Sacudió la cabeza con una risa airosa.

– Mi decepción surge de la discrepancia entre lo que yo creía, y que tenía razones para creer, que recibiría en realidad del hombre, y lo que ahora -lo escrutaba con atrevimiento, en la medida en que podía verlo mientras él la sostenía en sus brazos- me ofrece el conde. Si lo hubiera sabido, jamás habría firmado las malditas capitulaciones, y ahora el conde no se vería condenado a vivir una mentira.

El mero hecho de pensar en el embrollo en que él los había colocado puso su genio en órbita. Él le apretó férreamente la mano con la suya; la atrajo aún más cerca. Ella tomó aire con un respingo y sintió cómo sus senos se restregaban contra el pecho de él. Levantó la vista de forma que sus miradas se cruzaron; la suya expresaba desafío y una advertencia.

– Sugiero, milord, que aplacemos cualquier discusión sobre tales asuntos hasta que nos hallemos a solas, a menos que queráis poner en riesgo nuestros duros esfuerzos de toda la tarde.

La actitud distante de él se quebró -tan sólo por un instante- y ella vio al predador que merodeaba en sus ojos. Y se preguntó si estaban a punto de permitirse su primera pelea, en público, en mitad del salón de baile y en plena celebración de su boda. La misma idea se le pasó por la cabeza a él; lo vio en sus ojos. El hecho de que dudara, de que se lo pensara antes de echarse atrás la asombró, la intrigó; e hizo tambalearse su seguridad en sí misma.

Los músicos acudieron en su ayuda poniendo fin a la danza con una floritura. Con una risa y una sonrisa, se zafó de sus brazos y le dedicó una elaborada reverencia. Él se vio obligado a inclinarse, y luego hizo que ella se incorporara. Toda embeleso y sonrisa, dio la vuelta esperando que él soltara su mano y se separaran, para atender cada uno por su lado a los muchos invitados ansiosos por hablar con ellos.

Los dedos de Gyles apresaron su mano.

Se acercó a ella, por detrás y por un lado.

– Oh, no, querida mía… Nuestro baile no ha hecho más que empezar.

Aquellas palabras susurradas rozaron su oído, provocándole un escalofrío.

Levantando la barbilla, sonrió a lord y lady Charteris, y dio a su señoría su otra mano.

A su lado, Gyles correspondió con gesto meloso al saludo de lady Charteris e intercambió una inclinación de cabeza con su señoría. Actuaba enteramente por un hábito mecánico largamente arraigado, mientras que sus pensamientos y sus sentidos estaban centrados exclusivamente en la mujer que tenía a su lado.

¿Así que decepcionada? ¿Ya? ¿Tan pronto?

Aún no habían llegado al lecho nupcial. Entonces, ya verían. Ya vería ella. Puede que se negara a amarla, se iba a negar a amarla. Pero en ningún momento había dicho nada de no desearla. Nunca había negado que la anhelaba con lujuria. El hecho de que el suyo fuera un matrimonio concertado no cambiaba eso en absoluto.

Esperaba con expectación el momento de sacarla de su error.

Dejaron a lord y a lady Charteris; Francesca se volvió hacia él. Seguía agarrándola de la mano, manteniéndola a corta distancia; inclinó la cabeza de forma que se acercaron aún más. La mirada de ella se detuvo en sus labios un momento, luego parpadeó y le miró a los ojos.

– Debo hablar con vuestra tía.

Él sonrió. Como un lobo.

– Está al otro extremo del salón.

Le levantó la mano, entre los dos. Sosteniéndole la mirada, se llevó su muñeca a los labios y los apretó, en un beso, contra su sensible cara interior.

Los ojos de ella centellearon. Él notó el temblor que luchaba por reprimir.

La sonrisa de Gyles se ensanchó; dejó que los párpados le velaran los ojos.

– Venid. Os llevaré con ella.

Durante los veinte minutos siguientes, todo transcurrió según él dictaba. Al amparo de su nueva relación, le tocaba la mejilla, la garganta, acariciaba con un dedo la cara interna de su brazo desnudo. La sentía sobresaltarse, estremecerse, ablandarse. Sentía cómo sus nervios se tensaban, cómo se hinchaban sus expectativas. E iba tocando al compás, pasándole la palma de la mano por el hombro desnudo, deslizándola posesivamente por su espalda, haciéndola bajar por sus caderas y las curvas de las nalgas.

Cerraba las manos en torno a su diminuta cintura mientras la conducía a través de la multitud.

Su toque era ligero, sus acciones las propias de un hombre posesivo para con su recién desposada. Cualquiera que los viera sonreiría indulgentemente. Sólo ella comprendía sus intenciones. Sólo ella comprendía que todo era para hacerle saber a ella que, con él, el juego sensual era uno al que no podía ganar. Que no iba a ganar. Y que, sin embargo, era un juego al que iban a jugar.

Nadie, ni Henni, ni siquiera su madre, podía ver a través de su máscara, pero Francesca, su hermosa y voluptuosa esposa, estaba claro que sí.

Cuando, desde detrás de ella, cerró la mano en torno a su antebrazo, guiándola brevemente por entre la multitud y acariciando a la vez con el pulgar el lateral de su pecho, Francesca se preguntó cuán lejos pensaba llevar el juego. Decidió que ya no le importaba. Levantando la cabeza, lo miró por encima del hombro, tentándolo deliberadamente.

Un leve rubor había aflorado a sus mejillas; su respiración había dejado de ser regular. Se hacía una idea bastante clara de lo delicadamente, trémulamente dubitativa que debía parecer.

Él inclinó la cabeza; la aferró con más fuerza, haciéndola caminar más despacio. Volvió a acariciarla, deliberadamente, con su díscolo pulgar.

Ella se detuvo, miró hacia arriba y volvió la cabeza hacia él, apoyándole su espalda.

De pronto, tenía los labios justo debajo de los suyos. Le rozó con la cadera. Los ojos de Gyles se enardecieron, su gris se volvió tormentoso. Se clavaron en los de ella. Ella notó que su respiración se entrecortaba. Sin apartar la vista de sus ojos, se apretó contra él, contra la cresta de su erección.

– ¿Milord? -Susurró la palabra en sus labios, convirtiéndola en un desafío flagrante.

Los ojos de él, oscuros como la tormenta, se endurecieron. Ella volvió a despegarse, inclinando juguetona la cabeza, sonriendo; recordándole que debía sonreír también él.

Así lo hizo, sus labios se curvaron fácilmente; la luz de sus ojos, el tenor de aquella sonrisa hicieron que un escalofrío atravesara a Francesca.

– Milady. -Arqueó una ceja, pero no hizo preguntas.

Se había entablado la batalla.

Él se anotó el primer tanto, lanzándola como un trompo a otra danza que la dejó sin respiración. Ella contraatacó pinchándolo a su manera, flirteando taimadamente con tres caballeros a la vez. Cuando él cortó secamente su exhibición, le sonrió, maliciosa, y observó cómo crecía su irritación.

Poco después, descubrió que él contaba con una ventaja que no podía igualar. Podía tocarla en cualquier parte y su conciencia daba un vuelco. Todo su cuerpo, toda su piel, eran hipersensibles no sólo a su contacto, sino a su respiración, a su misma proximidad. Tenía la más aguda percepción del mínimo roce, de todas y cada una de sus insinuadas y furtivas caricias.

Su reputación era merecida: había visto lo suficiente, lady Elizabeth se lo había dado a entender lo bastante, para hacerse una idea. Sólo un maestro consumado podría haber conseguido lo que él, hecho lo que él, en medio de un salón de baile atestado de gente. Muy contadas veces, alguien había visto algo; en muy pocas ocasiones captó ella una sonrisa de complicidad o más amplia de la cuenta.

Durante veinte minutos cumplidos, le había hecho sudar tinta, no ganar para sustos, volviéndola loca sin saber por dónde saldría a continuación. Intentando adivinarlo, para así poder emprender una acción evasiva…

De golpe, comprendió que aquél era el camino seguro a la derrota. Pero no tenía apenas vías de ataque.

Se concentró en ello; y descubrió que el borde exterior de la oreja era uno de sus puntos sensibles. Los lados de su cuello eran otro, pero el fular se interponía. Los brazos, los hombros, las caderas… podrían haber servido, de haber estado desnudos. Pero su pecho… cuando fingió tropezar y se dejó caer contra él extendiendo los dedos por sus anchos músculos, pudo sentir que le cortaba la respiración.

El ejercicio le había costado otro episodio de sentir sus manos aferrando con demasiada firmeza su cintura, pero se había zafado de sus garras sonriendo. Con mucha intención.

Continuaron charlando, jugando a ser el centro de atención para el gentío allí congregado, sin abandonar en ningún momento su juego particular. La necesidad de ocultar sus colisiones físicas hizo que fueran subiendo las apuestas, que aumentara el desafío.

Finalmente, encontró lo que andaba buscando. Sus muslos: se puso visiblemente tirante cuando ella deslizó hábilmente los dedos por sus largos músculos, tensos bajo los pantalones.

Durante una fracción de segundo, se le cayó la máscara, y ella pudo ver fugazmente al hombre que la había besado en el bosque. Entonces él se hurtó a su mano y la hizo girar entre la masa de los danzantes. Un segundo después, sintió la mano de él en su cadera, sintió cómo descendía deslizándose para luego cerrarse. Dando gracias al cielo por el obstáculo de sus pesadas faldas y sus enaguas, se apartó con una mirada burlona.

Al cabo de diez minutos, lo volvió a pillar por banda. Él con la espalda contra la pared y ella delante, con sus amplias faldas ocultándole las manos, extendió los dedos por sus muslos y deslizó las manos hacia arriba…

Gyles le agarró las muñecas con puño de hierro. Se sorprendió a sí mismo mirando fijamente aquellos brillantes ojos verdes, que se agrandaban levemente; y se preguntó qué demonios le estaban haciendo. No hacía falta que ella lo tocara para embravecerle; estaba ya a punto de reventar. Su juego, con la inesperada incorporación de ella, había acabado por enredarlo bien enredado.

Si lo tocaba…

Miró furtivamente a la multitud. Habían dedicado un rato a todo el mundo, cumplido con sus obligaciones sociales; el evento iba llegando a su fin. Eran las últimas horas de la tarde, aún no había anochecido. La mayor parte de los invitados volverían a sus casas aquella noche. Muchos partirían tan pronto como Francesca y él se retiraran.

Miró a los ojos desafiantes de su esposa.

– Sigamos con esto en privado.

Ella enarcó las cejas; luego, inclinó la cabeza.

– Como deseéis.

Se enderezó. Al no soltarle él las muñecas, miró hacia abajo. Gyles se forzó a hacerlo, a relajar los dedos y soltarla. Ella lo observó, observó cómo sus dedos se desenroscaban. Él la vio levantar una ceja y comprendió que ella lo notaba, que percibía el esfuerzo que le costaba y todo lo que estaba escondiendo.

– ¿Veis la puerta de la pared de la derecha? Salid, girad por la primera esquina a la derecha, luego por la tercera a la izquierda y la primera a la derecha. Llegaréis a un tramo de escaleras. Subid: os conducirá a una galería. Una doncella estará esperando para acompañaros a la suite de la condesa.

Ella había vuelto a levantar la vista; era incapaz de descifrar su mirada.

– ¿Y vos?

– Yo me abriré camino entre la gente y tomaré otra salida. Así evitaremos más revuelo innecesario. -Hizo una pausa y luego observó-: Suponiendo, naturalmente, que no os agrade el revuelo.

Ella le sostuvo la mirada durante un instante; luego, despojándose de su propia máscara, ladeó la cabeza con altanería.

– Os veré arriba.

Se dio media vuelta y se alejó majestuosamente.

Gyles la observó hasta que hubo desaparecido tras la puerta. Luego se enderezó y se internó con aire despreocupado entre la multitud para escapar, él también, airosamente.

Capítulo 7

– ¿Wallace?

– ¿Sí, señor?

– Váyase. Y llévese también a todo el personal que quede en el ala.

– De inmediato, señor.

Gyles vio cerrarse la puerta detrás de su asistente y empezó a caminar por la habitación, para dar a Wallace tiempo de buscar a la doncella de Francesca y abandonar el ala privada. Sospechaba que este primer encuentro íntimo con su esposa iba a ser todo lo contrario que tranquilo. Ella era lo más alejado de la docilidad y la modosidad que cabía imaginar.

Oyó que se cerraba una puerta. Se paró, y cruzó hasta la que daba al dormitorio de Francesca. Llevó la mano al pomo, pero se detuvo. ¿Habría reparado ella en que allí había una puerta? ¿Y que daba a otra habitación, y no a un armario?

¿Se echaría a gritar si entraba él por allí?

Mascullando una maldición, dio media vuelta y se dirigió a la puerta del pasillo.

Sentada ante la cómoda en su lujoso dormitorio verde esmeralda, Francesca se cepillaba el pelo con esmero sin apartar la vista de la puerta que había a cierta distancia, en la pared de su derecha: la puerta que, según le había informado Millie, daba al dormitorio del conde.