– Desde luego. -Lady Elizabeth se sacudió la falda-. Fue a caer con Diablo Cynster y esa carnada, y desde entonces la cosa ha sido más o menos según lo acostumbrado: irse a Oxford, luego a la ciudad…
– Y luego todo lo demás. -Henni hizo gestos de dejar el tema-. Pero no hace falta que le des vueltas a esas cosas. Todos los varones Rawlings han sido notablemente fieles, al margen de cómo se hubieran portado antes de plantarse ante el altar.
– Muy cierto -confirmó lady Elizabeth-. Lo que nos devuelve al punto de partida y a esta estupidez de Gyles y su matrimonio de conveniencia. -Pronunció la expresión con altivo desprecio-. Lo cierto, querida mía, es que puede que lo diga, puede incluso que píense que se lo cree, pero es tan absolutamente contrario a su naturaleza que de ninguna manera podrá vivir esa ficción mucho tiempo.
Henni soltó un bufido.
– Yo lo suscribo. Va a ser muy divertido ver cómo trata de forzarse a seguir esa ridícula línea de conducta.
– Sí, pero, desafortunadamente, no lo veremos de primera mano. -Lady Elizabeth se quedó mirando a Francesca con aire pensativo-. Esta información refuerza aún más mi determinación de trasladarnos a la casa de la viuda a la mayor brevedad.
Francesca le devolvió la mirada.
– ¿Porqué?
– Para que la única persona con la que Gyles comparta esta enorme casa, la única compañía que encuentre aquí, seas tú. Necesita pasar tiempo contigo, sin otras distracciones; el que sea necesario para que entre en sus cabales. -Lady Elizabeth se levantó, con una mirada severa en sus ojos grises-. Y cuanto antes lo haga, mejor.
Capítulo 9
Lady Elizabeth y Henni se retiraron a echar una siesta antes de cenar. Francesca se retiró a su dormitorio también, pero estaba demasiado intranquila para acostarse.
En su interior había brotado la esperanza; no estaba segura de que fuera prudente dejar que alzara el vuelo de nuevo. Lo había hecho una vez, ignorando sus declaraciones explícitas, basándose sólo en la percepción intuitiva que tenía de él. Él le había dicho que se equivocaba.
No tenía ninguna garantía de que la comprensión de sus motivos por parte de su madre y su tía fuera exacta, no ahora que era un hombre crecido.
Y, sin embargo, no podía dejar de hacerse esperanzas.
Sacudiendo la cabeza, inspeccionó a su alrededor, buscando distracción. Tras su ventana, vio el bloque de las cuadras a través de los árboles.
Diez minutos más tarde, entraba en las cuadras.
– ¿Puedo ayudaros, señora?
Francesca sonrió al hombre patizambo que llegó a toda prisa.
– Lo siento, no sé cómo se llama usted.
– Jacobs, señora. -Se quitó la gorra de paño que llevaba-. Soy el jefe de cuadras. -Recorrió los compartimentos con la mirada-. Estoy a cargo de todas estas bellezas.
– Bellezas, sin duda. Vengo a por la yegua.
– ¿La árabe? Sí, es un encanto. El señor dijo que era vuestra. Voy a por una silla y bridas.
Mientras Jacobs ensillaba la yegua, Francesca le canturreaba dulcemente cualquier cosa, acariciando distraídamente su sedoso morro. Al poco estaba subida a la silla y saliendo al trote. Al abandonar el patio de las cuadras, fue consciente de que Jacobs no le quitaba ojo de la espalda, pero parecía satisfecho de ver que sabía lo que hacía. También sabía adonde iba.
Aunque estaban en septiembre, las tardes aún eran largas, lo bastante largas para dar un paseo a caballo antes de vestirse para cenar. Mientras iba a medio galope camino de la escarpadura y el sendero tortuoso que conducía a las colinas, Francesca examinaba los ordenados campos, ya cosechados, en los que se había soltado al ganado para que pastara. Campos y vallas, los prados junto al río, todo tenía un aire de tranquila prosperidad. Llegó al sendero; la yegua emprendió la subida con ganas.
– ¿No tienes nombre, verdad, preciosa?
Entraron en las colinas. La yegua sacudía la cabeza. Durante un rato, Francesca se limitó a cabalgar, disfrutando de la pura excitación de la velocidad. Dejó que se disiparan sus pensamientos, los dejó en suspenso, y se entregó al momento.
En la medida en que se acordaba, siguió la dirección que había llevado dos noches antes.
Él la vio -como ella a él- cuando aún mediaba una cierta distancia entre los dos. Ella siguió adelante, luego hizo describir a la yegua un amplio círculo y se situó a su lado al paso del rucio. Él no aminoró la marcha, sino que siguió a un cómodo medio galope.
Cruzaron sus miradas, las sostuvieron y luego él desvió la suya: a su gorra, con la airosa pluma. Ella miró al frente; al cabo de un momento, también él. De mutuo acuerdo, cabalgaron en las postrimerías del día en un silencio extrañamente cordial.
Cuando se iban acercando a la escarpadura, el terreno empezó a empinarse. Francesca redujo el paso para dejar que él guiara. Mientras la adelantaba, lo miró a la cara, toda ángulos duros e impasibilidad granítica, y trató de imaginarse al niño que había visto a su padre tirado del caballo y abandonado moribundo. Trató de imaginar su pánico, y el doloroso desgarro de la decisión de dejarlo y cabalgar en busca de ayuda. Nada fácil a la edad que sea, pero ¿con siete años? El incidente no podía haber pasado sin dejar ninguna marca. No había mermado su afición a montar, pero ¿qué cicatrices le quedaban?
Empezaron a bajar el sendero, la yegua detrás del rucio. Con los ojos puestos en sus hombros cimbreantes, percibiendo la fuerza controlada de cada línea de su robusto cuerpo, Francesca pensaba… en él. En ellos. En su matrimonio.
Un rato antes había estado a punto de arrojar el sueño de encontrar en su matrimonio un amor duradero por el parapeto del castillo. Ahora…
Se acercaba el anochecer. Galoparon a medio gas por entre las sombras, cada vez más largas, hasta el patio de cuadras. Jacobs acudió corriendo. Ella le pasó las riendas de la yegua y luego liberó sus botas de los estribos. Al girarse para bajar deslizándose por la silla, se encontró con que Gyles ya estaba allí. Levantó las manos, las cerró en torno a su cintura y la depositó en el suelo.
La yegua eligió ese momento para cambiar de posición, golpeando a Francesca en la espalda y empujándola contra Gyles.
Él la asió con más fuerza, hundiendo los dedos. Dirigió la mirada a su rostro; ella sintió que acaparaba repentinamente toda su atención. Levantó la cabeza y lo miró a los ojos. Tenían las caras pegadas. Ella leyó en su mirada, vio deseo en el gris de sus ojos, y estaba a punto de levantar la cara ofreciéndole su beso… cuando se produjo un ruido de cascos y los caballos que los ocultaban se apartaron pausadamente.
– Yo me ocuparé de ellos -intervino Jacobs.
Gyles la soltó.
– Sí. Buenas noches.
Francesca se hizo eco de su sentimiento y miró a Gyles. Él señaló hacia la casa; ella echó a andar a su lado. Aunque estaba completamente vestida, cubierta de grueso terciopelo, percibía su proximidad como seda acariciándole la piel desnuda.
Alzó la cabeza cuando entraron en el camino de los tejos.
– La yegua… ¿tiene nombre?
Él respondió al cabo de un momento.
– Pensé que os dejaría eso a vos.
No a su mujer, sino a la mujer que él pensaba que era. Francesca ignoró ese punto, aunque sabía que a él le resonaba en la cabeza.
– Tiene un porte muy majestuoso… He pensado que tal vez Regina le cuadre.
– Una reina. -Asintió-. Le pega.
Francesca observó su rostro; en la penumbra era imposible interpretar la expresión. Juntó las palmas. Con fuerza.
– Os estoy realmente agradecida por la yegua. -Hizo un gesto con la mano-. Fue un detalle muy amable.
Sin entrar a considerar su error.
Siguieron paseando; ella notaba la mirada de él en su rostro, pero no lo miró. Luego él se encogió de hombros.
– Parecía lo mínimo que podía hacer si quería que dejarais de montar caballos de caza.
Los caballos de caza de Charles, como había pensado; no los suyos.
Ella levantó la vista y sus miradas se encontraron. Un breve instante.
Fijó la vista en el camino y no dijo nada más.
Él hizo lo propio.
La casa se alzaba ante ellos; la condujo a una puerta. Se la abrió, y ella entró; él la siguió. Francesca se detuvo, envuelta en una súbita penumbra, insegura de dónde se encontraban.
Gyles se tropezó con ella.
Su fuerza la envolvió cuando la sujetó contra sí para evitar que cayera…
La conciencia del contacto prendió en ella, y corrió por todo su cuerpo, hormigueando en su piel. Sintió calor.
Durante un instante, permanecieron acoplados en la creciente penumbra. Ninguno de los dos se movió; ni habló, tampoco.
Ella conocía los pensamientos de él. Y sabía que él conocía los suyos.
A él se le ensanchó el pecho al tomar una profunda inspiración, y luego, con cierta rigidez, retrocedió un poco. Le hizo seña de seguir adelante.
– Todo recto. -Su voz se había tornado más profunda-. Por aquí llegaremos a las escaleras.
Ella echó a andar; él la siguió. Caminaron tranquilamente por el amplio pasillo.
– ¿Han progresado las obras del puente?
– Razonablemente. -Hizo una pausa antes de añadir-: Tendremos que conseguir más madera, vigas más grandes que aguanten mejor los cuchillos de la armadura. Eso nos llevará más o menos una semana, y la tierra está demasiado empapada ahora mismo…
Siguió hablando mientras subían las escaleras y cruzaban hacia el ala que ambos compartían. Se detuvieron ante la puerta de Francesca. Cruzaron sus miradas; las sostuvieron. Se hizo el silencio. Ella hubiera querido saber en que pensaba él, qué veía cuando la miraba. La única verdad que podía leer en sus ojos era que la noche anterior no había mermado en modo alguno el deseo que sentía de ella.
Ni el de ella por él.
Pero la noche anterior había cambiado las cosas entre los dos en formas que iban más allá de lo evidente. En formas sutiles, fundamentales, fatídicas.
Ambos lo sabían, podían sentirlo. En un repentino momento de lucidez, ella comprendió que él se sentía tan desorientado como ella misma con lo que había ahora entre ellos.
Él inspiró profundamente, luego hizo una inclinación de cabeza y se alejó.
– Os veré en la cena.
Ella asintió, apartó la vista de él y entró en su habitación.
– No… Ese vestido no, el de rayas verdes.
Mientras Millie corría de vuelta al ropero, Francesca se sentó ante su cómoda y se examinó en el espejo. El vapor del baño le había rizado mucho el pelo. Lo había llevado estirado para la boda, y medio levantado todo el día…
Llevando las manos a la espalda, recogió la masa de pelo, la retorció, y buscó a tientas un puñado de horquillas.
Millie, que llegaba con el traje requerido, se detuvo, pasmada.
– ¡Oooh, señora! ¡Está usted preciosísima!
Francesca, que tenía la boca llena de horquillas, no dijo nada. Una vez que se hubo sujetado el pelo, se levantó y dejó que Millie la ayudara a ponerse el vestido. Mientras la enfundaba en la suave seda, reprimió un estremecimiento.
Y se preguntó qué estaba haciendo; posiblemente galopando de cabeza al desastre. Nada indicaba que pudiera ablandar su corazón llegando a tales extremos con su apariencia. El era un vividor experimentado, habituado a coquetear con las más bellas damas de Londres. Su cuna podía estar a la altura de la de él, pero, según los criterios de Londres, ella era, y seguiría siendo mientras no demostrara lo contrario, una provinciana. No pertenecía al círculo dorado.
Su persona, no obstante, resultaba enormemente atractiva al parecer de los hombres; en ese punto se sentía con la máxima seguridad. Su madre la había educado para que apreciara y sacara el máximo partido a todo lo que Dios le había dado.
Y no iba a renunciar a su sueño sin presentar batalla.
Inspiró profundamente y se volvió hacia su espejo de cuerpo entero. Girando sobre sus talones, inspeccionó el efecto de las rayas verdes, de una pulgada de ancho, que recorrían el traje de arriba abajo. Aún no había estrenado aquel traje, lo estaba reservando. Creado en Italia, había sido cortado por expertos para ser el escaparate de su figura.
A juzgar por la boca abierta y los ojos como platos que puso Millie, el traje cumplía con éxito su cometido.
Ni joyas ni chal, decidió Francesca… Nada que distraiga del efecto. Satisfecha, se dirigió a la puerta.
Se reunieron en el salón familiar. A lady Elizabeth se le iluminaron los ojos en el momento en que la vio. Henni soltó una risita. Gyles, sin embargo, no estaba allí para presenciar su entrada. Apareció por la puerta inmediatamente delante de Irving.
Francesca sonrió y se levantó, entre un frufrú de suaves sedas. Gyles cruzó hasta la chimenea, donde se habían congregado. Inmediatamente la repasó con la mirada de la cabeza a los pies…, y luego de los pies a la cabeza. Y entonces sus miradas se encontraron, y ella deseó que lady Elizabeth, Henni y Horace se hubieran trasladado ya a la casa de la viuda, y que estuvieran allí los dos solos.
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