Él disimuló su reacción admirablemente, pero los ojos lo delataban. Tomó la mano que ella le ofrecía, hizo una inclinación y la colocó sobre el ángulo de su codo.

– Venid. -Con la mirada, convocó a su madre, su tía y su tío-. Más vale que entremos, o a Ferdinando le dará un ataque.

La condujo al comedor, más pequeño, que la familia utilizaba cuando estaban solos. Aun así, a la mesa podían sentarse diez, y la tradición dictaba que ella se sentara en un extremo, y él en el otro. La condujo hasta su sitio. Sus dedos rozaron la piel desnuda del interior de su antebrazo cuando la soltó; ella luchó por reprimir un escalofrío, luchó por evitar que el ardor asomara a sus ojos. Él dudaba; ella pudo sentir que posaba la mirada en su mejilla y barría luego con ella toda la amplitud de sus pechos que el escote revelaba. Luego, se enderezó y continuó a lo largo de la mesa. Horace había ofrecido a Henni y a Elizabeth un brazo a cada una; se sentaron todos e Irving dio señal a los lacayos de que sirvieran la comida.

La conversación, gracias sobre todo a lady Elizabeth y Henni, con la complicidad ignorante de Horace, fue general y animada, la tapadera perfecta para la comunicación sin palabras que establecieron Francesca y Gyles y que se prolongó durante toda la cena.

La única ventaja de su ubicación relativa era que cada uno tenía una visión sin trabas de! otro. Estaban demasiado lejos para leer en sus respectivos ojos, y ninguno de los dos estaba dispuesto, en público, a permitir que su expresión revelara gran cosa. Su silenciosa discusión, aunque se desarrollara en presencia de otros, era intensamente personal. Absolutamente privada.

Y extremadamente perturbadora.

Para cuando dejó a un lado su servilleta y, sonriendo a Irving, se levantó, Francesca no estaba nada segura de poder disimular su reacción si Gyles le ponía la mano en el brazo desnudo. Él, tras declinar un oporto, se puso en pie, al igual que Horace; ella notó que Gyles, con la vista fija en ella, la acechaba de cerca al abandonar la habitación.

Se juntaron en el pasillo.

Como anfitriona, Francesca señaló en dirección al salón familiar, dirigiendo la vista a la condesa viuda y a Henni; luego miró a su marido y enarcó inquisitivamente una ceja.

Él captó su mirada, y ella sintió avivarse las llamas, sintió que crecía la tensión en su interior.

Él entonces miró a Horace.

– ¿A la biblioteca?

– ¿Dónde si no? -Horace echó a andar en esa dirección,

Con una inclinación de cabeza a su madre y a su tía, y una última mirada y una escueta reverencia para Francesca, Gyles le siguió.

Lady Elizabeth y Henni esperaron a que la puerta del salón familiar se hubiera cerrado tras ellas para empezar a reírse socarronamente.

Francesca enrojeció, pero difícilmente podía negar lo que habían visto.

Las dejó temprano. Ellas levantaron la vista de la mesa en que jugaban a cartas, limitándose a sonreír y murmurar las buenas noches antes de volver al juego. Francesca subió las escaleras y se preguntó cuánto tiempo tendría que esperar hasta que Gyles abandonara la biblioteca y viniera con ella.


Gyles estaba apoyado en la puerta que conectaba con la cámara de Francesca, con la vista puesta distraídamente en la oscuridad de detrás de sus ventanas, cuando oyó que al otro lado se abría la puerta principal y sonaban unos pasos ligeros. Oyó el taconeo apresurado de la doncella corriendo a ayudarla a desvestirse. Imaginó el resto.

Luego la puerta volvió a abrirse y a cerrarse. Los pasos ágiles de la doncella se perdieron en la distancia. Gyles aguardó un momento, para darle a ella ocasión de centrar sus pensamientos…

Los suyos, no quería analizarlos. Los mantuvo apartados de su mente mientras esperaba. Cuando el tic-tac del reloj de encima de la chimenea se volvió demasiado burlón, se apartó de la puerta, la abrió y entró.

Francesca estaba de pie ante las altas ventanas que había a un lado de la cama. Se medio giró al entrar él; a través de las sombras, sus miradas se encontraron.

No ardía ninguna lámpara, pero había luz suficiente para ver el camisón de seda marfileña que llevaba puesto; para apreciar cómo, con su corte de túnica grecorromana, envolvía y ocultaba su cuerpo. Luz suficiente para percibir la invitación que expresaba su actitud, para advertir la aceptación que implicaba.

Ella lo observó mientras se le aproximaba. El dejó vagar su mirada por su figura preguntándose cuántos camisones poseía, cuántas facetas distintas de Afrodita podía proyectar.

Se detuvo junto a ella, contemplándola envuelta en sombra y seda. Sus ojos se cruzaron, se sostuvieron la mirada. Sobraban las palabras y las razones: el deseo que llameaba entre los dos era auténtico y poderoso, y la única justificación que cualquiera de los dos precisaba en aquel escenario.

Era así de sencillo; y él no habría sabido explicar lo mucho que lo agradecía. No quería pensar a qué podía deberse.

Alargó los brazos hacia ella, deslizando las manos por la seda hasta encontrar y asir su cintura, y la acercó hacia sí al tiempo que agachaba la cabeza. Sus labios se tocaron, se rozaron y se fundieron, pero ambos mantuvieron su ardor a raya, contentándose con saborear la perspectiva de lo que se avecinaba, y de todos los pasos intermedios. Él interrumpió el beso, elevó la cabeza… y notó que el fajín de su cintura se aflojaba. Ella le abrió el batín, luego se lo deslizó por encima de los hombros; él se dejó hacer, permitiendo que cayera al suelo. Curvando los labios, ella extendió los dedos por su pecho, tocando, explorando, con una avidez manifiesta y refinada a un tiempo. Él habría sonreído, pero no pudo.

– ¿Siempre sois tan directa?

Su voz sonó grave y sorda. Ella levantó la mirada, y sus ojos eran estanques esmeralda nublados por el deseo.

– Por lo general, sí.

Con las palmas apoyadas en su pecho, ella buscó sus ojos, su rostro. Luego, mientras deslizaba las manos y clavaba los dedos, se acercó más, inclinando la cara hacia la suya.

– Os gusta.

Una afirmación. Él buscó los dos brochecitos gemelos que, uno en cada hombro, sujetaban su camisón.

– Sí.

Los broches se soltaron con un chasquido y ella se quedó inmóvil; luego inclinó la cabeza para ver corno el camisón resbalaba por su cuerpo hasta quedar hecho una madeja en torno a sus pies. Estaba en pie y desnuda ante él; entonces echó la cabeza atrás y le miró desde debajo de sus pestañas.

Él notó su mirada pero no correspondió. Estaba absorto en la contemplación de sus curvas, de la pálida piel que besaba la luz vacilante. Del contraste que ofrecían su pelo revuelto, negro como ala de cuervo, y los oscuros rizos de la base de su vientre. Un contraste de color y de texturas: levantó un largo mechón de pelo y dejó que se deslizara entre sus dedos. Seda ligera, en tanto que su piel recordaba más a la suavidad del satén.

La idea le hizo llevar las manos a su cintura. Elevó la mirada a su cara, encontró sus ojos, y luego sus labios. Evocó la cautivadora blandura de aquellos labios rotundos cediendo bajo los suyos, la de ese cuerpo bajo el suyo.

Ella se acercó a él ofreciéndole ambas manos con una sencilla seguridad que podía con él. Que lo esclavizaba. La atrajo hacia sí y sus labios se unieron y se fundieron. Ella deslizó sus manos con sensualidad tronco arriba, desde su cintura, por su pecho, hasta enlazarle los brazos en torno al cuello y apretarse contra él.

Él entró a fuego en su boca, un preludio de la ignición que había de venir, del definitivo deleite de sus sentidos.

Ella lo acogió, lo igualó y lo incitó a seguir.

Él dejó vagar sus manos, trazando ávidamente, poseyendo sus curvas; luego la alzó en sus brazos. En dos pasos se plantó junto a la cama. La posó allí, se sacó la ropa de dormir de seda y se puso junto a ella. Ella lo recibió con los brazos abiertos y una pasión que igualaba la suya.

Se dejaron llevar, pero decididos a no apresurarse, con urgencia pero sin voluntad de correr. La fascinación de Francesca por el cuerpo de Gyles no era fingida; él la dejó hacer, la dejó aplastarlo sobre la cama y sentarse a horcajadas encima de su cintura para poder mejor recorrerlo con las manos, e inclinarse luego restregando los senos contra su pecho.

No pudo evitar preguntarse…

– ¿Eso también lo aprendisteis observando a vuestros padres?

Dio con su mirada en la cálida penumbra.

– No… Eso no. Eso… se me acaba de ocurrir.

Él curvó sus manos en torno a los suaves hemisferios de su trasero y los amasó.

– Haré un trato con vos: podéis inventar cuanto queráis, pero no me digáis lo que repetís a partir de vuestros recuerdos.

Ella se detuvo, luego apoyó los brazos en su pecho e hizo descender sus senos hasta tocar piel con piel, acercando más el rostro al suyo. Escrutó sus ojos, seria pero despreocupada: curiosa.

– ¿Nunca espiasteis a vuestros padres?

– ¡Dios santo, no!

Ella rió entre dientes y, tendidos como estaban, desnudos en la oscuridad, su risa ahumada sonó como el paradigma de la malicia. Agachando la cabeza, sacó la lengua y repasó parsimoniosamente su clavícula.

– Habéis llevado una vida entre algodones, milord.

Su roce y su ronroneo vertían calor en las venas de Gyles. Agarrándola por las caderas, la movió y la sostuvo inmovilizada mientras, con su erección palpitante, tanteaba la carne hinchada y húmeda de entre sus muslos.

– A pesar de mi vida entre algodones… -Se interrumpió para buscar la entrada y penetrarla, más allá del estrechamiento y hasta su vaina ardiente. Su gemido le barrió el pecho; notó la resistencia instintiva de su cuerpo y se detuvo, expectante-. A pesar de mi entorno conservador, a pesar de ser uno de los vividores de más éxito en la alta sociedad, creo que todavía podría enseñaros unas cuantas cosas.

Miró hacia abajo y se encontró con los ojos de Francesca. No podía ver su expresión, pero sí sentir la de ella, sentir su sencilla sinceridad al murmurar:

– Estoy más que deseosa de aprender.

Sostuvieron las miradas. Él sentía latir el corazón de ella, en su pecho, en el suave calor de su vaina. Agarrándola con fuerza de las caderas, la empujó hacia abajo y se escurrió un poco más adentro de ella, pulgada a pulgada, deliberadamente, llenándola lentamente hasta colmarla, hasta estar él completamente acomodado en su seno. Durante todo el proceso la miraba a los ojos, viéndolos oscurecerse, nublarse, hasta que cerró los párpados ocultándolos.

Sintió hasta la médula el dulce suspiro con que ella se estremeció, sintió que su cuerpo se fundía en torno a él. Inclinó la cabeza, y ella alzó la suya; se unieron sus labios, y ya no importaba nada más allá de lo que había entre ellos.

Más allá de la pasión, del deseo…, de la necesidad imperiosa que les animaba.

No era tan mal fundamento para un matrimonio.


– ¡Fuera de aquí!

Francesca se despertó con la voz cortante de Gyles. Apartándose la sábana de la cara, asomó los ojos, justo a tiempo de ver cerrarse la puerta de su dormitorio. Desconcertada, se volvió hacia Gyles, que se hallaba a su lado tumbado cuan largo era, caliente, duro y… muy desnudo.

– ¿Qué…?

– ¿Cómo se llama vuestra doncella?

– Millie.

– Debéis enseñar a Millie a no entrar en vuestra habitación por la mañana hasta que la llaméis.

– ¿Porqué?

Girando la cabeza sobre la almohada, la miró y luego empezó a reírse suavemente. Su alegría parecía mecerla a ella en la cama. Con expresión aún divertida, él se giró sobre su lado y la tocó.

– Deduzco -dijo- que nunca espiasteis a vuestros padres por la mañana.

– No, claro que no. ¿Por qué…? -Francesca se interrumpió mientras examinaba sus ojos. Luego se lamió los labios y miró a los de Gyles-. ¿Por la mañana?

– Aja -dijo, y la atrajo hacia sí.


– Lo siento, señora, no volverá a ocurrir, lo juro…

– Está bien, Millie. Fue un descuido mío… Debería haberlo mencionado. No hablemos más de ello. -Francesca esperó no haberse puesto roja. No se lo había mencionado porque tampoco había supuesto que… Apartando la vista de Millie, que seguía retorciéndose las manos, se alisó el vestido mañanero-. Ya estoy lista. Por favor, dígale a la señora Cantle que deseo verla en el salón familiar a las diez.

– Sí, señora. -Contrita aún, Millie hizo una pequeña reverencia.

Francesca se dirigió hacia la puerta. Y al salón de los desayunos. Sustento. Ahora se explicaba el notable apetito que demostraba su madre por las mañanas.

Gyles y Horace habían desayunado un rato antes, y Gyles había salido a montar. Francesca no podía imaginar de dónde sacaría la energía, pero dio gracias por no tener que soportar su mirada, demasiado cómplice, por encima de las tazas.