Dio gracias al cielo por ello. Supuso que a la acompañante de su futura esposa le habrían asignado alguna habitación cercana. Al llegar al pasillo en cuestión, echó a andar por él; en un punto, se detuvo, acercó los labios a su oído y le susurró:
– ¿Cuál es su habitación?
Ella señaló lánguidamente la puerta del fondo. Él la reajustó en sus brazos para abrirla. Las cortinas estaban descorridas; la luz de la luna inundaba el cuarto, y le confirmó que habían hecho la cama pero estaba vacía.
La depositó sobre ella con suavidad.
Ella recorrió la manga de su camisa con los dedos, pero estaba demasiado débil para retenerlo. Él se inclinó sobre ella, le retiró el pelo de la cara, inclinó la cabeza y la besó. Una última vez.
Luego se retiró. Sabía que ella lo estaba mirando.
– Después de la boda, volverá a la mansión Rawlings.
Se dio la vuelta y la dejó.
Francesca observó cómo cruzaba la habitación. Lo había dejado cargar con ella hasta la cama dando por hecho que iba a acostarse a su lado. Al cerrarse la puerta tras él, se recostó sobre la espalda, cerró los ojos y sintió que la amargura la embargaba.
– No lo creo.
Capítulo 6
– ¿Listo para dar el último y solemne paso?
Gyles levantó la vista mientras Diablo entraba con paso despreocupado en su sala de estar privada. Los platos del desayuno llenaban la mesa que tenía ante sí, pero les había prestado escasa atención. En lo último que pensaba era en comer.
Wallace había acudido temprano a despertarlo. No estaba dormido, pero había agradecido la interrupción. Ya había pasado demasiado tiempo a solas con sus pensamientos. Bañarse, vestirse, ocuparse de las inevitables cuestiones de última hora…, todo eso lo había mantenido ocupado hasta que Wallace le sirvió el desayuno, para retirarse después a arreglar su dormitorio.
Se alegró de ver aparecer a Diablo.
– ¿Has venido a presenciar la última comida del condenado?
– Se me ha pasado por la cabeza, sí. -Acercándose una silla, Diablo se sentó enfrente de él, al otro lado de la mesa, y repasó con la vista los platos, que había desordenado más que consumido.
– ¿Qué, nos reservamos el apetito para más tarde?
– Precisamente. -Advirtió que contraía involuntariamente los labios.
– No puedo decir que te lo reproche, si todo lo que se dice de tu futura condesa es cierto.
Trató de no fruncir el ceño.
– ¿Qué es lo que se dice?
– Sólo que tu elección cumple exactamente con todo lo que cabía esperar de ti. Tu tío estaba impresionado. Los demás no la hemos visto ninguno… Llegaron después de anochecer.
Gyles no hubiera pensado que los gustos de Horace difirieran tanto de los suyos. Claro que, por otra parte, su tío tenía más de sesenta años… Tal vez ahora las prefería dóciles y sumisas.
– Pronto la conocerás, y podrás formarte tu propia opinión.
Diablo se sirvió un poco de lucio.
– No me irás a repetir que te casas por sentido del deber y no por amor…
– ¿Y hacer añicos así tus más preciadas esperanzas? No soy un anfitrión tan desatento…
Diablo soltó un bufido.
Gyles dio un sorbo a su café. No era su intención inducir a error a Diablo, pero no tenía ganas de dar explicaciones. Renunciar a la gitana -renunciar a sus propias e imperiosas necesidades- había minado sus energías. En aquellos momentos habría de sentirse exultante, triunfante, ante la próxima y exitosa culminación de sus minuciosos planes. En cambio, se sentía muerto por dentro, pesaroso, hundido por momentos.
Había hecho lo que debía, lo único que podía hacer; y, sin embargo, tenía la sensación de haber hecho algo malo. De haber cometido algún pecado peor que cualquiera al que ella le hubiera tentado.
No podía sacudirse de encima esa sensación; había pasado la mitad de la noche intentándolo. Y ahora, allí estaba, a punto de casarse con una mujer mientras que otra dominaba sus pensamientos. Aquella combinación de salvajismo e inocencia, encerrada en un envoltorio que llamaba al saqueo y atada con un lazo que era una promesa de pasión desinhibida, de lubricidad sin cortapisas… La gitana podía volver loco al más pintado.
Le había conmocionado como ninguna otra lo había hecho antes.
Esa misma mañana, pronto ya, se libraría de ella. Por más unida que Francesca se sintiera a su amiga, sería inflexible al respecto. La gitana debería abandonar sus propiedades, y alejarse de él, mañana al ponerse el sol, como muy tarde.
Tomó nota, mentalmente, de que debía asegurarse de que no olvidara llevarse su caballo.
– No sé si debo mencionarlo, pero ya es un poco tarde para reconsiderarlo.
Gyles volvió a centrarse.
Diablo señaló con un gesto de la cabeza al reloj que había sobre la repisa de la chimenea.
– Tenemos que irnos.
Gyles se volvió y comprobó que, efectivamente, iba siendo hora. Disimulando sus ridículos reparos, se revisó los puños y se ajustó la casaca.
– ¿Y el anillo?
Hurgó en el bolsillo de su chaleco, lo sacó y se lo tendió a Diablo.
Diablo examinó la ornamentada alianza.
– ¿Esmeraldas?
– Pertenece a la familia desde hace generaciones. Mamá mencionó que las esmeraldas podían resultar adecuadas, así que…
Su madre, en realidad, no había dicho tanto; él había entrado en el dormitorio destinado a su condesa, el contiguo al suyo, y había caído en ello de golpe. Su madre había redecorado la suite del color favorito de su prometida: un verde esmeralda vívido, intenso. En la salita de estar adjunta, el esmeralda se había matizado con gusto exquisito, entreverándolo con el turquesa y otros colores, pero, en lo que era propiamente el dormitorio, en gruesas sedas y satenes, el rotundo tono lo dominaba todo. Toques de dorado y madera barnizada hacían el conjunto aún más decadente.
La habitación le había hecho enarcar las cejas. Le costaba figurarse a su mansa, apocada y muy rubia prometida en él… El color la abrumaría. No obstante, si ella misma había manifestado que era ése su color favorito, como su madre aseguraba, ¿quién era él para oponerse?
Apuntó con un gesto al anillo mientras Diablo se lo metía en el bolsillo.
– Espero que le vaya bien. -Se dirigió a la puerta.
Diablo salió tras él, pisándole los talones.
– ¿No puedes darme alguna pista, al menos? ¿Qué aspecto tiene ese dechado de virtudes? ¿Es rubia o morena, alta o baja…? ¿Qué?
Gyles le miró por encima de su hombro mientras abría la puerta.
– Lo sabrás dentro de cinco minutos. -Dudó un momento antes de añadir-: Pero recuerda que me caso por cumplir con mi deber, no por amor.
Diablo escrutó sus ojos.
– Espero que sepas lo que haces. Los matrimonios tienen tendencia a durar mucho tiempo.
– Ésa -admitió Gyles, enfilando el pasillo- es una de las razones que me decidieron.
La capilla estaba en la parte más antigua del castillo. Cuando llegaron, los invitados ya habían tomado asiento. Gyles dio un rodeo hasta una antesala lateral. Allí, un primo de su padre, Hector, obispo de Lewes, estaba poniéndose sus ropajes.
– ¡Ah! ¡Aquí estás, muchacho! -Hector le sonrió.
Gyles le presentó a Diablo.
– Nos conocimos anoche. -Hector correspondió al cabeceo de Diablo, y a continuación levantó una mano al oír la música que llegaba de la capilla-. ¡Ajá! Ése es nuestro pie. La novia ha sido avistada y debemos ocupar nuestros puestos. ¿Listos, pues?
Gyles le hizo señal de empezar y le siguió, con Diablo a su espalda. Hector aminoró el paso al entrar en la capilla. Gyles tuvo que concentrarse para no pisarle los talones. Oyó un revuelo, educados susurros, pero no miró a los invitados. Hector les condujo hasta el altar. Gyles se detuvo donde sabía que le correspondía, antes del único escalón. Irguió la cabeza y cuadró los hombros. Diablo se paró a su lado. Se quedaron mirando al altar, hombro con hombro.
Gyles sentía exactamente… nada.
Hector subió el peldaño y luego se volvió majestuosamente de cara a la congregación. La música, que ejecutaba la mujer de Hector tocando un pequeño clavicordio situado en un rincón, cesó un momento; entonces sonaron los primeros acordes de la marcha nupcial.
Gyles observaba a Hector. El prelado levantó la cabeza, con la amable expresión habitual en su angelical rostro, y dirigió la vista al fondo del pasillo.
De pronto, su expresión cambió. Sus ojos se ensancharon, luego brillaron. Un rubor tiñó sus mejillas.
– ¡Vaya! -murmuró-. ¡Madre mía!
Gyles se quedó helado. ¿Qué diablos habría hecho su mansa y apocada prometida?
Hubo un frufrú de faldas al volverse las señoras a mirar. El silencio expectante fue roto por susurros alborotados. Una ola de murmullos ahogados y exclamaciones contenidas avanzó de atrás adelante. Gyles notó la tensión de Diablo mientras trataba de resistirse a la curiosidad, hasta que finalmente volvió la cabeza para mirar. Y se quedó paralizado.
Cada vez más irritado -esperaba, desde luego, que Charles hubiera tenido el buen juicio de no permitir que la muchacha apareciera vestida de modo estrafalario-, Gyles decidió que bien podía también él enterarse de lo que todos los demás sabían ya. Apretando los labios, volvió la cabeza…
Barrió con la mirada el primer banco del otro lado del pasillo, el reservado a la familia de la novia. Una mujer de mediana edad y facciones angulosas estaba sentada sonriendo con ojos llorosos mientras observaba acercarse a la novia. Junto a ella, con sus pálidos ojos azules más grandes aún de lo que los recordaba, boquiabierta, mirándole como quien ha visto un fantasma, se sentaba…
Su dócil y modosa prometida.
Gyles no podía quitarle los ojos de encima.
No podía respirar… La cabeza le daba vueltas.
Si ella estaba allí, entonces ¿quién…?
Un escalofrío de comprensión ascendió como un relámpago por su espinazo.
Lenta, rígidamente, acabó de girar la cabeza. Sus ojos confirmaron lo que su atribulado cerebro estaba diciendo a gritos.
Incluso viéndolo, aún no podía creerlo.
Seguía sin poder respirar.
Era una visión que haría débiles a hombres fuertes. Su corona sujetaba un velo de bello encaje orlado de perlas, que cubría pero no ocultaba la exuberancia desatada de su pelo, negro como ala de cuervo sobre el marfil del traje. Detrás del velo, sus ojos color esmeralda brillaban con vibrante intensidad. Desde donde él estaba, el borde del velo le ocultaba los labios; su memoria evocó la lozanía de esa boca.
El traje era una fantasía a la moda antigua, en rígida seda color marfil con un denso recamado de perlas. Ella lo rellenaba a la perfección; el bajo escote cuadrado constituía una vitrina ideal para sus magníficos pechos. El tono dorado de su piel, su pelo oscuro y sus vívidos ojos le permitían lucir de marfil con un aire teatral; no era el traje lo que dominaba la visión.
Desde la plenitud de sus pechos, el traje se estrechaba hasta ceñirle ajustadamente la cintura, para desparramarse luego en pesados pliegues por las caderas. Aquella cintura mínima era una invitación a que la asieran las manos varoniles, en tanto que la opulenta falda evocaba imágenes de saqueo.
Era una diosa destinada a colmar las mentes masculinas de elucubraciones lascivas, a reclamar el tributo de sus sentidos, a arrebatar sus corazones y dejarlos atrapados para siempre en un mundo de sexual anhelo.
Era suya.
Estaba furiosa.
Con él.
Gyles consiguió tomar aire mientras, con un susurro de sedas, ella alcanzaba su sitio junto a él. Tenía la vaga conciencia de que, ante todos los ojos salvo los suyos, ella aparecía como una novia radiante, curvados los labios en una sonrisa de pletórica felicidad bajo su velo.
Sólo para él sus ojos despedían rayos. De advertencia y de promesa.
Entonces dirigió aquellos ojos a Hector y sonrió.
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