A Hector casi se le cae el misal de las manos. Gyles, mientras, hacía esfuerzos denodados por recobrar la compostura; miró al suelo y pugnó por recuperar el ritmo de su respiración. Francesca estaba sobrellevando la situación mucho mejor; pero, claro, también había sabido en todo momento quién era él.

Desechó aquella línea de razonamiento. No podía permitirse el dejarse dominar por su temperamento. Tenía que pensar. Lo intentó, pero se sentía atrapado, como si estuviera huyendo por un laberinto y topándose con un muro a la vuelta de cada esquina.

Diablo le dio un discreto codazo. Alzó la vista mientras Hector, dispuesto al fin, se aclaraba la garganta.

– Estamos aquí reunidos…

A duras penas conseguía seguir sus palabras. Aturdido, repetía las frases que le correspondían. Entonces habló ella, capturando al instante los últimos restos de su atención.

Con su voz ahumada y sensual, ella -Francesca Hermione Rawlings- juró ser su esposa, en la salud y en la enfermedad, para lo bueno y para lo malo, hasta que la muerte los separara.

Gyles tuvo que aguantar allí y dejar que sucediera.

Diablo le dio el anillo a Hector. Hector lo bendijo y luego extendió los brazos sosteniendo abierto el misal, con el anillo en equilibrio sobre la página.

Gyles tomó el anillo y se volvió hacia Francesca.

Ella le tendió la mano izquierda. Él cogió entre sus dedos los de ella, de tan pequeños y delicados huesos. Deslizó la alianza en su anular. Entró suavemente, aunque tuvo que forzarla un poco sobre el segundo nudillo. Le ajustaba perfectamente.

El anillo relucía sobre su piel; las esmeraldas centelleaban con un fuego que era como el eco de sus ojos.

Él levantó la vista y captó su mirada; allí el fuego ardía brillante.

Ella le devolvió la mirada, apretando los labios. Subrepticiamente, dio un tirón para intentar liberar su mano.

Gyles la aferró con más fuerza.

Para lo bueno o lo malo, era suya.

La idea caló en él como una marea. Un poder turbulento, básico, elemental -totalmente primitivo- fluyó a través de él.

– Y ahora, por la gracia que me ha sido conferida, yo os declaro marido y mujer. -Hector cerró su Biblia y les miró, radiante-. Puedes besar a la novia.

Gyles le soltó la mano. Con calma aparente, ella se levantó el velo y lo echó hacia atrás.

Pasándole la mano por la cintura, la atrajo hacia sí. Ella alzó la vista rápidamente, abriendo bien los ojos, separando los labios…

Él inclinó la cabeza y cubrió esos labios con los suyos.

Había de ser un beso delicado, una mera formalidad.

No lo fue.

Tensó el brazo, aprisionándola contra él. La lengua entró con ímpetu inadecuado: era su particular advertencia. Fue un beso de reivindicación, que hablaba de derechos primarios, de promesas hechas, de votos tomados y compromisos adquiridos que habrían de ser cumplidos.

Tras un instante de sorpresa, ella recuperó el aliento y lo besó a su vez: con fuego, con un desafío; con pasión genuina.

Fue él quien rompió el beso, consciente de que no era aquél el momento ni el lugar. Sus miradas se cruzaron: ambos recordaron dónde estaban y lo que teman que afrontar. Un acuerdo tácito se selló entre los dos. Dado que ella era mucho más baja y que él la había sostenido tan cerca de sí, nadie presenció la índole de su intercambio.

A su alrededor, resonó la música; la mujer de Hector había dado inicio a la marcha procesional.

Francesca pestañeó, luego miró a Hector. Trató de separarse; Gyles la aferró con firmeza.

Hasta que notó la mano de Hector en su hombro.

– ¡Bien! ¿Puedo ser el primero en felicitar a la novia?

No tuvo más remedio que soltarla. Hubo de forzarse a hacerlo, a permitir que Hector la tomara de la mano y plantara un ósculo en su mejilla.

Diablo le dio un codazo en la espalda.

– Bonito deber, si tiene uno la suerte de que le corresponda.

Gyles se dio la vuelta…, sólo para que Diablo le hiciera a un lado.

– Retírese, Hector. Me toca a mí.

Se vieron rodeados por cuantos venían a expresarles sus buenos deseos. Gyles aguantó a su lado, negándose a ceder terreno a los invitados que se precipitaban hacia ellos, ansiosos por saludar a su arrebatadora condesa, por estrecharle a él la mano y decirle lo afortunado que era.

Las damas iban directas a Francesca. Horace le dio a él una palmada en la espalda.

– ¡Menudo zorro estás hecho! Tanto hablar de casarte por la familia y la propiedad… ¡Pues sí que…! No es que te lo reproche, ¿eh?… ¡Es de una belleza arrebatadora!

– Bueno, es cierto que ha aportado la heredad Gatting.

– Sí, claro, estoy convencido de que eso te ha influido poderosamente. -Horace sonrió a Francesca-. Hay que besar a la novia, ¿no?

Procedió.

Gyles suspiró para sus adentros. Si ni siquiera Horace le creía…

Francesca saludó a Horace con una cortesía que contrastaba bastante con lo que le pasaba por la cabeza. Desde luego, estaba agradecida a cuantos se abalanzaban a estrecharle la mano, besarla en la mejilla y felicitarla: le daban ocasión de recuperar el aliento. Ocasiones como aquélla no la abrumaban; como hija única, había acompañado a sus padres en sociedad durante años y se sentía cómoda entre las multitudes mundanas.

No eran las exigencias de la boda lo que le preocupaba.

No estaba muy segura de lo que bullía en la cabeza de su marido, pero ésa era en aquel momento la menor de sus preocupaciones. Después de que la depositara en su cama, no había podido pensar. Para su sorpresa, se había dormido profundamente. Se había despertado con el tiempo justo para ocultar las pruebas de su excursión nocturna antes de que Millie y Lady Elizabeth llegaran para ayudarla con los preparativos. Ester se les había unido y le había asegurado que Franni estaba alborotadísima y deseando presenciar el enlace.

No había sabido muy bien cómo tomarse eso.

Nada más despertar, su primera idea había sido que debería darle lo que pretendía, lo que esperaba, y reorganizar las cosas de modo que fuera Franni la que recorriera el pasillo hasta el altar. Le donaría a ella la heredad Gatting, que él tanto empeño tenía en adquirir… Entonces recordó las capitulaciones matrimoniales. Ya habían sido firmadas y selladas; y era su nombre, no el de Franni, el que figuraba en todos los puntos concluyentes.

Mientras que el matrimonio era la piedra angular del acuerdo, la ceremonia era tan sólo una parte del mismo, el reconocimiento público de un acuerdo ya efectivo. Legalmente, la heredad Gatting ya era propiedad de Gyles, si bien condicionada a que la boda tuviera lugar. Tanto Charles como el apoderado de Chillingworth, un tal señor Wallace que se había desplazado a Hampshire con los documentos, habían puesto un empeño denodado en que le quedara absolutamente clara la inviolabilidad del acuerdo una vez firmado.

Y lo había firmado. Ya no podía negarse a casarse con él. Y, ciertamente, tampoco podía arrojar a Franni a semejante campo de tiro. Él debía estar fuera de sus cabales si había pensado que ella podría soportarlo…, lo que la llevó a preguntarse si Chillingworth había hablado realmente con Franni.

No tenía ni idea de lo que pensaba Franni. ¿Era Chillingworth el caballero al que se había referido su prima? No había tenido ocasión de hablar a solas con ella antes de la ceremonia. Desde luego, Franni estaba inocentemente excitada cuando había salido con Ester a toda prisa hacia la capilla.

Mientras avanzaba por el pasillo de la capilla, se había fijado en que Chillingworth miraba hacia donde Franni debía estar, pero, con todos los ojos puestos en ella, no se había atrevido a mirar. Estaba representando un papel, y tenía que hacerlo bien: tenía que hacer que la gente creyera que era una novia predispuesta y feliz. Había albergado la esperanza de ver a Franni de reojo al detenerse ante el altar, tal vez cuando Charles diera el paso atrás; pero en el instante en que había llegado a la altura de Chillingworth…

Sacudiéndose los recuerdos de la cabeza, había vuelto a intentar echar un vistazo fugaz al banco en que Franni había estado sentada, pero Chillingworth había acabado de aquel lado, merced al revuelo final. No se había movido ni una pulgada desde ese momento, y ella no había podido ver más allá de él. Ni Ester ni Franni habían acudido a besarla. Charles se había quedado a cierta distancia. Pero sonreía.

Frustrada, había mirado a lady Elizabeth, que había adivinado sus emociones, pero había interpretado mal su causa. Su suegra dio una palmada.

– Es el momento de trasladarse al comedor. Ahora, apáñense y déjenles ir delante, luego podrán saludarles en la puerta y todos podremos charlar y divertirnos durante el banquete.

Francesca le dedicó una mirada agradecida. El brazo de Chillingworth apareció delante de ella, y lo tomó, conservando su máscara de novia radiante de dicha mientras recibían los beneplácitos y felicitaciones todo a lo largo del pasillo.

Una vez fuera de la capilla, su sonrisa se evaporó. Antes de que pudiera volverse hacia Gyles, él la agarró de la mano.

– Por aquí.

Tuvo que recogerse las faldas y correr para seguir el ritmo de sus zancadas. Iba cortando pasillos, bajando escaleras, dando la vuelta a esquinas, llevándola lejos de sus invitados, lejos de los salones de recepción. En ningún momento aflojó el paso. De pronto, estaban corriendo por un pasillo estrecho y poco iluminado… Ella pensó que de la planta baja. La puerta del fondo estaba cerrada.

Francesca estaba a punto de plantarse y exigirle que le dijera adonde la llevaba cuando, justo delante de la puerta, Chillingworth frenó en seco, le dio la vuelta y la puso contra la pared.

Sintió el frío de la piedra en la espalda, sintió el calor del cuerpo de su marido delante, a su alrededor. Aspiró hondo al inclinarse él, acercándosele, encerrándola. Captó su mirada y se la sostuvo.

Gyles fue consciente de que ambos respiraban aceleradamente. El pulso que latía en la base de la garganta de Francesca apelaba a sus sentidos, pero no retiró la vista de sus ojos.

Si hubiera tratado de cualquier otra mujer, habría explotado su vínculo sexual para turbarla, para ponerse con ventaja.

Con ella, no se atrevía.

Había demasiado entre ellos, aun ahora, aun allí. Era un aliento ardiente que acariciaba la piel, algo casi palpable, la conciencia de un pecado tan viejo como el mundo.

Contaban con escasos minutos, y él no tenía ni idea de cuáles eran las intenciones de ella, si iba a seguir interpretando la escena hasta el final o estallaría a la mitad.

– Franni…

La pura furia que inflamó sus ojos, que la inflamó entera, le hizo callar.

– Yo no soy Franni.

Cada palabra, cuidadosamente pronunciada, era una bofetada.

– Sois Francesca Hermione Rawlings. -Más le valía, o le retorcería el cuello.

Ella asintió.

– Y mi prima, la hija de Charles, es Francés Mary Rawlings. Conocida por todos como Franni.

– ¿La hija de Charles? -La niebla empezó a disiparse-. ¿Por qué demonios le pusieron un nombre tan parecido al vuestro?

– Nacimos con unas semanas de diferencia, yo en Italia, Franni en Hampshire, y a las dos nos pusieron el nombre por nuestro abuelo paterno.

– ¿Francis Rawlings?

Ella asintió de nuevo.

– Ahora que hemos aclarado eso, tengo unas cuantas preguntas. ¿Conocisteis a Franni cuando visitasteis la mansión Rawlings?

Él vaciló.

– Dimos un par de paseos.

Ella inspiró; sus pechos se elevaron.

– ¿En algún momento le dijisteis algo que llevara a Franni a creer que estabais pensando en hacer una oferta por ella?

– No.

– ¿No? -Lo miró agrandando los ojos-. ¿Vinisteis a la mansión Rawlings a buscar una novia dócil, pensasteis que la habías encontrado, os paseasteis con ella dos veces…, y no le dijisteis nada…, ni una pista siquiera de cuáles eran vuestras intenciones?

– No. -El genio de Gyles estaba tan cerca de estallar como el de ella-. No sé si recordáis que insistí en atenernos a la más rígida y distante formalidad. Habría sido contraproducente para mis planes cortejar a vuestra prima aunque fuera de la forma más superficial.

Notaba que ella no sabía si creerle o no. Exhaló entre dientes.

– Juro por mi honor que nunca dije ni hice nada que le diera la menor razón para imaginar que tenía ningún interés en ella en absoluto.

Ella vaciló; luego inclinó rígidamente la cabeza.

– ¿Visteis qué le pasó? No estaba en la capilla cuando nos fuimos, pero yo no la vi marcharse.

No estaba seguro de qué estaba pasando.

– Sólo la vi un instante, justo antes de que llegarais junto a mí. Me reconoció, y parecía conmocionada. Estaba con una dama de más edad.

– Ester… La cuñada de Charles, y tía de Franni. Vive con ellos.