Miró en derredor y corrió al buró. Levantó la silla que había delante y se apresuró a encajarla bajo el pomo.
Retirándose unos pasos, examinó el resultado. Parecía excesivamente endeble para su tranquilidad.
Había una cajonera a un lado de la puerta; se situó junto a ella, tomó una inspiración profunda y la empujó con todas sus fuerzas. Sólo se movió un centímetro. Animada, puso sordina a la sensación de pánico que crecía dentro de ella y volvió a empujar. El otro extremo del mueble topó con el marco de la puerta.
Mascullando una maldición, corrió a ese lado, extendió los brazos y trató de liberar el canto…
Unas manos robustas se ciñeron en torno a su cintura.
Gritó del puro sobresalto. Pero reconoció las manos: habían estado jugueteando con su cintura durante las últimas horas. El susto se ahogó bajo una oleada de furia renovada. Él tiró de ella dándole la vuelta, le aprisionó la cintura entre sus manos y la levantó en el aire, por encima de su cabeza.
Asustada de nuevo, ella lo cogió del pelo, no tirando, sino por agarrarse a algo. En los ojos de él llameó una advertencia: ella la ignoró, ocupada como estaba intentando dilucidar cómo había entrado.
– La otra puerta… La que da a vuestra salita. Veo que aún no os habéis parado a admirar el decorado.
Francesca miró al otro lado de la habitación, y se fijó por primera vez en la puerta que había en la pared opuesta.
Su tono educado no sirvió para calmarla. Liberando una mano, bajó la vista. El echó a andar, cargando con ella como si fuera un peligroso trofeo de caza, sosteniéndola muy por encima de su cabeza con los brazos extendidos.
– ¿Qué estáis haciendo? -Trató de mirar a su alrededor, pero no pudo. Pensó que la llevaba hacia la cama.
– Que vuelvan las aguas a su cauce.
La determinación de sus palabras no le pasó por alto.
– ¿Y qué cauce es ése?
Él se detuvo e intentó levantar la vista, pero no podía. Ella tenía que soltarle del pelo. Lo hizo, de mala gana. Trató de agarrarse a sus antebrazos, pero no había nada a lo que se pudieran aferrar sus dedos: las mangas del batín le habían caído hasta los hombros. Estando en precario equilibrio muy por encima del suelo, no le quedó más remedio que confiar en él, en su fuerza, en que la sostuviera firmemente.
Gyles echó atrás la cabeza y la miró a la cara. Ni el más mínimo temblor agitaba los férreos músculos de sus brazos: la estaba sosteniendo sin ningún esfuerzo.
Lo miró a los ojos. Su mirada era tormentosa, turbulenta… y decidida.
Al cabo de un momento, habló él.
– Estamos casados. Ésta es nuestra noche de bodas.
Un escalofrío recorrió el espinazo de Francesca. Cierto instinto ancestral le advirtió que no contestara, que no articulara alguna réplica despectiva, ningún sarcasmo. Necesitaba pisar el suelo, no estar cautiva, para reanudar la batalla. Esperó, respirando aceleradamente. Él, sin apartar los ojos de los suyos y despacio, muy despacio, la fue bajando.
Gyles tenía las manos al nivel de su pecho y ella acababa de tocarle los hombros con las suyas, con los dedos de los pies todavía a un palmo del suelo, cuando sintió que se le contraían los músculos de los brazos y los dedos se le clavaban en la carne.
La arrojó hacia atrás.
Cayó cuan larga era en mitad del enorme lecho. Recuperó el aliento con un espasmo y se revolvió para incorporarse.
Gyles se sacudió el batín de encima y fue a por ella.
Ella intentó aferrarse a la escurridiza seda, pero no lo conseguía. Él la arrastró hacia sí, enredándole las piernas entre las suyas. Al seguir ella resistiéndose, le agarró las manos, sujetándolas con una de las suyas, y las ancló sobre la cama por encima de su cabeza; luego se irguió antes de inclinar su cuerpo hasta descender sobre el de ella.
Su peso la sometió, la aprisionó debajo de él. Apoyado en sus antebrazos, la miró a los ojos, cautelosos pero furiosos todavía.
Sus senos se alzaban y caían contra su pecho, su cuerpo yacía firme y ligero bajo el suyo. Cerró sus sentidos a la distracción que ella les brindaba. Se lo permitiría en cuestión de un minuto, pero antes…
– Teníais razón en un principio, cuando nos encontramos la primera vez, respecto a lo que pensé de vos.
Francesca le sostuvo la mirada y trató de leer en sus ojos; su oscura turbulencia la venció. Su expresión era hierática como la de una estatua, no podía identificarla, aunque una parte de ella sí lo hizo: una parte de ella reaccionaba. A la mirada de sus ojos, al severo gesto de sus labios, a la aspereza bronca de su voz.
– Os deseaba… Aún os deseo. -Su mirada derivó hasta los montículos turgentes de sus senos. Se hundió en ella, que pudo notar su rígida erección en el muslo.
– Cada vez que os veo, no puedo pensar en otra cosa que en estar dentro de vos. -Con su mano libre, repasó el contorno del escote de su camisón, desde su hombro hasta el centro, donde unos botoncitos lo mantenían abrochado. Un leve tirón, y el primer botón quedó libre del ojal-. Ahora que estamos casados, podré satisfacer ese deseo todos los días, cada mañana y cada noche.
Siguió desabrochándole el camisón.
A ella no le quedaba ninguna duda sobre el cauce por el que él discurría. Tomó aliento brevemente.
– No me queréis. No me necesitáis.
Él levantó los ojos para encontrarse con los suyos. Inclinó la cabeza.
– No os quiero. No os necesito. Pero sabe el cielo que os deseo. -Deslizó un dedo bajo su camisón abierto y trazó el contorno de su pecho izquierdo. Ella sintió en los dos el temblor que la recorrió entera-. Y vos me deseáis a mí.
Ella sabía lo que pretendía, lo que iba a hacer, y sabía que no tenía forma de defenderse. Pero no era lo que ella quería; no de esa manera.
– No me queréis por esposa. No queríais casaros conmigo.
– No. -Desplazó su peso para alcanzar los botones de más abajo-. Pero lo he hecho.
El último botón quedó libre; su camisón se abrió hasta la cintura, y la seda resultó ser menos suntuosa que la piel que ocultaba. Gyles deslizó la mano bajo el borde de la prenda, agarró su pecho y trazó con el pulgar el círculo de su ápice.
– Lo que nos lleva de vuelta al punto en el que estamos. -La miró a los ojos-. A esto.
Volvió a contornear su pezón y notó cómo se tensaba su espina dorsal. Leyó en sus ojos, oscurecidos y muy abiertos, la comprensión de que no conseguiría -no podía- ganar el trofeo que su corazón ambicionaba. Y comprendió por qué se había sentido tan decepcionada. Tan sumamente enfadada.
Se inclinó sobre ella.
– Todo aquello que os prometí, lo tendréis.
«Pero nada más.»
Aquel voto quedó flotando entre los dos, callado pero implícito.
Ella había visto más allá de su máscara, y albergaba esperanzas que él no querría, no podía, satisfacer. Le daría pasión y deseo, pero pasión y deseo no eran amor; nadie sabía eso mejor que él.
Él inclinó la cabeza y la notó tensa. Siguió un segundo de tirantez. Esperó un momento, dándole tiempo a ella de encajar la situación, de tomar una decisión. Entonces sintió que se relajaba debajo de él, accediendo, dejando fluir fuera de sí toda resistencia.
Se le acercó un poco más, salvando los últimos centímetros que separaban sus bocas. Sus labios se cernieron sobre los de ella, y se abrieron.
– Lo lamento.
Gyles musitó aquellas palabras contra los labios de ella, y a continuación los cubrió. Lamentaba decepcionarla, lamentaba su equivocación. Pero no lamentaba tenerla, por fin, debajo de él.
Ella recibió con sus labios los de él, pero sin reclamar nada. Su cuerpo yacía receptivo, pero pasivo, bajo el de él.
La noche anterior se había mostrado frenética, ávida; ahora, hundida en la seda esmeralda de su lecho nupcial, tenía, si bien no reparos físicos -su cuerpo no lo permitiría-, sí vacilaciones y reticencias mentales. Incluso renuencias.
Él liberó sus manos y la atrajo hacia sus brazos, colocándola contra sí, medio debajo de él, y empezó a acariciarle la cara, a deslizar las manos por sus curvas.
Había jurado no cortejarla, y no lo había hecho. Pero, ahora que era suya, percibía una necesidad radical de ganársela, de vencer su renuencia a entregarse, a rendirse enteramente a él. Demasiadas mujeres se habían arqueado bajo su peso para que ignorara la diferencia entre la rendición absoluta y el simple compartir los cuerpos para el placer mutuo. Y sabía cuál de esas dos cosas quería de su gitana, de su súbitamente reticente esposa. Y a pesar del hecho de que reventaba de deseo, de que su cuerpo no ansiaba otra cosa que sencillamente enterrarse en ella, saciar el anhelo concupiscente que llevaba demasiado tiempo acumulando, decidió volcar su mente y su considerable talento en una seducción que nunca imaginó que perseguiría.
Nunca imaginó que trataría de seducir a su esposa.
La besó dulce y lentamente, dibujando, con toda la intención, simples caricias. Preparada como estaba para un expolio en toda regla, para una reivindicación despiadada, Francesca quedó desarmada. Pero no se engañó. Sabía que lo estaba haciendo deliberadamente, que por algún motivo insondable había decidido que quería de ella algo más que una simple cópula. Yacía tendido a su lado y sobre ella, encajonándola; su fuerza era manifiesta, no la disimulaba en modo alguno. Su pericia se manifestaba clamorosamente en cada roce. Tenía el poder de subyugarla; de obligar a su cuerpo a quererlo, de hacerla arder de deseo.
Mientras correspondía a sus besos, tímidamente, sin saber adonde conducía aquello, repasó mentalmente las exhaustivas explicaciones de sus exigencias, de las condiciones, explícitamente expuestas, de su matrimonio. Todo lo que necesitaba hacer para cumplir con los objetivos que se había planteado era fecundarla. ¿A qué venía esto, entonces?
Ignoraba la respuesta. Si se dejaba llevar por él, no tardaría en ser incapaz de pensar y, sin embargo, la tentación de aprender cualquier cosa que él quisiera enseñarle, de descubrir lo que deseaba de ella, fuera lo que fuese, era cada vez mayor.
Esta noche se convertiría en su esposa, de hecho y no sólo de nombre; eso era incuestionable. Pensaba que eso se cumpliría mediante un acto apasionado pero distante; pensaba que ése era su designio, la vía que sin duda tomaría.
Al parecer, se había equivocado. Sólo podía haber un término final para esta noche, pero el camino que había elegido para llegar allí era diferente e infinitamente más atractivo que aquel por el que había asumido que la urgiría.
Decidió que estaba más que deseosa de seguirlo en su inesperado enfoque.
Había ido consintiéndola con besos cálidos, sencillos, tranquilizadores. Entonces sus labios se tornaron más firmes, más duros, exigentes. Ella abrió la boca para él, invitándolo a entrar, ofreciéndole lo que quería. Se estremeció cuando lo tomó. El placer que él sabía bien cómo infundirle la llevaba a perder el sentido. Lo dejó ir, abandonándose a medida que él la arrastraba y predisponía su espíritu a la pasión.
El suyo, y el de él. La combinación de los dos era poderosa, embriagadora. A ese ritmo más lento, tenían tiempo de demorarse, de ajustarse a conciencia el uno al otro, de coordinarse. En las profundidades de su lecho de sedosos ropajes, la pasión, el deseo y la necesidad se convertían en realidades físicas, cualidades tangibles que ellos sopesaban, intercambiaban y equilibraban.
Se situaron más allá del tiempo, que perdió todo significado. Lo único relevante era el viaje en que se habían embarcado; no importaba nada más. Sus besos se hicieron más profundos, la lengua de él se deslizaba por la de ella, enredándose, incitándola, acariciándola. Prendiéndole fuego. Sus intercambios se hicieron más ardientes, más íntimos. Ella se rindió, acunando con una mano la enjuta mejilla de él, a aquella espiral de ardor, a aquella necesidad imperiosa.
Sus labios se separaron. Se apartaron para respirar, para tomar aliento. Sus miradas se cruzaron. La lámpara de la cómoda aún ardía, arrojando una luz dorada desde una cierta distancia. La suficiente para que pudieran ver, buscarse los ojos, empaparse de lo que veían. Para acordar sin palabras que ya habían explorado esa visión lo suficiente y que estaban listos para seguir adelante.
Él llevaba todo aquel rato abarcando su pecho con la mano. La retiró por debajo de la seda del camisón y buscó su hombro. Apartó la hombrera a un lado. Ella le miró a los ojos y encogió el hombro. Él tiró hacia abajo del camisón y el negligé; ella levantó el brazo, liberándolo, sin apartar la vista de su rostro, observando el oscuro brillo de sus ojos.
Gyles se echó atrás y repitieron el ejercicio, liberando el otro brazo. Tiró de la bata hacia abajo, hasta quedar ella desnuda de cintura para arriba. Nunca había sentido vergüenza de su cuerpo, sabía que no había motivos para ello. Con una mano en el hombro de él y la otra ahuecada tras su nuca, observó atentamente cómo la miraba; entonces él alzó la vista para mirarla a los ojos.
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