– No vi a ninguna de las dos más tarde. Debieron marcharse cuando todo el mundo se arremolinaba a nuestro alrededor.
Francesca hizo un mohín.
– Charles no parecía preocupado…
Su mirada se tornó ausente. Gyles se preguntó por qué parecía antes tan segura de que le hubiera hablado a su prima de su oferta. ¿Pensaba acaso que le hacía concebir ilusiones? Pero ella había sabido en todo momento…
Necesitaba más tiempo, mucho más tiempo para aclarar quién había sabido qué.
Les llegaron voces desde el otro lado de la puerta.
Él se enderezó.
– Están requiriendo nuestra presencia. -Tomándola de la mano, abrió la puerta y entró al salón situado justo antes del comedor formal.
– ¡Allí están!
Los invitados y la familia, que habían llegado y descubierto que no estaban donde se suponía que estarían, se volvieron hacia ellos y todos a la vez les dedicaron una amplia sonrisa.
Francesca sabía qué estaban pensando. Su rubor no hacía más que reforzar la impresión que creaban su marido y la sonrisita de suficiencia de sus hermosos labios.
– Sólo un pequeño rodeo para enseñarle a Francesca algo más de sus nuevos dominios.
La multitud rió y se abrió en dos para hacerles paso. Mientras caminaban juntos para encabezar la entrada en el comedor principal, al festín dispuesto en su honor, Francesca oyó numerosas alusiones procaces sobre la parte de sus dominios con que se habría estado familiarizando.
Tales comentarios no contribuyeron a mejorar su humor, pero supo disimular su contrariedad, sus sentimientos. Ninguno de los invitados, ni ningún miembro de sus respectivas familias, pudo detectar indicio alguno de lo que bullía bajo su incólume fachada de felicidad.
Chillingworth y ella, la pareja perfecta el uno al lado del otro, fueron saludando a sus invitados conforme entraban al salón. Charles lo hizo entre los primeros; estrechó la mano a Gyles y luego la abrazó a ella calurosamente y la besó en la mejilla.
– Me siento tan feliz por ti, querida…
– Y yo tengo tanto que agradecerte… -Francesca le apretó las manos-. ¿Y Franni?
La sonrisa de Charles se marchitó un poco.
– Me temo que tanta excitación resultó excesiva, como preveíamos. -Miró a Gyles, que escuchaba atentamente-. Franni no es fuerte, y la excitación a veces la supera. -Se volvió de nuevo a Francesca-. Ester está con ella en estos momentos, pero se unirá a nosotros más tarde. Franni está sólo un poco desorientada… Ya sabes cómo se pone.
Francesca no lo sabía, de hecho, pero no podía seguir hablando con Charles. Con una sonrisa de comprensión, le soltó la mano, y él pasó al comedor mientras el siguiente invitado ocupaba su lugar.
Un caballero alto y desgarbado, a todas luces otro Rawlings, sacudió la mano de Gyles y sonrió rebosante de satisfacción.
– ¡Fantástico, primo! ¡No sé cómo darte las gracias! Menudo peso me has quitado de encima, te lo digo yo. -El caballero, que vestía una casaca que no le estaba bien, un chaleco oscuro y deslucido y un fular lacio y caído, aparentaba algunos años menos que Chillingworth.
Gyles se volvió a Francesca.
– Permitidme que os presente a mi primo, Osbert Rawlings. Hoy por hoy, Osbert es mi heredero.
– ¡Sólo de momento…, ja, ja! -Osbert se volvió hacia ella, radiante, e inmediatamente se dio cuenta de lo que había dicho-. Bueno, quiero decir… O sea, no es que…
Se fue poniendo progresivamente rojo como una remolacha.
Francesca lanzó una mirada relampagueante a Chillingworth, y a continuación sonrió radiante a Osbert, tomando la flácida mano que le había tendido y que había quedado colgando en el aire.
– Estoy realmente encantada de conoceros.
Osbert parpadeó, tragó saliva y se recompuso.
– Es un gran placer para mí. -Sin soltarle la mano, se quedó de pie ante ella, mirándola fijamente, y luego añadió-: Debéis saber que sois diabólicamente hermosa.
Francesca se echó a reír, aunque no con sarcasmo.
– Muchas gracias, pero el mérito no es mío… Nací así.
– Con todo -insistió Osbert-, he de decir que… Ese momento, en la capilla, cuando aparecisteis… Fue absolutamente electrizante. -Se acercó un poco más a Francesca al irse aglomerando los que venían detrás-. Estaba pensando en escribir una oda…
– Osbert -intervino Gyles, en un claro tono de disgusto.
– ¡Oh! Sí… Claro. -Osbert sacudió la mano de Francesca antes de soltársela-. Hablaremos más tarde.
Siguió avanzando; otros ocuparon su lugar rápidamente.
Poco después, en cuanto tuvo ocasión, Francesca miró a Chillingworth.
– ¿Qué tiene una oda de malo?
– Una oda, no. Una oda de Osbert. -Gyles también la miró a ella-. Esperad a oír alguna.
Siguieron estrechando manos conforme los invitados desfilaban ante ellos. Gyles conseguía mantener las apariencias pasablemente, pero su incomodidad iba en aumento, abrasados permanentemente sus sentidos por la proximidad de Francesca, con cada vez que ella respiraba. Cuando el último invitado hubo pasado a ocupar su asiento, le ofreció el brazo. Ella le tomó de la manga y él desfiló exhibiéndola por la larga sala, entre los aplausos de todos los presentes. Había dos largas mesas dispuestas de extremo a extremo de la habitación, con los invitados sentados a ambos lados de cada una. En la cabecera de estas dos mesas había una tercera, a la que se sentaban los invitados de honor, de cara a la larga sala.
Gyles condujo a Francesca hasta la silla contigua a la suya. Su madre estaba sentada a su izquierda, en tanto que Horace estaba a la derecha de Francesca. Charles y Henni completaban la mesa. En las otras mesas, Diablo y Honoria ocupaban los sitios más cercanos, junto a otros tres lores y sus esposas. Más allá, familiares y amigos cercanos llenaban la sala. Gyles se había asegurado, a base de controlar férreamente la lista de invitados, de que, aparte de Diablo, Honoria y un puñado de amistades cercanas, no hubiera una gran representación de la alta sociedad entre los asistentes.
Irving separó su silla de la mesa. Gyles tomó asiento, y los lacayos se apresuraron a llenar las copas. Dieron comienzo los brindis y el festejo.
Realizaron una actuación excelente. Gyles pudo ver que nadie sospechaba la verdad, ni tan siquiera su perspicaz madre. Francesca bordó su papel; por otra parte, ella había estado muy dispuesta a casarse hasta que se había enterado del error. Incluso después, no era que no quisiera casarse. Estaba furiosa, tal vez, pero no podía decir que no se había asegurado todo lo que él le había ofrecido.
Era él aquel cuyos planes, minuciosamente trazados, se habían visto desbaratados por completo; el que había obtenido de este día mucho más de lo que pretendía, de hecho, precisamente lo que no quería.
Y no había absolutamente nada que pudiera hacer al respecto.
Mientras los platos iban y venían, se esforzaba por ignorar la deriva constante de su conciencia, un esfuerzo frustrado al tener que representar el papel de novio satisfecho y orgulloso. Los brindis lo pusieron en situación cada vez más delicada; la sinceridad de los buenos deseos que fluían a su alrededor iba filtrándose gradualmente en su cerebro. La mayoría consideraría a Gyles desmesuradamente afortunado. Prácticamente todos los hombres presentes, con la excepción de Diablo, se cambiarían por él sin pensárselo dos veces. Estaba casado con una mujer de fascinante belleza, que era además, al parecer, una experta consumada en el arte de alternar en sociedad. Se mostraba tan encantadora, y con tal soltura, tan cautivadora sin el menor esfuerzo… No le pasaban inadvertidas sus cualidades.
Estaban casados; eran marido y mujer. No lo podía cambiar. Todo lo que podía hacer era sacar de ello el mejor partido.
Y por lo que ya había sabido de su esposa, si quería llevar la batuta, más le valía tomar la iniciativa y establecer las reglas. Sus propias reglas.
La había desposado, de acuerdo; eso no quería decir que se hubiera rendido. Ni que ella pudiera tomar de él lo que no quisiera darle. Él era más fuerte y tenía infinitamente más experiencia que ella…
Mientras charlaba con Charles y los demás, dejó retroceder sus pensamientos a la noche previa. Con anterioridad a aquello, no había habido nada en su comportamiento que ella pudiera justamente recriminarle. La noche pasada, sin embargo…
Iba a tener que reconstruir más puentes que el que la lluvia se había llevado por delante.
Francesca estaba hablando con Honoria de mesa a mesa, envolviendo blandamente con los dedos de su mano izquierda el pie de su copa allí donde la tenía apoyada, en el espacio del mantel que había entre los dos. Él alargó la mano y entrelazó descuidadamente sus dedos con los de ella. Percibió el leve temblor que ella controló al instante, sintió que un reconocimiento primario le encogía el estómago. Esperó.
Minutos más tarde, trajeron el siguiente plato. Entre el barullo general, Francesca se volvió hacia él. No hizo ademán de retirar la mano, pero cuando la miró a los ojos fue incapaz de interpretar su expresión.
– El error que cometí… -Ella enarcó una ceja, y él prosiguió-. Había una razón. Yo tenía, tengo aún, una idea muy clara de lo que espero del matrimonio. Y vos… -Se interrumpió. Ella le observaba con total tranquilidad-. Vos…, y yo… -Exhaló bruscamente-. No era mi intención sugerir que no fuerais una esposa perfectamente aceptable.
Ella alzó las cejas displicentemente; lo fulminó con la mirada. Luego le dedicó una sonrisa espléndida, se inclinó hacia él, le dio unas palmaditas en la mano, separó con destreza sus dedos de los de él y se giró para hablar con Henni.
Gyles contuvo su genio, reprimió el impulso de agarrarle la mano y obligarla a volverse otra vez a darle la cara. Los que estuvieran mirando habrían interpretado su intercambio como un flirteo encantador; no podía hacer nada que quebrara esa imagen. Relajando los labios, se volvió hacia otra conversación.
Aguardó su momento. Obsesionado con su problema, obsesionado con ella, para él las horas pasaron volando. Al cabo, finalizó el banquete y todo el mundo pasó al contiguo salón de baile. Una pequeña orquesta tocaba en un amplio nicho situado a un extremo. La primera petición era una danza nupcial.
Francesca oyó los primeros compases y se armó de valor. Se volvió hacia Chillingworth con la sonrisa en los labios y una expresión relajada en el rostro. Él la atrajo hacia sí: ambos sintieron el temblor que la sacudió cuando se rozaron sus muslos, así como la súbita tensión de él. Sólo ella percibió lo posesivo de su abrazo, en la dura palma de la mano en su espalda; sólo ella estaba lo bastante cerca como para notar el brillo acerado de los ojos grises de su marido. A ambos les atenazó un instante de vacilación al recordar los muchos ojos que les observaban, y ambos, de nuevo, dominaron sus ánimos. Sin mediar palabra, dieron un paso al frente y empezaron a dar vueltas; despacio al principio, ella con mucha cautela, hasta que percibió la destreza de él y se relajó.
Era un consumado bailarín. A ella tampoco se le daba mal. Aunque tenía asuntos de mucha mayor importancia en la cabeza.
Él la guió decidido al primer cambio, y ella se dejó llevar tras sus amplios pasos. Dejó que la atrajera hacia sí cuanto quisiera, consciente de que cada roce lo afectaba a él tanto como la afectaba a ella. Clavó su mirada en la de él y mantuvo la sonrisa en los labios.
– Me he casado con vos porque no tenía elección; no teníamos elección. Las capitulaciones estaban firmadas, los invitados ya estaban todos aquí. Aunque deplore vuestra forma de abordar el matrimonio, de abordarme a mí, no veo razón para hacer pública ante el mundo, ni ante nadie, de hecho, mi decepción.
Le sostuvo la mirada un instante más y luego la desvió a un lado. Había pasado la hora previa preparando ese discurso, ensayando su tono mentalmente. Considerando la tensión de su pecho, la peculiar sensibilidad que estaba afectando a su piel, quedó muy satisfecha de haberlo soltado de forma tan impecable.
Habían dado ya una vuelta completa al vasto salón de baile; sonrió al ver cómo otras parejas se sumaban a ellos en la pista.
– ¿Vuestra decepción?
Se volvió a mirar de nuevo al hombre que la tenía entre sus brazos. Había empleado un tono neutro, inquietante. Alzó altaneramente el ceño y luego, acordándose del numeroso público, dejó que esa expresión se fundiera a una de risueña felicidad.
– No tenía conciencia -la helada frialdad de su tono le advertía de que se estaba adentrando en un terreno peligroso- de que tuvierais algún motivo razonable para estar descontenta con nuestros acuerdos.
Su expresión era la de un recién casado inmensamente complacido con su desposada, pero había un aire arrogante incluso ahí, en su máscara, que ella anhelaba quebrar. Y qué decir de la frialdad de su tono, como puertas de acero cerrándole el paso…
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