E hizo de él un infierno.
Las llamaradas convirtieron en cenizas los últimos velos y hasta el último vestigio de su fachada civilizada. Se zambulló en ella, en su boca, en su cuerpo, con una urgencia codiciosa, ávida. Quería, tomaba, y ella daba. Supo cuándo ella cedió, cuándo se rindió completamente al momento, a las llamas, a la gloria, y se regocijó, exultante, en su victoria. Ella se abrió a él, lo envolvió en sus brazos y le dio la bienvenida, no sólo a su cuerpo, sino a aquella fortaleza que él quería, que necesitaba reclamar para sí.
Estaba posado en la cresta del delirio cuando el alcance de aquella necesidad lo golpeó como un mazazo. La comprensión de sí mismo, de aquel anhelo imperioso y fundamental, le llegó como una revelación cegadora. Pero nada, ni siquiera sus miedos más profundos, podía impedirle tomar aquello que durante tanto tiempo pensó que nunca perseguiría.
Ella alcanzó el clímax debajo de él, y él estaba con ella, bebiendo de sus gritos, complaciéndose fugazmente en la culminación antes de seguirla hacia el vacío.
¿Su victoria, o la de ella?
Hundido, junto a su durmiente esposa, en las sábanas de seda de su cama, Gyles no lo tenía claro. Y tampoco sabía si le importaba. Si le daban su pastel y podía además comérselo, ¿por qué iba a quejarse?
A pesar de su inesperado conocimiento, a pesar de todo lo que había ocurrido, sólo él sabía lo que había pasado en realidad. Sólo él sabía que ella era la primera mujer que había llegado al salvaje que llevaba dentro, la única mujer cuya rendición podía saciar, satisfacer y realizar a su verdadero yo.
La única mujer que su verdadero yo quería.
Ella no podía saberlo, a menos que él se lo dijera. A menos que admitiera su vulnerabilidad en voz alta, articulándola en palabras.
Y los cerdos volarían antes de que eso sucediera.
Abriendo un párpado, echó un vistazo a la cama deshecha, iluminada ahora sólo por la luz de la luna. Ella estaba desmadejada a su lado, de cara a él. Podía distinguir el revoltijo salvaje de sus rizos negros, la franja más pálida de su frente, la manila recostada entre los dos, en la almohada. Bajo la sábana, él tenía un brazo tendido posesivamente sobre su cintura. No lo movió.
No pudo, en conciencia, despertarla y poseerla otra vez. Eso ya lo había hecho una vez; con malos modos, por supuesto, pero ¿qué más le daba eso a un bárbaro? Un escalofrío le recorrió la espalda al recordar la forma en que ella se había vuelto hacia él, buscando sus ojos en la oscuridad, dirigiendo luego los ojos a sus labios; la forma en que había recibido sus besos para concentrarse a continuación en él, en ambos, en lo que iban a hacer.
Cerrando los ojos, se desmadejó él también sobre la cama, tratando de ignorar el espeso aroma de lujuria saciada que flotaba en torno a ellos. Tratando de olvidar su excitación.
Sería por la mañana. El solo hecho de que se hubiera rendido en un frente no quería decir que tuviera que dejar que la lujuria lo gobernara.
Capítulo 8
Era completamente de día cuando Gyles se despertó y alargó los brazos hacia ella.
Y se dio cuenta de que ya no estaba acostada a su lado.
Abrió los ojos de par en par y miró medio aturdido al espacio revuelto en que su reciente y ávida esposa debería haber yacido, cálida y suave y lista para ser excitada…
Contuvo un gruñido, se tendió sobre la espalda y se tapó los ojos con un brazo. ¡Condenada mujer!
Al cabo de medio minuto, levantó el brazo, levantó la cabeza y echó un vistazo por la habitación.
Se incorporó, luego apartó las sábanas bruscamente y se dirigió a zancadas a la puerta de la salita de estar. La abrió con violencia. La habitación estaba vacía. Ni siquiera una doncella a la que poner histérica.
Blasfemando, cerró la puerta, atravesó la habitación y puso derecha la silla que su amante esposa había colocado ante la puerta que daba a su habitación, con la cruel intención de no dejarlo entrar. El recuerdo de la discusión que había dado lugar a ese suceso lo siguió hasta su alcoba.
Cinco minutos más tarde, completamente vestido, avanzaba a zancadas por el césped en dirección a las cuadras, ya no tan seguro acerca de su victoria de la noche anterior. Una y otra vez la había infravalorado, había juzgado mal el modo en que funcionaba su cabeza. Había creído que la noche pasada habría allanado su camino, pero ¿era así? ¿O se había hundido más en el fango?
Si ése era el caso, y dado su carácter, dada su determinación, ¿qué podría hacer ella?
Llegado a las cuadras, fue rápidamente pasillo abajo hasta el compartimiento de la yegua. La yegua estaba dentro; levantó la cabeza y lo miró.
– ¿Os ensillo el caballo, milord?
Jacobs, el jefe de cuadras, llegaba trotando desde el cuarto de los arreos.
– ¿Ha salido alguien esta mañana? -Jacobs nunca se imaginaría que lo preguntaba por su recién casada.
– No, pero tengo entendido que la mayor parte de los huéspedes se ha ido.
– La mayor parte, sí. Me preguntaba si habría salido el tío de la condesa. Debe de estar dentro. -Gyles dio permiso a Jacobs para retirarse y caminó de regreso a la casa.
Trató de ponerse en la piel de «la condesa», trató de imaginar dónde iría si fuera ella. En vano: no tenía ni idea de lo que pudiera estar pensando o sintiendo. ¿Estaría contenta con su matrimonio, displicentemente satisfecha después de anoche? ¿Dispuesta a sacar lo mejor de la situación, serenamente resignada a los hechos? ¿O estaría triste, desolada o incluso angustiada, porque sus esperanzas no habían de cumplirse?
Dio de lado por irrelevante la idea de que nunca antes en su vida hubiera dedicado ni un minuto a preocuparse por los pensamientos de ninguna mujer, y mucho menos por sus sentimientos. Se encogió de hombros. La gitana era su esposa: era distinta.
Se detuvo al final del camino de los tejos para tomar una inspiración profunda, para acallar el absurdo temor que empezaba a atenazarle el corazón. Con las manos en las caderas, echó la cabeza atrás.
Y la vio.
En las almenas de la torre más cercana.
Llegó hasta la casa en cuestión de segundos y fue corriendo por los pasillos hasta la escalera de la torre. Para entonces, una astilla de cordura había aguijoneado su miedo. La gitana no era ni débil ni frágil. ¿Cómo se le había ocurrido aquello?
Subió por las escaleras a un paso normal, sin esforzarse en resultar silencioso. Al margen del hecho de que las almenas eran bastante seguras, no quería asustarla apareciendo repentinamente a su lado.
Estaba inclinada sobre las almenas con un brazo apoyado en el remate de piedra, contemplando el parque. Volvió la cabeza al abrir él la puerta de la habitación de la torre y salir a la plataforma de madera. No sólo no se alarmó, sino que le dio la impresión de no sorprenderse al verlo.
El sorprendido fue él.
No la había visto hasta entonces con un vestido común: como la vería cada día durante el resto de su vida. Mientras registraba la imagen del sencillo vestido de paño, observando con qué hermosura ofrecía a la vista sus numerosos encantos, cómo el suave tejido acariciaba sus caderas y muslos, con un único volante coqueteando por sus tobillos, era punzantemente presente el cuerpo que el vestido ocultaba. El cuerpo lujurioso que había disfrutado durante toda la noche.
Al fijarse en los negros rizos recogidos de cualquier manera encima de la cabeza, caídos desordenadamente sobre las orejas y la nuca, al fijarse en lo grandes y vividos que eran sus ojos, en lo perfecto de sus pestañas, al fijarse de nuevo en la exuberancia de sus labios, se preguntó qué habría hecho, o dicho, cómo habría reaccionado de haberla visto así antes de casarse con ella. Tuvo que poner en tela de juicio su cordura por haberse casado con ella.
Y supo que no lo cambiaría por nada del mundo.
– Me preguntaba dónde estaríais. -Caminó hacia ella, y se detuvo a un paso de distancia.
Ella volvió a mirar al paisaje perfilado de árboles.
– He subido aquí buscando las vistas y el aire fresco. -Al cabo de un instante, añadió-: Parecía un buen sitio para pensar.
Él no estaba muy seguro de querer que pensara, ni de que le fuera a gustar lo que estaba pensando.
– Las tierras del condado se extienden más allá al este y al oeste, supongo.
– Sí. Por el norte, el límite es la escarpadura.
– ¿Y la heredad Gatting se encuentra al este?
– Sureste. -Esperó un poco antes de añadir-: Os llevaré alguna vez a verla, si lo deseáis.
Ella inclinó la cabeza; luego señaló a donde un resplandor de plata marcaba el curso del río.
– El puente que se llevó el agua, ¿estaba por allí?
– Un poco más lejos, río arriba.
– ¿Quedó destrozado?
– La mayor parte ha desaparecido. El único arco que queda en pie está muy debilitado. Hay que reconstruirlo completamente, pero entretanto hemos improvisado un sistema de poleas para hacer llegar lo imprescindible a las granjas del otro lado. Debería ir a inspeccionar el avance de las obras… Tal vez más tarde, cuando se hayan ido los demás.
Ella empezó a pasearse tranquilamente, tamborileando con los dedos sobre la piedra. Él la siguió con la misma lentitud mientras daba la vuelta a la torre.
– ¿Cuántos son «los demás»? ¿Quiénes quedan?
– La mayoría son parientes demasiado ancianos para irse inmediatamente después del banquete. Se irán por la tarde. Vuestro tío sigue aquí, por supuesto. Me dijo que pensaba volver a casa por otro camino y que quería salir antes del almuerzo. Diablo y Honoria se fueron anoche; me pidieron que os explicara que, siendo aún tan pequeño su último hijo, sentían que debían darse prisa en volver.
Diablo lo había visto al dejar el salón de baile y había articulado una palabra para que la leyera en sus labios: cobarde. Le había sonreído, no obstante, y luego había interceptado con mucho estilo a un tío de Gyles que estaba a punto de pegarle la hebra, permitiéndole escapar libre de obstáculos.
– Sí; me lo dijo Honoria. -Francesca lanzó una mirada fugaz atrás, sus ojos se encontraron muy brevemente-. Nos ha invitado a visitarles en Somersham.
– Puede que vayamos dentro de unos meses. Desde luego, les veremos en la ciudad.
– ¿Hace mucho que conocéis a Diablo?
– Desde Elton.
Ella seguía paseando, dejando que él estudiara su espalda…, y se preguntara qué estaba pasando exactamente. Por dónde pensaba salirle ella. Que se preguntara por qué ella, que se había mostrado tan directa hasta entonces, estaba siendo tan esquiva. Ella salió de la sombra de la torre y pasó al parapeto.
– De acuerdo: me rindo. ¿Qué demonios estáis pensando?
Ella le dirigió una mirada de reojo.
– ¿A propósito de qué?
– Nuestro matrimonio. -Gyles se detuvo. Finalmente, ella también, aunque mirando hacia otro lado todavía, a dos pasos de él-. Soy consciente de que, con anterioridad al día de ayer, vuestras expectativas no coincidían con las mías.
Ella volvió la cabeza y lo miró. Tenía los ojos bien abiertos, pero su mirada fue demasiado breve para que pudiera interpretar su expresión. Volviéndose de nuevo hacia el paisaje, escrutó los remates del patio delantero que se hallaba a sus pies.
– Eso era antes de casarnos. -Él percibió claramente el tono sensual de su voz, pero transmitía tan poco como sus palabras-. Acabaríamos antes, creo, si dejáramos el pasado atrás y consideráramos más bien lo que cada uno desea ahora de nuestro matrimonio.
Él estaba más que dispuesto a dejar el pasado atrás.
– ¿Lo que deseamos ahora?
– Sí. Así que… ¿que deseáis de mí en tanto que vuestra esposa?
Echó a pasear de nuevo. Él dudó, viendo contonearse sus caderas, y volvió a caminar en pos de ella. Su pregunta era razonable y sensata. Su razonamiento era la encarnación de la racionalidad. Las tablas de madera bajo sus pies se notaban firmes. ¿Por qué, entonces, sentía que estaba pisando terreno peligroso?
– Mis requerimientos no han cambiado: necesito que ejerzáis el papel de condesa, para lo que estáis a todas luces muy capacitada. Necesito que me deis herederos, dos concretamente, para que no quede posibilidad de que la herencia recaiga en Osbert. Aparte de esto, seréis libre de vivir vuestra vida como os plazca.
Ella no dijo nada en un rato, mientras seguía caminando lentamente delante de él; luego repitió suavemente:
– Como me plazca.
Él deseó poder verle la cara, los ojos. Podía deducir muy poco de su voz, aparte de que no sonaba tan fuerte como de costumbre.
– Decidme, milord. -Se detuvo junto al parapeto y miró hacia abajo. Él se paró a unos pies de distancia, observándola-. ¿Estáis diciendo que, una vez os haya dado vuestros herederos, no será necesario que os sea fiel?
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