Todo sobre la pasión
Los Cynster, Nº 8
© Título original: All About Passion
Traducción: Daniel Laks
Capítulo 1
Londres, agosto de 1820
– Buenas noches, milord. Ha venido vuestro tío. Os espera en la biblioteca.
Gyles Frederick Rawlings, quinto conde de Chillingworth, hizo una pausa en el acto de despojarse de su sobretodo. Luego se encogió de hombros y dejó caer el pesado abrigo en las atentas manos de su mayordomo.
– No me diga.
– Al parecer, lord Walpole regresará en breve al castillo de Lambourn. Se preguntaba si no tendríais algún mensaje para la condesa viuda.
– En otras palabras -murmuró Gyles, ajustándose los puños-, quiere enterarse de los últimos cotilleos y sabe que más le vale no presentarse ante mamá y mi tía sin ellos.
– Lo que digáis, milord. También pasó hace un rato el señor Waring. Al enterarse de que volveríais esta noche, dejó recado de que estaría presto a atenderos tan pronto lo dispongáis.
– Gracias, Irving. -Gyles avanzó con parsimonia por su vestíbulo. La puerta principal se cerró tras él calladamente, impulsada por un silencioso lacayo. Deteniéndose en medio de las baldosas blancas y verdes, se volvió hacia Irving, que aguardaba: la viva imagen de la paciencia vestida de negro.
– Convoque a Waring. -Gyles siguió avanzando por el vestíbulo-. Dado lo tarde que es, será mejor que envíe a un lacayo con el carruaje.
– De inmediato, milord.
Otro lacayo bien adiestrado abrió la puerta de la biblioteca; Gyles entró.
La puerta se cerró a su espalda.
Su tío, Horace Walpole, estaba sentado en la chaise longue, con las piernas estiradas y una copa de coñac semivacía en la mano. Despegó un ojo un poco, luego abrió los dos y se incorporó.
– Ya estás aquí, muchacho. Estaba preguntándome si tendría que volver sin noticias, y considerando qué podría inventar para guardarme las espaldas.
Gyles cruzó en dirección al aparador de los licores.
– Creo que puedo exonerar de esa carga a su imaginación. Espero a Waring en breve.
– ¿Ese nuevo hombre de confianza tuyo?
Gyles asintió. Copa en mano, se dirigió a su sillón favorito y se hundió en su comodidad del cuero acolchado.
– Ha estado haciendo averiguaciones sobre cierto asuntillo por cuenta mía.
– ¿Ah, sí? ¿Qué asunto?
– Con quién habría de casarme.
Horace le clavó la mirada y se enderezó.
– ¡Por todos los demonios! Lo dices en serio.
– El matrimonio no es un asunto sobre el que bromearía.
– Me alegra oírlo. -Horace le dio un buen trago a su coñac-. Henni dijo que estarías tomando iniciativas en ese sentido, pero yo no pensaba que lo hicieras, la verdad. Bueno, aún no.
Gyles disimuló una sonrisa irónica. Horace había sido su tutor desde la muerte de su padre, ocurrida cuando él tenía siete años, de manera que fue Horace quien lo guió a lo largo de la adolescencia y juventud. A pesar de lo cual, todavía era capaz de sorprender a su tío. Su tía Henrietta -Henni para los íntimos- era otra cosa: parecía conocer intuitivamente lo que tuviera en mente sobre cualquier asunto de importancia, aunque él estuviera aquí en Londres y ella residiera en su mansión de Berkshire. En cuanto a su madre, también en el castillo de Lambourn, hacía tiempo que tenía que agradecerle que se guardara sus percepciones para sí.
– El matrimonio no es algo que pueda eludir, precisamente.
– Eso es cierto -concedió Horace-. Que fuera Osbert el próximo conde sería difícilmente tolerable para cualquiera de nosotros. Cualquiera menos Osbert.
– Eso me cuenta la tía abuela Millicent regularmente. -Gyles apuntó hacia el amplio escritorio que había al fondo de la estancia-. ¿Ve aquella carta, la gruesa? Será otra misiva instándome a cumplir con mi deber para con la familia, elegir una muchachita apropiada y casarme a la mayor brevedad. Llega una carta por el estilo sin falta todas las semanas.
Horace hizo una mueca de disgusto.
– Y, por supuesto, Osbert me mira como si fuera su única salvación posible cada vez que nos cruzamos.
– Es que lo eres. A menos que te cases y engendres un heredero, Osbert no tiene escapatoria. Y considerar la posibilidad de que Osbert quede a cargo del condado es del todo deprimente. -Horace apuró su copa-. De todas formas, no hubiera esperado que te dejaras acorralar ante el altar por la vieja Millicent y Osbert sólo por complacerles.
– Dios me libre. Pero por si le interesa, y estoy seguro de que Henni querrá enterarse, le diré que mi intención es contraer matrimonio a mi entera conveniencia. Después de todo, tengo ya treinta y cinco años. Seguir postergando lo inevitable sólo hará el reajuste más doloroso. Ya me aferro bastante a mis costumbres a estas alturas. -Se puso en pie y alargó su mano.
Horace hizo una mueca y le dio su copa.
– Un asunto endiablado, el matrimonio, te lo aseguro. ¿No será el que se anden casando todos estos Cynster lo que te corroe hasta el punto de dar ese paso?
– Hoy he estado con ellos, precisamente, en Somersham. Tenían reunión familiar para exhibir a las nuevas esposas y criaturas. Si hubiera precisado una prueba de la validez de su teoría, la habría tenido hoy.
Rellenando las copas, Gyles apartó de su mente el punzante presentimiento que le había inspirado la última maquinación infernal de su viejo amigo Diablo Cynster.
– Diablo y los demás me han elegido Cynster honorario. -De vuelta del aparador, tendió su copa a Horace y volvió a su asiento-. Yo señalé que, si bien podemos compartir numerosos rasgos, no soy ni seré jamás un Cynster.
Él no iba a casarse por amor. Como llevaba años asegurándole a Diablo, ése no sería nunca su destino.
Todo varón Cynster parecía sucumbir inexorablemente, echando por la borda historiales de calavera de proporciones legendarias, ante el amor y en los brazos de una dama singular. Seis habían formado el grupo conocido popularmente como el clan Cynster, y ahora estaban todos ellos casados, y todos consagrados exclusiva y devotamente a sus mujeres y sus cada vez mayores familias. Si halló en su interior una chispa de envidia, se aseguró de enterrarla en lo más profundo. El precio que ellos habían pagado, él no podía permitírselo.
Horace soltó un bufido.
– Los emparejamientos por amor son el fuerte de los Cynster. Parecen causar sensación hoy en día, pero créeme: una boda concertada tiene mucho en su favor.
– Así lo veo yo exactamente. A principios de verano, encomendé a Waring la labor de investigar a todas las posibles candidatas para determinar cuáles, si había alguna, tenían propiedades en herencia que aportar que engrandecieran materialmente el condado.
– ¿Propiedades?
– Si no se casa uno por amor, bien puede casarse por alguna otra razón. -Y él había querido un motivo para su elección, para que la dama a la que finalmente se propusiera no se hiciera ilusiones al respecto de lo que le había llevado a dejar caer el pañuelo en su regazo-. Mis instrucciones fueron que mi futura condesa había de ser suficientemente distinguida, dócil y dotada de un físico cuando menos pasablemente agraciado, buen porte y maneras. -Una dama que pudiera alzarse a su lado sin hacerse notar en lo más mínimo; una distinguida figura decorativa que le diera hijos sin apenas perturbar su estilo de vida.
Gyles dio un sorbo a su copa.
– Ya de paso, le pedí también a Waring que averiguara quién es actualmente el propietario de la heredad Gatting.
Horace asintió comprensivamente. En otros tiempos la heredad Gatting había formado parte de la hacienda Lambourn. Sin ella, las tierras del condado parecían una tarta a la que faltara una porción; recuperar la heredad Gatting había sido una ambición del padre de Gyles, y antes lo fue de su abuelo.
– Buscando al propietario, Waring descubrió que la escritura había pasado a un Rawlings, un pariente lejano, y después, tras su muerte, a la herencia de su hija, una muchacha ahora en edad de merecer. La información que Waring arde al parecer en deseos de brindarnos concierne a la hija.
– ¿Que está en edad casadera?
Gyles asintió al tiempo que la campana del timbre de la puerta principal repicaba por toda la casa. Instantes después, se abría la puerta de la biblioteca.
– El señor Waring, milord.
– Gracias, Irving.
Waring, un hombre corpulento de treinta y pocos años con la cara redonda y el pelo muy corto, hizo su entrada.
Gyles le señaló el sillón enfrente del suyo.
– Ya conoce a lord Walpole. ¿Puedo ofrecerle una copa?
– Gracias, milord, pero no. -Waring saludó a Horace con una inclinación de cabeza y tomó asiento, depositando una cartera de cuero en sus rodillas-. Era consciente de vuestro interés en llevar adelante este asunto, así que me tomé la libertad de dejarle recado…
– Por supuesto. ¿Colijo que trae noticias?
– Así es. -Waring se ajustó un par de anteojos en la nariz y sacó un fajo de papeles de su cartera-. Como nos habían informado, el caballero residía de forma permanente con su familia en Italia. Al parecer, ambos padres, Gerrard Rawlings y su esposa Katrina, fallecieron juntos. Posteriormente, la hija, Francesca Hermione Rawlings, regresó a Inglaterra a vivir con su tío y tutor, sir Charles Rawlings, en Hampshire.
– Trataba de recordar… -Gyles meneó su copa haciendo girar el licor-. ¿No eran Charles y Gerrard los hijos de Francis Rawlings?
Waring revolvió sus papeles y luego asintió.
– Justamente. Francis Rawlings era el abuelo de la dama en cuestión.
– Francesca Hermione Rawlings. -Gyles consideró el nombre-. ¿Y por lo que respecta a la dama misma?
– La tarea resultó más fácil de lo que había previsto. La familia recibía visitas con frecuencia. Cualquier miembro de la nobleza que pasara por el norte de Italia tenía ocasión de conocerles. Tengo descripciones de lady Kenilworth, la señora Foxmartin, lady Lucas y la condesa de Morpleth.
– ¿Cuál es el veredicto?
– Una joven encantadora. Agradable. Agraciada. Una criatura deliciosa en extremo; esto lo dijo la anciana lady Kenilworth. Una joven dama de exquisita crianza, según afirmó la condesa.
– ¿Quién la calificó de agraciada? -preguntó Horace.
– De hecho, todas dijeron eso, o emplearon expresiones similares. -Waring echó un vistazo a sus informes y se los tendió a Gyles.
Gyles los cogió y examinó.
– En conjunto, describen un dechado de virtudes. -Alzó las cejas-. A caballo regalado, ya se sabe… -Le pasó los informes a Horace-. ¿Qué hay de lo demás?
– La joven tiene ahora veintitrés años, pero no hay noticia ni rumores de un posible matrimonio. Es cierto que las damas con las que hablé hacía tiempo que no veían a la señorita Rawlings. Aunque la mayoría de ellas estaba al tanto de la trágica muerte de sus padres y sabían que había regresado a Inglaterra, ninguna la había visto desde entonces. Esto me extrañó, así que seguí investigando por esa línea. La señorita Rawlings reside con su tío en la mansión Rawlings, cerca de Lindhurst, y sin embargo no he podido localizar a nadie que se encuentre actualmente en la capital que haya visto a la dama, a su tutor o a ningún otro miembro de la familia en los últimos años.
Waring miró a Gyles.
– Si lo deseáis, puedo enviar a alguien a informarse de la situación sobre el terreno. Con discreción, por supuesto.
Gyles reflexionó. La impaciencia -dejar resuelto y ultimado todo el asunto de su casamiento de una vez- prendió en él.
– No. Me ocuparé personalmente. -Miró a Horace y esbozó una sonrisa irónica-. Ser el cabeza de familia tiene algunas ventajas.
Tras felicitar a Waring por su excelente trabajo, Gyles lo acompañó al vestíbulo. Horace les siguió; se fue tras Waring, anunciando su intención de volver al castillo de Lambourn al día siguiente. La puerta principal se cerró. Gyles dio media vuelta y subió por la amplia escalinata.
Un aire de discreta elegancia y la gracia inconfundible de la riqueza antigua le rodeaban, pero había una cierta frialdad en su casa, un vacío que helaba el ánimo. Aun siendo de un clasicismo sólido y atemporal, su hogar carecía de calor humano. Desde lo alto de las escaleras, contempló el imponente escenario y concluyó que era ya hora sin duda de hallar una dama que subsanara esa carencia.
Francesca Hermione Rawlings encabezaba con holgura la lista de candidatas a asumir la tarea. Aparte de todo, ansiaba de veras hacerse con la escritura de la heredad Gatting. Había más nombres en su lista, pero ninguna otra dama igualaba las credenciales de la señorita Rawlings. Claro que podía resultar igualmente inelegible por una razón u otra; si ése fuera el caso, lo averiguaría mañana.
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