Entre los dos se produjo un relámpago de emoción, un entendimiento súbito. De la vulnerabilidad de ella. Del ánimo posesivo de él.

Gyles posó de nuevo los ojos en sus pechos, y se acomodó a su lado. Ella sintió su mirada, y que su carne reaccionaba: instintivamente, se puso tensa. Pero él simplemente levantó una mano y, con exquisita suavidad, la pasó por la base de su pecho. Sabía que, si le succionaba el pezón, ella perdería cualquier capacidad de obrar más allá de los dictados del deseo desenfrenado. Y no hizo ademán de agachar la cabeza, sino que repasó su carne trazando caricias, cada roce era un placer administrado con pericia.

Francesca se fue relajando gradualmente. Su repentina vulnerabilidad se mitigó, conjurada por aquellas caricias, por el lánguido océano de deseo que poco a poco la envolvía, no como una tromba, sino con amable deleite. Había esperado sentirse fría. En cambio, su piel se fue ruborizando, algo febril; no había llamas aún, pero las ascuas brillaban. Con las yemas de los dedos, él trazó el contorno de sus pezones, pero sin tocarlos nunca, sin pellizcarlos; y, en algún intuitivo rincón de su mente, ella halló seguridad.

Cuando volvieron a mirarse a los ojos, los de él estaban oscuros; ella se preguntó cómo se verían los suyos. Fuera lo que fuese lo que él vio en ellos, parecía complacerle. Él inclinó la cabeza, le rozó los labios con sus labios y musitó:

– Confiad en mí.

Deslizó los labios desde su boca para trazar con ellos la línea de su mentón, y seguir luego bajando por el cuello. Encontró en su base el punto donde le latía el pulso y lo lamió, lo cubrió de saliva. Luego succionó allí mismo, y ella sintió que el calor la abrasaba. Él insistió con más fuerza…

Ella reaccionó con todo el cuerpo, arqueándose. Hundiéndole los dedos en el hombro, ahogó un gemido.

Él levantó la cabeza.

Ella, con ambas manos en sus hombros, lo empujó hacia atrás.

– Vuestro pecho.

Él, relajándose, se lo miró. Ella hizo descender sus manos con los dedos abiertos y extendidos, presionando las palmas contra sus fuertes músculos.

– Qué caliente estáis…

El súbito roce, piel contra piel, la aspereza del hirsuto pelo que le cubría a él el pecho, había sacudido sus nervios en un espasmo. Su propia piel, sensibilizada y suave como la seda, parecía acusar el roce más que nunca.

El efecto había llegado hasta las palmas de sus manos. Las pasaba por el pecho de él, maravillándose con la sensación, con el calor, con la elasticidad de los músculos bajo la tensa piel, con las cosquillas rasposas de su pelo. Descubrió el disco plano de su tetilla y comprobó con interés que tenía el pezón tan contraído y duro como ella los suyos.

Él se movió cuando ella aún estaba pasando el dedo.

– Os acostumbraréis a esto.

¿A su pecho? ¿O a su potenciada sensibilidad táctil?

«Ni así que pasen diez años.» No pronunció estas palabras, pero el pensamiento debió de asomar a sus ojos. Porque él le enarcó una ceja.

– ¿Dónde estábamos?

Inclinó su cabeza, y ella soltó otro gemido ahogado, pero la sensación de su pecho aplastado contra sus senos ya no constituyó una impresión tan fuerte. Sintió su boca cálida en la base del cuello, y luego recorriendo su clavícula antes de barrer las curvas superiores de sus pechos.

Siguiendo el recorrido de sus labios, el ardor prendió en ella de nuevo, encendido por su roce, y se extendió luego en cálidas oleadas bajo su piel. Él lamió y chupó hasta que los pechos se le hincharon, pero evitó persistentemente tocar sus fruncidos y duros pezones. Hasta que le latieron con un ansia que ya no pudo ocultar.

Tenía los dedos de una mano enredados en el pelo de él, y la otra plana contra su pecho, resistiéndose a la certeza de lo que había de llegar, cuando sintió su cálido aliento bañarle un prieto pezón; entonces, hundiendo la cabeza, él se lo llevó al calor abrasador de su boca.

Ella había previsto la misma aguda sensación que había sentido la noche anterior, pero, aunque la sacudida de placer sin duda estaba allí, esta vez no se llevó por delante su conciencia. Él succionaba, y las llamas latían a través de ella, se vertían en sus venas, corrían hasta lo más profundo, pero su calor era todo placer, y ella lo acogía de buena gana, se lo bebía, se solazaba en él.

Él la incitaba. Era como si su cuerpo llegara ahora a sentir la vida, a experimentar más, a apreciar más. Él le daba la percepción y el tiempo para disfrutarla. Con un murmullo de agradecimiento, se relajó en sus brazos, dejó flotar su cuerpo en la marea que él conjuraba, y pensó en cómo agradecérselo. Relajó las manos y las envió a explorar: por el contorno exterior de sus orejas, acariciándole el cuello, extendiéndose para abarcar toda la anchura de sus hombros, estirándose para palpar los músculos de su espalda.

No sabría decir cuánto tiempo fluyeron con aquella marea. Experimentaban, probaban, aprendían, buscando el placer mutuo, disfrutando el regalo del otro. Suaves murmullos, leves gruñidos de aprobación se convirtieron en su idioma, un aletear de párpados, un choque de ojos que se ahogaban paulatinamente, el barrido de unos labios secos, una maraña de lenguas ardientes.

Estaba caliente e impaciente para cuando él le acabó de abrir el camisón y lo deslizó por sus brazos, con la boca recorriéndole la piel como un hierro de marcar. Bajo sus costillas, por su cintura. Por su vientre tembloroso hasta la mata de rizos de su base.

Ella recuperó el aliento y tendió la mano hacia él.

– No. Por favor.

Él levantó la cabeza y buscó sus ojos. Por encima de sus pechos que subían y bajaban. A través del loco martilleo de su propio corazón resonando en sus oídos, ella trató de pensar; de encontrar las palabras.

– No será como la última vez. -La voz de él sonó tan profunda que ella pudo apenas captar sus palabras-. No acabará igual. -Mantenía la mirada clavada en sus ojos-. Necesito probar tu sabor.

Si hubiera usado cualquier otra palabra, puede que ella lo hubiera rechazado, pero había un ansia salvaje en su mirada que sólo se podía interpretar de una manera. Una novedosa sensación de poder, seductora en su novedad, en su carácter inesperado, fluyó por ella.

Él cerró una mano en torno a su rodilla y empujó suavemente…, y ella lo permitió, dejó que le separara los muslos. Le observó elevarse por encima de su otra pierna, apartándola también, y acomodarse entre las dos. Luego dejó caer la cabeza hacia atrás y se preparó para resistirse a la locura.

Pero, esta vez, su mente no se vio desbordada. Se sintió inundada de pasión, febril, flotando, con los sentidos agudizados, pero plenamente consciente. Su cuerpo no parecía ya pertenecer a ella, sino a ambos, al igual que el de él, vehículos los dos de su recíproco placer. Ya no le pareció tan chocante sentir que él la tocaba ahí con sus labios, recibir sus besos, notar la cálida humedad de su lengua acariciarla, dibujarla, lamerla y luego succionar suavemente. El corazón le daba vuelcos, se le paralizaba el pecho; ahogaba sus gemidos, sentía tensarse sus nervios, el remolino mareante de sus sentidos.

Luego sintió que su lengua hurgaba y sondeaba. Cada toque ampliaba la espiral de sus sentidos, tensaba sus nervios, producía en su piel un hormigueo. El placer florecía de nuevo, pero en un plano diferente, más íntimo, más… compartido.

Él le introdujo la lengua mientras la palabra resonaba en su cabeza. Gemía, se tensaba; se llevó el dorso de una mano a los labios para sofocar el grito que ascendía por su garganta. Notó que él la miraba, y luego sus dedos sujetarle la muñeca y tirar de ella.

– No hay nadie escuchando.

Sólo él. Y Gyles, decididamente, quería oír cada pequeño murmullo, cada jadeo, cada gemido desgarrado. Cada grito.

Él estaba obrando completamente por instinto; un instinto que no acababa de reconocer o comprender. Había pensado que, dado que no podía, no quería, darle su amor, lo menos que podía hacer era amarla y hacerle el amor como no se lo había hecho a ninguna mujer. Eso era algo que podía darle, algo a cambio de lo que quería de ella. De lo que necesitaba e iba a obtener de ella. Que iba a tomar de ella.

De forma que se había propuesto hacer de ese momento algo especial, diferente, más intenso. No sería difícil, con ella. Era tan diferente de cualquier mujer que hubiera conocido…

Había en ella pasión para tomar a espuertas: un océano infinito, sin límite, de ardor desinhibido que era el mayor trofeo imaginable para su yo más profundo. El bárbaro entregado al saqueo y la rapiña no quería otra cosa que tomarlo y revolcarse en él; y en su mente se estaba insinuando la sospecha de que sus acciones de esta noche estaban, al menos en parte, motivadas por la posibilidad de que si conseguía deslumbrarla de placer, ella se mostrara más adelante mejor dispuesta a dejar que su verdadero yo se revolcase a sus anchas.

Ella era abierta y confiada, y aunque también era a todas luces inocente, como probaba su reacción ante su pecho, algo que a él nunca le había pasado y que le había curiosamente conmovido, demostraba no obstante un conocimiento, una comprensión sensual, que se contradecía con esa inocencia.

Después de esta, noche, esa inocencia no sería ya la misma, y ese extraño contraste desaparecería. Este pensamiento lo llevó a concentrarse de nuevo en aquello en lo que estaba; la miró a los ojos y, sin soltarle la muñeca, extendió la otra mano y le agarró la que le quedaba libre. Le bajó los brazos, aprisionándole firmemente las muñecas entre sus manos, y luego volvió a la única distracción capaz de demorar un rato al bárbaro acostumbrado al saqueo.

Sabía a manzanas agrias y a alguna especia que le era desconocida. La oía gemir mientras la lamía, y sonreía para sus adentros. Con los hombros, mantenía sus muslos abiertos, lo bastante abiertos para seguir paladeándola, despacio, concienzudamente.

Sabía exactamente cuánta cuerda le daba, sabía cuándo parar un poco, dándole lengüetazos ligeros en la carne hinchada hasta que se calmaba, sabía cuándo era seguro introducirse en la hondura de sus cálidas mieles y darse un festín.

Los sonidos que ella emitía eran a la vez bálsamo y vivo acicate para su yo voraz y rapiñador, alguien a quien sólo ella había sido capaz de provocar, pero estaba decidido a prolongar el placer de su amancebamiento, y no sólo por ella.

Quería explorarla, descubrir esta misma noche tantos de sus secretos como pudiera. No sabía por qué, sólo que sentía ese impulso y que parecía un objetivo adecuado. En aquel combate, entre las sábanas de seda, el instinto mandaba, y a él la dominaba completamente.

Con Francesca, con la manera en que ella le afectaba los sentidos, así sería siempre. Diferente. Más intenso. Más intensamente vivo.

Con ella, era él mismo, todo su verdadero yo, sin ninguna elegante máscara, sin pantalla que velara sus deseos.

Ella se retorcía en su férrea presa. Él la mantenía allí, la mantenía así, en la cúspide del deleite. Sentía el temblor de sus muslos, la tensión que la atenazaba.

Supo que era el momento.

Casi pudo sentir las riendas destrabarse, las correas caer, al soltarle las manos, girarse y sacarse los pantalones. Apartándolos de una patada, se volvió otra vez hacia ella y se incorporó, sentándose en los talones. Con las manos apoyadas en los muslos, la observó, esperando a ver agitarse sus pestañas, esperando a ver el centelleo verde de sus ojos. Cuando lo vio, alzó ambas manos.

– Venid.

Se lo repitió con un gesto de los dedos. Ella se le quedó mirando un momento antes de incorporarse con esfuerzo, deslizando la lengua por los labios. Pestañeó y luego se enderezó de costado, poniéndose de rodillas, y le cogió las manos.

– ¿Cómo?

Él no respondió, pero la atrajo más cerca de sí.

Ella bajó la vista hacia su ingle.

Él le soltó una mano y la cogió de una cadera.

Ella cerró la mano en torno a él.

La sacudida que sintió casi le paró el corazón. Cerrando los ojos, dejó escapar un gemido, y sintió los dedos de ella aletear.

Volvió a gemir y la agarró de la muñeca. Pretendía apartarle la mano, pero ella volvió a cerrar los dedos.

– Mostradme cómo.

Ella soltaba, apretaba… Él no era capaz de pensar en las palabras, y mucho menos de articularlas.

– ¿Así?

Su sensual voz, hecha más profunda por la pasión, avivada por el deseo, quemaba los oídos de Gyles.

Se las arregló para asentir con la cabeza, para forzarse a mover los dedos para guiar los de ella. La oyó reír entre dientes; luego apoyó la cabeza en su pecho. Sintió su pelo, aquella sedosa mata de rizos, cayendo por su pecho desnudo, y se estremeció. Ella volvió a apretar con sus dedos y él contuvo un gemido.

Le enseñó a ella más de lo que tenía intención, cautivado por la sensación de su manita sobre él, por la curiosidad de su roce, por la sorpresa y el descaro del hecho.