Por allí había de entrar. Estaba lista, esperándolo.
De pronto le pareció que algo se movía. Miró en el espejo… ¡y ahogó un chillido! Levantándose de un brinco de la banqueta, se giró esgrimiendo como un arma el cepillo de dorso de plata.
– ¿Qué estáis haciendo aquí? -El corazón le latía con fuerza-. ¿Cómo habéis entrado?
A medio metro de distancia de ella, él la miraba con ojos enconados. Para su alivio, obvió su absurda primera pregunta.
– Por la puerta. La principal.
Llevaba un batín abrochado descuidadamente con un cinturón sobre unos pantalones anchos de seda. Ella miró forzadamente más allá de él, a la puerta del pasillo, y luego volvió a mirarlo, directamente a los ojos.
– Un caballero habría llamado antes.
Gyles lo había considerado.
– Soy vuestro marido. Esta casa me pertenece. No tengo por qué llamar.
La mirada que ella le dirigía pretendía amilanarlo. En lugar de eso, había conseguido el efecto contrario. Con un gesto muy cargado de afectación, ella se volvió y dejó caer el cepillo con un ruido seco sobre la cómoda.
Gyles tenía observado desde hacía tiempo que las mejores cortesanas dominaban el contradictorio arte de vestirse con recato adquiriendo en cambio un aspecto exuberantemente sensual. Su recién desposada tenía al parecer, en este campo, un talento natural: el camisón de seda marfileña que envolvía sus curvas no era escandaloso en modo alguno y, sin embargo, vestida así, ella personificaba la fantasía secreta de cualquier hombre. El escote era discreto; dejaba expuesta una mínima parte de sus senos. Era la simplicidad misma, no tenía mangas. En su lugar, un negligé de gasa diáfana, generosamente ribeteada de encaje, matizaba el cálido tono de sus brazos desnudos, con los lazos del encaje en las muñecas, alrededor de la línea del escote y a lo largo de la abertura frontal, como tentando a un hombre a alargar la mano, tocar, apartar y llegar más allá.
El pelo, totalmente suelto, lo tenía más largo de lo que él pensaba: los rizados mechones le colgaban por la espalda hasta la cintura.
– Muy bien. -Se dio la vuelta para mirarle de frente. Con los ojos chispeando, cruzó los brazos. Él hubo de reprimirse para mantener la mirada en su rostro, lejos de las cumbres de sus senos, que se dibujaban bajo la tirante seda.
– Podréis explicar ahora cómo es que pensasteis que era mi prima la mujer con quien os ibais a casar.
La pregunta, en el tono en que estaba hecha, consiguió volver a centrar su pensamiento. Al no responder él inmediatamente, ella agitó los brazos en el aire.
– ¿Cómo pudisteis cometer semejante error?
– Muy sencillamente. Tenía bases perfectamente razonables para imaginar que era vuestra prima la dama por la que había hecho mi oferta. -Los ojos de ella, su expresión, lo retaban a que la convenciera. Hizo rechinar los dientes para sus adentros-. El día que había presentado mi oferta, caminé hasta las cuadras por donde los setos.
Ella asintió cabeceando exageradamente.
– Eso lo recuerdo muy bien.
– Antes de encontrarme con vos, vi a vuestra prima sentada en el jardín cercado, leyendo un libro. No creo que ella me viera.
– Se sienta allí a menudo.
– Mientras la observaba, una mujer exclamó vuestro nombre.
– Me llamó Ester. La oí y acudí corriendo…
– Cuando la llamó Ester, Franni reaccionó. Cerró el libro y se recogió el chal.
Francesca hizo un mohín.
– Ella es algo infantil… Siempre curiosa. Si llaman a quien sea, ella va a ver qué ocurre. Pero no daríais por supuesto, sólo por eso…
– Ester volvió a llamar. «Francesca… Franni»… Y Franni respondió: «Aquí estoy.» Naturalmente, di por sentado que «Franni» era un diminutivo de Francesca. Estaba convencido de que ella erais vos.
Francesca lo estudió. Su enfado remitió; la preocupación nubló sus ojos.
– Decís que conocisteis a Franni, que paseasteis con ella un par de veces. ¿Qué le dijisteis?
Él apretó la mandíbula.
– Ya juré por mi honor que no le había dicho nada que… -Se interrumpió al excusarle ella con un gesto.
– Os creo cuando decís que no mencionasteis vuestra oferta, pero Franni, como he dicho, ya oísteis a Charles, es muy infantil. Lo exagera todo mucho. -Gesticuló con las manos; sus ojos le pedían que entendiera-. ¿De qué hablasteis con ella?
Él frunció el ceño.
– ¿Qué importancia tiene eso?
Ella frunció los labios, y luego cedió.
– Franni mencionó que la había visitado un caballero, uno que había ido dos veces. Ella interpretó que sus visitas querían decir que iba a pedir su mano. Esto me lo contó hace unos días. No conseguí que me revelara nada más…, se pone misteriosa con frecuencia. Y, a menudo, cosas de las que ella está segura son pura fantasía.
El gesto fruncido de Gyles se acentuó; ella prosiguió:
– Ni siquiera sé si el hombre en que pensaba ella erais vos, pero podríais serlo, y ella podría haber…
– … imaginado el resto. -Gyles se esforzó en recordar-. Yo me presenté como Gyles Rawlings, un pariente… -Se interrumpió. Francesca había puesto los ojos como platos-. ¿Qué?
– Yo… Nosotros, Ester, Charles y yo, nos referíamos siempre a vos como Chillingworth. Cuando llegamos aquí, vuestra madre y los demás hacían lo mismo, al menos delante de Franni. Es posible que ella no comprendiera…
– ¿… quién era yo hasta la ceremonia? Eso podría explicar su reacción. La pura sorpresa tiene más sentido que no que ella sacara conclusiones de nuestros encuentros.
– ¿Aquellos encuentros?
– Durante el primer paseo que dimos, no hablamos más que de los perros. Le pregunté si eran suyos. Ella dijo que sólo vivían ahí. Luego yo hice un comentario sobre sus manchas, con el que estuvo de acuerdo. Luego la dejé. Al día siguiente, todo su interés eran los árboles. Preguntaba qué era cada uno. -Sacudió la cabeza-. Creo que le respondí un par de veces. Aparte de eso, y de adiós, no recuerdo haberle dicho nada más.
Estudió el rostro de Francesca.
– Si vuestra prima se imaginó algo, fue sin ningún fundamento. Ni vos ni yo podemos hacer nada al respecto. Vos misma habéis dicho que no sabéis si se estaba refiriendo a mí o a algún otro. O a nadie. No sabéis si es por eso por lo que reaccionó en la capilla como lo hizo. Podría ser, como sugirió Charles, simple sobreexcitación.
Francesca le sostuvo la mirada. Tenía razón: no había nada que ninguno de los dos pudiera hacer, al menos no en aquel momento. Él alargó un brazo hacia ella. Ella se apartó bruscamente.
– Vuestra equivocación con Franni es sólo la primera de nuestras cuentas pendientes, milord. -Le miraba a los ojos mientras daba vueltas a su alrededor-. Deseo entender por qué, si pensabais que habíais hecho la oferta por Franni, os mostrasteis tan… -gesticuló- «interesado» por mí. -Estaba segura de que entendería su alusión; que su expresión se hiciera más grave de lo que ya era se lo confirmó. Girando sobre sus talones para encarársele, extendió los brazos en cruz-. Si pensabais que ella era yo, ¿quién creísteis que yo era?
Sus ojos se esquinaron como lascas de pizarra. La miró de arriba abajo, y ella sintió su mirada como si la tocara, como si le pasara sus largos dedos por la piel desnuda. Bajo el camisón, sintió un cosquilleo. Dominó un escalofrío y sostuvo su mirada en la de él.
– Pensé -dijo, masticando sus palabras- que erais una gitana. Demasiado bien dotada y consciente de ello, y, con mucho, demasiado atrevida para ser una joven dama. -Dio un paso amenazador hacia ella-. Pensé que erais una compañía descarada y ávida.
Ella ladeó la cabeza, desafiante.
– Sé muy bien en qué pensabais, milord. -No hizo ningún ademán de retirarse ante el acecho de su avance.
– Lo sé. Porque pensabais cosas parecidas. -Se detuvo ante ella. Alzó la mano y repasó con un dedo la línea de su mentón, para deslizarlo luego bajo su barbilla y levantarle la cara hacia la suya. La miró a los ojos fijamente-. ¿Podéis negarlo?
Francesca permitió que sus labios se curvaran en una sonrisa.
– No. Claro que yo no venía directamente de pedir la mano de otro.
Gyles comprendió que había dado un paso en falso, pero ella no le dejó echarse atrás.
– ¿Cómo os atrevéis? -Con ojos furiosos, le hincó un dedo en el pecho-. ¿Cómo os atrevéis a hacer una oferta por mí y luego, al cabo de unos minutos, pensar, considerar e incluso empezar a planear hacer a otra mujer vuestra amante?
– ¡Esa otra mujer erais vos!
– ¡Eso vos no lo sabíais! -Volvió a darle con el dedo. El dio un paso atrás y ella se le vino encima como un torbellino-. Vinisteis a por mí, me buscasteis en el huerto… Me besasteis… ¡Casi me sedujisteis!
Era más baja y ligera que él y, sin embargo, su furia abrasaba como el fuego. Sus manos, sus brazos, todo su cuerpo estaba en llamas; se le acercaba y él retrocedía, paso a paso, ante la pura cólera de sus ojos.
– Dejasteis a la mujer a la que creíais prometeros y salisteis deliberadamente a buscarme para…
– Estabais más que predispuesta a dejaros seducir…
– ¡Por supuesto que lo estaba! Yo sabía quién erais… ¡Habíais pedido mi mano! Creía que me deseabais a mí… ¡A mí, que había de ser vuestra mujer!
– Sí que os deseaba…
Ella le cortó la explicación con un torrente de palabras en italiano. El hablaba ese idioma con fluidez, pero a la velocidad a la que hablaba ella, entendía menos de una palabra de cada diez. Palabras como «arrogante», y algo que pensó que venía a ser «cerdo», y una o dos más, bastaron para que se hiciera una idea de por dónde iban los tiros, pero no tanto del contexto como para poder defenderse.
– Más despacio… No os entiendo.
Los ojos de ella seguían lanzando llamaradas.
– ¿Vos no me entendéis a mí? ¡Estabais resuelto a casaros con una dama con la que deliberadamente apenas habíais intercambiado dos palabras! ¡Soy yo la que no os entiende a vos!
Volvió al italiano, una cascada de fogosas imprecaciones que, como una marea física, les barría a ambos. Sus gestos, siempre dramáticos, se hicieron más enfáticos, más violentos. Él continuaba la retirada mientras pugnaba por llegar a un punto en que entendiera lo suficiente para dar pie a una réplica. Ella andaba como una furia de un lado para otro, moviendo los brazos en todas direcciones.
De pronto se dio cuenta de que le había abierto la puerta del pasillo y lo estaba empujando hasta el umbral. Agarrando el canto de la puerta, se plantó.
– ¡Francesca!
La exclamación pretendía tirarle de las riendas, devolverla a la realidad.
Sólo consiguió provocar otro chorreo furioso en italiano. Ella levantó la mano en el aire amagando una bofetada. No se la dio, no habría llegado, era sólo otro gesto histriónico para transmitirle su desprecio, pero él se echó atrás para esquivarla y soltó la puerta.
Gyles estaba en el pasillo y Francesca en el quicio de la puerta, con los brazos en jarras, con los pechos subiendo y bajando al compás de la respiración, el pelo negro una madeja de seda contra el marfil del camisón. Fuego verde le ardía en los ojos.
Estaba tan vivamente, vital e intensamente hermosa que, literalmente, le cortaba la respiración.
– ¡Y luego -dijo, volviendo al inglés-, cuando hayáis conseguido responder a eso, podéis explicar por qué razón, aquella mañana en el bosque, os detuvisteis! Y lo mismo en las cuadras, ¿no fue anoche mismo? ¡Me deseáis, milord, pero tampoco! No me queríais para esposa, pero pensasteis convertirme en vuestra amante. Pensasteis seducirme, ¡y cuando lo conseguisteis me rechazasteis! -Alzó las manos al cielo-. ¿Cómo podéis explicar eso? -Hizo una pausa, creando un silencio dramático tras su parrafada. Con los pechos moviéndose al ritmo de su respiración agitada, lo miraba fijamente a los ojos. Entonces tomó una larga inspiración, se irguió y levantó la barbilla.
– Lo expresasteis muy sucintamente anoche. No me queréis, no me necesitáis; tan sólo me deseáis. No, sin embargo, tan profundamente como para tomaros la molestia de consumar una relación. Y ahora estamos casados. Ya tenéis algo en que pensar. -Se dio la vuelta-. Buenas noches.
Él soltó una imprecación y saltó hacia la puerta. Se cerró en sus narices de un portazo. Oyó el chasquido del pestillo cuando cerraba la mano en torno al pomo.
El juramento que profirió no fue malsonante. Miraba a la puerta con ojos iracundos. Podía oír las carcajadas del destino.
Había tramado y planeado hacerse con una esposa modosa y dócil.
Y había acabado cargando con una fiera.
Francesca no perdió el tiempo parándose a mirar la puerta cerrada. Atravesó corriendo la habitación, hacia la puerta que comunicaba con el dormitorio de Gyles… para detenerse en seco al llegar, horrorizada: la puerta no tenía pestillo.
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