No tenía sentido perder más tiempo, dándole al destino la oportunidad de desbaratar sus planes.
Viajó a Hampshire a la mañana siguiente y llegó a Lindhurst a primera hora de la tarde. Se detuvo bajo el rótulo del Lyndhurst Arms. Allí reservó habitaciones y dejó a Maxwell, su asistente, a cargo de los caballos. Él alquiló un caballo de caza, zaino, y partió hacia la mansión Rawlings.
Según el posadero, que había resultado muy locuaz, su lejano pariente sir Charles Rawlings llevaba una vida recluida en lo más profundo del Bosque Nuevo. El camino, no obstante, estaba bien nivelado, y al llegar a las verjas de la casa las encontró abiertas. Entró a lomos de su zaino, cuyos cascos tamborileaban sonoramente por el sendero de grava. El arbolado clareaba hasta dar paso a una amplia extensión de césped que rodeaba una casa de desvaído ladrillo rojo, con secciones de techo de dos aguas y otras almenadas y rematadas por una torre solitaria en un extremo. No había nada nuevo en el edificio, ni tan siquiera georgiano. La mansión Rawlings estaba bien cuidada, sin ser ostentosa.
Desde el patio de entrada se extendía un parterre que separaba un viejo muro de piedra del césped que rodeaba un lago decorativo. Oculto tras el muro discurría un jardín en torno a la casa; más allá se observaba un macizo de arbustos bien recortado.
Gyles detuvo el caballo ante la escalera de entrada. Oyó ruido de pisadas. Desmontó, tendió las riendas al mozo caballerizo que se precipitaba a atenderle, subió decidido los escalones que conducían a la puerta y llamó.
– Buenas tardes, señor. ¿En qué puedo ayudarlo?
Gyles examinó al corpulento mayordomo.
– El conde de Chillingworth. Deseo ver a sir Charles Rawlings.
Había que reconocerle al mayordomo la virtud de pestañear una sola vez.
– Ciertamente, señor… milord. Si me hacéis el favor de entrar, avisaré a sir Charles de vuestra llegada de inmediato.
Conducido al salón, Gyles se paseaba inquieto: una inexplicable sensación de estar tan sólo un paso por delante del destino avivaba su impaciencia. La culpa era de Diablo, evidentemente. Ser un Cynster, siquiera honorario, ya era tentar al destino.
La puerta se abrió. Gyles se dio la vuelta al tiempo que entraba un caballero, una versión de sí mismo de mayor edad, dulcificada y más grave, con la misma complexión larguirucha, el mismo pelo castaño. Pese al hecho de que no conocía con anterioridad a Charles Rawlings, Gyles lo habría identificado al instante como un pariente.
– ¿Chillingworth? ¡Vaya! -Charles pestañeó, asimilando el parecido, que hacía superflua cualquier respuesta a su pregunta. Se recuperó rápidamente-. Bienvenido, milord. ¿A qué debemos este placer?
Gyles sonrió, y se lo dijo.
– ¿Francesca?
Se habían retirado a la privacidad del despacho de Charles. Tras conducir a Gyles a una cómoda butaca, Charles se dejó caer en la situada detrás de su mesa.
– Lo siento… No acierto a comprender qué interés podéis tener en Francesca.
– Por lo que a eso respecta, no estoy seguro, pero el… ¿dilema en que me hallo, podríamos decir? es de lo más corriente. Como cabeza de familia, se espera de mí que contraiga matrimonio. En mi caso, engendrar un heredero constituye más bien una necesidad imperiosa.
Gyles hizo una pausa y, a continuación, preguntó:
– ¿Conoce a Osbert Rawlings?
– ¿Osbert? ¿Os referís al hijo de Henry? -Al asentir Gyles, a Charles se le demudó la expresión-. ¿No es el que quiere ser poeta?
– Quería ser poeta, sí. Ahora es poeta, lo cual es infinitamente peor.
– ¡Dios Santo! ¿Despistado, desgarbado, que no sabe nunca qué hacer con las manos?
– Ése es Osbert. Entenderá por qué la familia confía en que cumpla con mi deber. Para hacerle justicia, al mismo Osbert le aterroriza que no lo haga y tenga él que ponerse en mi pellejo.
– Me lo figuro. Ya de chico no tenía sangre en las venas.
– Así pues, habiendo cumplido ya los treinta y cinco, me he propuesto encontrar una esposa.
– ¿Y habéis pensado en Francesca?
– Antes de pasar a discutir los detalles, deseo aclarar una cuestión. Lo que busco es una novia dócil dispuesta a embarcarse en un matrimonio concertado.
– Concertado… -Charles frunció el ceño-. ¿Os referís a un matrimonio de conveniencia?
Gyles enarcó las cejas.
– Eso me ha parecido siempre una paradoja. ¿Cómo puede el matrimonio resultar conveniente?
Charles no sonrió.
– Tal vez sea mejor que expliquéis lo que andáis buscando.
– Deseo contraer matrimonio concertado con una dama de cuna, crianza y conducta adecuadas para desempeñar el papel de mi condesa y proporcionarnos a mi familia y a mí los herederos que precisamos. Más allá de esto y de la atención de la casa y las obligaciones formales inherentes a la condición de duquesa de Chillingworth, no exigiría nada más de la dama. A cambio, y por añadidura a la posición misma y todo lo que razonablemente otorga, como su guardarropa, su propio carruaje y servicio, le concederé una asignación que le permita vivir lujosamente el resto de sus días. No soy precisamente pobre, después de todo.
– Con el debido respeto, tampoco lo es Francesca.
– Eso tengo entendido. En cualquier caso, y con la excepción de la heredad Gatting, que deseo que revierta a la hacienda Lambourn, el conjunto de su herencia seguirá siendo suya para disponer de ella a su antojo.
Charles alzó las cejas.
– Una oferta muy generosa, sin duda. -Su mirada se hizo distante-. He de admitir que mi matrimonio fue concertado… -Tras un instante, volvió a fijar los ojos en Gyles-. Me temo, primo, que he de preguntaros algo: ¿hay alguna razón específica para este decidido empeño en que vuestro matrimonio sea concertado?
– Si se refiere a si tengo alguna amante estable a la que no quiera dejar de lado o algo por el estilo, la respuesta es no. -Gyles examinó a Charles, escrutó sus ojos castaños, francos y honestos-. La razón de que quiera tratar mi matrimonio, en todos sus aspectos, como un asunto estrictamente contractual es que no tolero en absoluto el concepto del matrimonio por amor. Es una circunstancia enormemente sobrevalorada y que no deseo ni entrar a considerar. No deseo que la que haya de ser mi esposa albergue la ilusión de que es amor lo que le ofrezco, ni ahora ni en un futuro de color de rosa. Quiero que sepa desde el primer momento que el amor no forma parte de la ecuación de nuestro matrimonio. No veo que pueda derivarse ningún beneficio de alimentar otras expectativas, y he de insistir en que mis intenciones queden claras desde un primer momento.
Charles se le quedó mirando un rato y luego asintió.
– Podría decirse que sois sencillamente más honesto que otros que piensan igual. -Gyles no replicó-. Muy bien… Ahora comprendo lo que buscáis, pero ¿por qué habéis pensado en Francesca?
– Por la heredad Gatting. Fue, hace siglos, cedida en testamento a una viuda. De hecho, es posible que fuera ya en su día motivo de otro matrimonio concertado: la propiedad completa el círculo de la hacienda Lambourn. Nunca debió desgajarse de ella, pero dado que no estaba vinculada al título, algún antepasado insensato la legó a un hijo menor, y esto se convirtió en algo así como una tradición… -Gyles frunció el ceño-. Gerrard era el mayor, ¿no es así? ¿Cómo es que usted heredó este lugar y él heredó Gatting?
– Mi padre -contestó Charles con una mueca-. Se peleó con Gerrard, al parecer porque Gerrard se negó a casarse según él había concertado. Gerrard se casó por amor y se fue a Italia, mientras que yo…
– ¿Contrajo el matrimonio concertado que su hermano había rechazado?
Charles asintió.
– De forma que mi padre reformó su testamento. Gerrard recibió la heredad Gatting, que debía corresponderme a mí, y yo me quedé con la mansión. -Sonrió-. A Gerrard le importó un comino. Incluso tras la muerte de mi padre, siguió viviendo en Italia.
– Hasta su muerte. ¿Cómo ocurrió?
– Un accidente en barco, de noche, en el lago de Lugano. Nadie se enteró hasta la mañana siguiente. Tanto Gerrard como Katrina se ahogaron.
– Y así fue como Francesca vino a vivir con usted.
– Sí. Lleva con nosotros casi dos años.
– ¿Cómo la describiría?
– ¿A Francesca? -A Charles se le endulzó la expresión-. ¡Es una chica maravillosa! Un soplo de aire fresco y un rayo de sol, todo en uno. Es curioso, pero aunque es una muchacha muy animada, también es apacible… Una contradicción, lo sé, y sin embargo… -Charles miró a Gyles.
– Tengo entendido que tiene veintitrés años. ¿Hay algún motivo para que no se haya casado todavía?
– Nada en concreto. Con anterioridad al accidente del lago, Gerrard y Katrina, y también Francesca, habían hablado de estudiar en serio la cuestión de buscarle marido, pero entonces tuvo lugar el fallecimiento de ambos. Francesca se empeñó en guardar el periodo de luto en su integridad: era hija única y estaba muy unida a sus padres. Así que no empezó a hacer vida social hasta hace un año o así. -Charles hizo una leve mueca-. Por razones con las que no voy a aburrirle, nosotros no recibimos. Francesca asiste a las reuniones y bailes locales bajo los auspicios de lady Willington, una de nuestras vecinas…
El discurso de Charles se apagó. Gyles alzó una ceja.
– ¿Cómo es eso?
Charles lo observó, pensativo, y luego pareció tomar una decisión.
– Francesca está buscando activamente un marido desde hace un año. Fue a petición suya que solicitamos la ayuda de lady Willington.
– ¿Y ha conocido a alguien que considere adecuado?
– Lo cierto es que no. Creo que conserva pocas esperanzas de dar con un candidato idóneo por estos pagos.
Gyles miró a Charles fijamente.
– Aunque sea una pregunta indiscreta, ¿cree que su sobrina podría encontrarme idóneo a mí?
Charles esbozó una sonrisa irónica y fugaz.
– Por lo que tengo entendido, si vos deseáis que os considere idóneo, así será. Podríais encandilar a cualquier incauta muchacha con sólo proponéroslo.
La sonrisa de Gyles fue un reflejo de la de Charles.
– Desafortunadamente, valerme en este caso de ese talento en concreto podría resultar contraproducente. Quiero una novia dócil, no locamente enamorada.
– Cierto.
Gyles escrutó a Charles, a continuación estiró las piernas y cruzó sus tobillos enfundados en las botas.
– Charles, voy a colocarle en una situación ingrata y reclamarle la ayuda que me debe como cabeza de la casa que soy. ¿Sabe de algún motivo que pudiera desaconsejar convertir a Francesca Rawlings en la próxima condesa de Chillingworth?
– Ninguno. Ninguno en absoluto. -Charles le devolvió su misma mirada fija-. Francesca cumpliría ese cometido para admiración de toda la familia.
Gyles prolongó la mirada un instante y asintió a continuación.
– Muy bien. -Sentía como si hubiera liberado el pecho de un banco de carpintero-. En tal caso, quisiera pedirle formalmente la mano de su sobrina.
Charles pestañeó.
– ¿Así, sin más?
– Así, sin más.
– Bien. -Charles hizo ademán de levantarse-. La haré llamar…
– No. -Gyles le indicó que se detuviera-. Olvida algo: deseo que todo este asunto se trate con la máxima formalidad. Quisiera dejar claro, no sólo con palabras sino con hechos, que esto es un matrimonio concertado, nada más. La descripción que me ha hecho de su sobrina confirma las opiniones que he recabado de otras personas, grandes dames de la buena sociedad con amplia experiencia a la hora de ponderar la valía de las jóvenes casaderas. Todas declaran que Francesca Rawlings es un partido intachable; no preciso garantías adicionales. En estas circunstancias, no veo razón para tratar con ella en persona. Usted es su tutor, y es a través de usted que pido su mano.
Charles consideró la posibilidad de discutirlo; Gyles supo exactamente en qué instante comprendió que sería un empeño vano, e incluso algo impertinente. Era él, después de todo, el cabeza de la casa.
– Muy bien. Si así lo deseáis, y si me dais los detalles, hablaré con Francesca esta noche… Será mejor que lo ponga por escrito. -Charles buscó papel y pluma.
Cuando estuvo listo, Gyles le dictó y él transcribió la oferta formal de contrato matrimonial entre el conde de Chillingwonh y Francesca Hermione Rawlings. Mientras Charles garabateaba la última cláusula, Gyles musitó:
– Puede que sea mejor no mencionar el parentesco, ya que es lejano. No tiene trascendencia práctica alguna. Preferiría que la oferta le fuera trasladada específicamente en nombre del conde.
Charles se encogió de hombros.
– Eso no la perjudicará. A las mujeres les gustan los títulos.
– Bien. Si no requiere usted de mí alguna otra información, os dejo. -Gyles se levantó.
Charles se puso en pie. Abrió la boca pero pareció vacilar.
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