– Té, por favor. En el salón trasero.

– De inmediato, señora.

– Y comprueben que lord Walpole no necesita nada.

– Desde luego, señora.

Francesca, en compañía de lady Elizabeth y Henni, se encaminó al salón trasero, la habitación que utilizaba la familia cuando no tenían visitas. Aunque elegante, como lo eran todas las habitaciones que Francesca había visto hasta el momento, el salón trasero estaba decorado pensando más en la comodidad que en el estilo. Algunas de las piezas eran muy viejas, trabajo de carpintería bellamente pulido hasta darle un tono lustroso, cojines que mostraban las dentelladas del tiempo.

Con sendos suspiros idénticos, lady Elizabeth y Henni se desplomaron en las que eran a todas luces las butacas que solían ocupar; a lady Elizabeth entonces se le agrandaron los ojos. Hizo ademán de levantarse.

– Querida mía, debería haberte preguntado…

– ¡No, no! -Indicándole que volviera a sentarse, Francesca cruzó hasta un, diván-. Esto es más mi estilo. -Se sentó elevando las piernas y se relajó contra los hinchados almohadones.

– Muy adecuado -dijo Henni con una sonrisa-. ¿Qué sentido tiene no darse una todo el descanso que pueda?

Francesca se ruborizó.

Wallace trajo la bandeja con el té y la depositó en una mesita cerca de Francesca. Ella lo sirvió, y Wallace repartía las tazas; luego con una sonrisa y unas palabras corteses le indicó que podía irse. Él hizo una suave inclinación y se marchó.

– Hmm. -Henni miraba la puerta por la que había salido Wallace-. Es muy reservado, pero creo que le gustas.

Francesca no dijo nada, consciente de que ganarse la aprobación y por tanto el apoyo de su numeroso personal sería esencial para mantener la casa en perfecto funcionamiento. Lady Elizabeth puso su taza a un lado.

– No creo que vayas a encontrar dificultades. Wallace será el que te cueste más ganarte, pero si te hubiera cogido aversión, habríamos reconocido ya los síntomas. Los demás son muy dóciles, y Dios sabe que tú sabrás manejarte con Ferdinando mucho mejor que yo.

– ¿Ferdinando?

– El chef de Gyles. Viaja entre Londres y Lambourn, dondequiera que Gyles esté residiendo. Ferdinando es italiano, y en ocasiones cambia a su lengua natal. -Lady Elizabeth meneó la cabeza-. Yo rara vez puedo seguirle el ritmo. Le dejo desbarrar sin más, hasta que se agota y retomo el asunto en inglés en el punto en que me haya quedado. Hablando el italiano como lo hablas, podrás tratar con él directamente.

Francesca se recostó.

– ¿De quién más debo saber algo?

– Todos los demás son de aquí. Conociste a la señora Cantle brevemente ayer.

Francesca asintió, recordando a la muy correcta gobernanta vestida de negro.

Te acompañaré a dar una vuelta por la casa y te presentaré al resto mañana por la mañana. Hoy todos tenemos que sentarnos y recuperar el aliento, pero mañana todo el mundo estará deseando conocerte, y puesto que nos iremos un poco más tarde, será mejor que reservemos la mañana para el grand tour.

– ¿Os iréis? -Francesca las miró sorprendida, primero a lady Elizabeth, luego a Henni; las dos asintieron-. Si Gyles os ha pedido…

– ¡No, no! -le aseguró lady Elizabeth-. Esto es únicamente idea mía, querida. A Gyles ni se le pasaría por la cabeza decirme cuándo tengo que marcharme.

Henni resopló.

– Habría que verlo intentarlo. Pero sólo nos vamos a la casa de la condesa viuda… Está al otro lado del parque.

– Podéis visitarnos tranquilamente… Venid siempre que queráis. -Lady Elizabeth gesticuló con las manos-. Nosotras estaremos allí, nos guste o no.

– Lo que quiere decir -dijo Henni- es que estaremos más que encantadas de enterarnos de las novedades, siempre que haya algo que quisieras compartir.

Francesca sonrió ante los esperanzados rostros de las dos mujeres.

– Las visitaré con frecuencia.

– Bien. -Lady Elizabeth se reclinó en la butaca. Henni dio un sorbo a su té.

Francesca se relajó sobre los almohadones del diván, conmovida, un tanto aliviada. Apenas consolada.

Se había sentido un poco traicionada. Por Chillingworth, aunque eso no podía justificarlo, al menos no con palabras; desde un principio, había dejado clara su posición, y, pese a todas sus esperanzas, no había cambiado de postura. Ni en lo más mínimo. Más traicionada se había sentido por lady Elizabeth. La condesa viuda se había mostrado tan amable, tan… afín. Le había escrito con tanto afecto, tan de corazón y con tales expresiones de bienvenida, que Francesca había, al principio inconscientemente, luego más bien demasiado conscientemente, empezado a tejer sueños.

Dejando caer la cabeza sobre los cojines, permitió que su mente volviera a eso, a su sueño, al más capital de sus sueños, el sueño que ahora ya no se cumpliría, por primera vez desde que bajara de la torre.

Al cabo de un rato, por el rabillo del ojo vio moverse a lady Elizabeth, vio a la viuda intercambiar con Henni una mirada inquisitiva y de preocupación. Francesca levantó la cabeza y vio sus nudillos blancos en torno al asa de su taza. Se había relajado, y se le había caído la máscara. Aflojó los dedos.

Lady Elizabeth se aclaró la garganta.

– Querida mía -su voz era muy afectuosa-, pareces algo… delicada. ¿Va todo bien?

Conjurando una sonrisa educada, Francesca miró fugazmente a los intranquilos ojos de ambas.

– Sólo estoy un poco cansada. -No era así, estaba decepcionada. La conciencia de ese hecho le picaba. Si quería entender a su marido…, y ni lady Elizabeth ni Henni merecían sus evasivas. Apretando los labios, las miró-. Os ruego que me disculpéis, pero siento que os lo he de preguntar: ¿sabíais que Gyles deseaba, y desea todavía, un matrimonio de conveniencia?

Henni se atragantó, y luego resopló.

A lady Elizabeth se le pusieron los ojos redondos, y luego más redondos todavía.

– ¿Qué? -preguntó, alzando el tono de voz. Luego se recompuso y, en un tono más propio de una condesa viuda, sentenció: – Eso es una solemne tontería. ¿A quién le habéis oído eso?

– A él.

Henni le hizo una seña con la mano a su cuñada para llamar su atención.

– Horace mencionó algo acerca de eso anoche -dijo, casi sin aliento-. Que si Gyles se iba a organizar un matrimonio de conveniencia y que al final nada de eso.

– ¡Pero eso es ridículo! ¡Un matrimonio de conveniencia, estaría bonito! -Dos manchas de color afloraron en las mejillas de lady Elizabeth. A Francesca no le cupo duda de que, si su errante hijo hubiera entrado en ese momento, le hubieran leído la cartilla con severidad. Entonces lady Elizabeth miró a Henni.

– ¿Pero has dicho que al final no había nada de eso?

– Horace dijo que nada de eso. Es bastante fácil adivinar por qué lo pensaría. Pero en cuanto a lo que piense Gyles, sospecho que Francesca lo sabrá mejor que Horace.

– Lo hemos discutido esta mañana -dijo Francesca-. Se mantiene firme en que así ha de ser.

Lady Elizabeth le hizo un gesto imperioso con la mano.

– Cuéntamelo. Si he criado un hijo tan ignorante como para tirar por ese camino, merezco enterarme.

Ateniéndose fielmente a sus palabras, Francesca repitió las especificaciones de Gyles respecto a su matrimonio. Omitió cualquier mención a su error: eso quedaba estrictamente entre ellos dos. Lady Elizabeth y Henni estuvieron pendientes de cada palabra. Cuando Francesca concluyó su recitado, ellas se miraron, con los ojos brillantes y los labios fruncidos, y luego, para asombro suyo, las dos prorrumpieron en carcajadas.

Ella se las quedó mirando, perpleja.

– Te ruego que nos excuses, querida mía -acertó a articular lady Elizabeth-. Puedes estar segura de que no nos reímos de ti.

– Ni de tu situación -añadió Henni, enjugándose los ojos.

– No, ciertamente. -No sin esfuerzo, lady Elizabeth recuperó la compostura-. Es sólo que… Bueno, querida, de la forma que te mira…

– Que te vigila -corrigió Henni.

– Exacto. Da igual lo que diga o lo que piense… -Lady Elizabeth gesticuló, mirando a Francesca con expresión esperanzada, y luego hizo una mueca-. ¡Demonio de chico! ¿Cómo puede ser tan arrogante y tan estúpido?

– Es varón. -Henni se acabó el té.

– Cierto. -Lady Elizabeth suspiró-. Son todos iguales, me temo. Se les embota el cerebro directamente cuando descubren que han de vérselas con una verdadera mujer.

Francesca frunció el ceño.

– ¿Estáis diciendo que, pese a sus intenciones declaradas, puede que no esté…?

– Lo que decimos es que no hay razón para suponer que él sea distinto. Es terco como una mula, eso os lo garantizo, pero al final verá la luz. Les pasa a todos, ¿sabéis? No hay motivos para perder la esperanza.

– Puede que pierdas algo de sueño. -Henni le sonreía-. Pero considéralo una inversión. Ojo -añadió poniendo su taza a un lado-, yo no intentaría discutirlo con él. Con eso no conseguirás más que irritarlo, y conociendo a Gyles, se volvería aún más intratable.

Lady Elizabeth asintió con la cabeza.

– Déjalo a él solo, y acabará entrando en razón. Ya verás.

Desconcertada, Francesca se quedó pensando; en ellas y en sus palabras. Sin duda conocían a su marido mejor que ella, pero el repentino brote de esperanza surgido de lo que estaba obligada, por puro contraste, a reconocer como desesperación, la había dejado inquieta. Y sí se equivocaban, ¿qué?

Se hundió más en los cojines del diván,

– Habladme de él: de su infancia, de cómo era.

– Nació y se crió aquí -se apresuró a contestar lady Elizabeth-. Era un muchacho alegre…, no se pasaba de bueno ni de listo, pero era un chico simpático y cariñoso. -A juzgar por su tono, la condesa viuda estaba evocando sus recuerdos; Francesca permaneció en silencio, pendiente de sus palabras-. Fue nuestro único hijo, desgraciadamente, pero estaba siempre dispuesto a hacer las típicas diabluras…

Francesca la oía retratar a un muchacho inocente y despreocupado que ella, desde luego, no había reconocido en el hombre en que se había transformado. Entonces una nube ensombreció el rostro de lady Elizabeth, y titubeó.

– Luego murió Gerald.

– ¿Su padre? -preguntó Francesca con presteza.

Lady Elizabeth asintió, y le dirigió una sonrisa llorosa.

– Lo siento, querida, pero todavía me afecta. -Se sacó un pañuelo de la manga y lo desplegó de una sacudida-. Fue tan inesperado…

– Un accidente a caballo. -Henni retomó el relato, ásperamente-. Gerald tenía una salud de hierro; nadie se podía imaginar que nada pudiera hacerle daño. Había salido a montar con Gyles cuando ocurrió. El caballo de Gerald tuvo un mal tropiezo y Gerald se cayó y se abrió la cabeza contra una roca. No llegó a recuperar la conciencia. Falleció a los cinco días.

La habitación quedó en silencio. Francesca casi podía sentir, a través de la distancia del tiempo, la conmoción que semejante muerte debió de suponer, especialmente en el seno de una familia tan privilegiada. Al cabo de un momento, preguntó:

– ¿Y Gyles?

– El vino a caballo con la noticia. Todavía me acuerdo de su carita, toda blanca… Tenía siete años, por aquel entonces. Entró a la carrera, llorando, pero nos dijo lo que había pasado y dónde… -Lady Elizabeth miró a Henni-. Me quedé tan desconsolada, después…

– Nosotros vinimos de inmediato -dijo Henni-. Entonces no vivíamos aquí, aunque aquí vivimos desde entonces. Yo pasaba con Elizabeth la mayor parte del tiempo… Fue un golpe tremendo para todos nosotros. Gerald era tan fuerte… Pero, bueno, le tocó a Horace tomar a Gyles bajo su protección, y eso hizo.

– Gyles estaba destrozado -prosiguió lady Elizabeth-. Adoraba a Gerald…, estaban muy unidos. Gyles era el hijo único y heredero de Gerald, pero además de eso, compartían muchas aficiones: montar, disparar, esa clase de cosas.

– Recuerdo -dijo Henni- cuando llegamos, con los caballos sudando… Gyles salió a recibirnos. Estaba tan conmocionado y, sin embargo, dominándose…, tan obviamente hecho trizas y temblando por dentro. Horace se quedó con él.

Lady Elizabeth suspiró.

– Fue una época terrible, pero Gyles no dio nunca problemas. De hecho, estaba siempre muy callado, por lo que yo recuerdo.

– ¿Sabéis? -dijo Henni, absorta en el pasado-, creo que nunca he visto llorar a Gyles, ni siquiera en el funeral.

– No lo hizo -dijo Elizabeth-. Se lo comenté a Horace después del funeral, y él dijo que Gyles se había portado muy bien, guardando la compostura y las formas. Justo lo que le correspondía hacer ahora que era Chillingworth, el cabeza de familia. -Se sorbió la nariz-. Yo hubiera preferido con mucho que llorara, tenía siete años, al fin y al cabo, pero ya sabéis cómo son los hombres.

– Gyles se volvió bastante silencioso a partir de aquello, pero luego le llegó el momento de ir a Eton. Eso pareció sacarle de su caparazón.