Lady Elizabeth y Henni se unieron a ella. Una vez que hubieron comido lo que les apeteció, se retiraron al salón familiar. La señora Cantle, no más alta que Francesca pero algo más pechugona, apareció a las diez en punto vestida de negro.
Hizo una inclinación cortés y entrelazó las manos.
– ¿Deseabais verme, señora? -Dirigió la pregunta, con suma imparcialidad, a algún punto situado entre Francesca y lady Elizabeth, que reaccionó con visible azoramiento.
Francesca sonrió.
– Así es. Como lady Elizabeth se trasladará esta tarde a la casa de la viuda, ella y yo deseamos dedicar la mañana a dar una vuelta por la casa para repasar las tareas rutinarias. Me preguntaba si tendría usted tiempo para acompañarnos.
La señora Cantle se esforzó para no sonreír de oreja a oreja, pero le brillaron los ojos.
– Si pudiéramos decidir los menús antes, señora… -Se dirigía directamente a Francesca-. No me atrevo a dejar que el pagano se las componga solo, no sé si me explico. Hay que estar refrenándolo constantemente, la verdad.
El «pagano» tenía que ser Ferdinando.
– Aquí tenéis otro cocinero, según tengo entendido… -Francesca dijo esto mirando a lady Elizabeth, pero fue la señora Cande quien respondió.
– Oh, sí, señora, y eso es más de la mitad del problema. A ninguno de nosotros se le ocurriría negarle a Ferdinando su…
– ¿Arte?
– Sí…, eso es. Se le dan bien los fogones, no hay duda. Pero Cook lleva con la familia toda la vida, ha dado de comer al señor desde que era un niño, sabe cuáles son sus platos favoritos… Y ella y Ferdinando no se llevan bien.
No era difícil imaginar el porqué. Cook era la cocinera hasta que apareció Ferdinando, y entonces fue degradada.
– ¿Cuál es la especialidad de Cook? -La señora Cantle frunció el ceño-. ¿Qué tipo de comidas se le dan especialmente bien? ¿Las sopas? ¿La repostería?
– Los pudins, señora. Su pudín de crema de limón es uno de los favoritos del señor, y su tarta de melaza es para chuparse los dedos.
– Muy bien. -Francesca se puso en pie-. Empezaremos nuestra ronda por las cocinas. Hablaré con Ferdinando y decidiremos los menús, y veremos si puedo ayudar a suavizar un poco las cosas.
Lady Elizabeth se unió a ellas, intrigada. La señora Cantle las condujo a través de la puerta de tapete verde y por una maraña de pasillos y cuartitos. Pasaron junto a Irving y su despensa y se detuvieron a inspeccionar las vajillas y cubertería de plata de la casa.
Mientras continuaban en pos de la señora Cantle, Francesca se volvió hacia lady Elizabeth.
– No se me ha ocurrido preguntaros: ¿cómo os apañaréis en la casa de la viuda? Necesitaréis un mayordomo, y un cocinero y doncellas…
– Ya nos hemos ocupado de todo, querida. -Lady Elizabeth le tocó el brazo-. En una propiedad de esta extensión, siempre hay mucha gente deseando trabajar. Hace una semana que la casa de la viuda está preparada para recibirnos. La doncella de Henni y la mía, y el asistente de Horace, están trasladando nuestras últimas pertenencias al otro lado del parque, y esta tarde iremos a nuestro nuevo hogar.
Francesca vaciló, y finalmente asintió. No le correspondía, y en cualquier caso no en aquel momento, aludir a lo que sin duda lady Elizabeth sentiría al abandonar la casa a la que había llegado de novia y que había administrado tantos años.
Lady Elizabeth rió entre dientes.
– No… No me da pena marcharme. -Hablaba en voz muy baja, para que la oyera sólo Francesca-. Esta casa es muy grande, y las necesidades de Gyles aquí y en Londres son más de las que mis energías me permiten atender debidamente. Estoy más contenta de lo que puedo expresar de que estés aquí, dispuesta y preparada para asumir esa responsabilidad. Francesca miró a los ojos de la condesa viuda. Los tenía grises, como su hijo, pero más amables.
– Me esforzaré al máximo para seguir llevándolo todo tan eficazmente y tan bien como vos.
Lady Elizabeth le apretó el brazo.
– Querida mía, si eres capaz de manejar a Ferdinando, será que estás destinada a hacerlo mejor.
Las cocinas se abrieron ante ellas: dos cuartos inmensos, a cual más grande y tenebroso. El primero, y ligeramente más espacioso, incluía un hogar que ocupaba una pared entera, hornos de ladrillo, asadores de espetón, y planchas de rejillas enormes, suspendidas a ambos lados. Una mesa de trabajo corría todo a lo largo del centro del cuarto; otra más pequeña, en la que presumiblemente comía el servicio, estaba situada en un hueco abierto en una pared. Pucheros y sartenes relucían: en las paredes, en estantes, y colgados del techo de altísimos ganchos. El cuarto era cálido; el aire estaba repleto de deliciosos aromas. Francesca vio que a un lado había una despensa. El cuarto anexo se destinaba al parecer a las tareas de preparación y los fregaderos.
Los dos recintos bullían de frenética actividad. En la mesa central se acumulaban montañas de verduras. En su extremo más alejado había una mujer de rostro rubicundo con sus grandes manos hundidas en un cuenco de masa.
La señora Cantle le susurró a Francesca:
– Ésa es Cook; se llama Doherty, en realidad, pero siempre la llamamos Cook.
Numerosos criados – pinches y criadas de cocina- iban de aquí para allá. Concentrada en su masa, Cook no había levantado la vista: el taconeo de tantas botas sobre las losas y el entrechocar de ollas y cacharros había hecho que le pasara inadvertida su entrada.
Pese al tumulto general, Ferdinando era fácil de localizar. Un hombre delgado, de piel aceitunada, al que una mata de pelo negro azabache le caía sobre la frente mientras manejaba un cuchillo a velocidad de vértigo, se alzaba al otro lado de la mesa central, impartiendo una cascada de órdenes en un inglés con un muy marcado acento extranjero; se dirigía a las dos criadas que revoloteaban y zumbaban a su alrededor como abejas.
La señora Cantle se aclaró la garganta. Ferdinando levantó la vista.
Primero vio a la señora Cande, luego reparó en Francesca. Su cuchillo se detuvo en el aire. De golpe, se quedó boquiabierto.
Al haber llegado Francesca con retraso para su boda, ésta era la primera vez que Ferdinando la veía. Francesca se sintió aliviada cuando la señora Cantle dio unas palmadas para atraer la atención de los demás.
Todo el mundo se detuvo. Todos se quedaron mirando.
– La señora condesa ha venido a inspeccionar las cocinas.
Francesca sonrió. Pasó por delante de la señora Cantle. Recorrió la sala con la mirada, deteniéndose brevemente en cada rostro, para detenerse finalmente al llegar hasta Cook. Hizo una inclinación de cabeza.
– Usted es Cook, según creo.
La mujer se sonrojó y amagó una reverencia, levantando las manos sólo para, inmediatamente, volver a hundirlas en la masa.
– Ah…, lo siento, señora. -Buscó desesperadamente un trapo por las inmediaciones.
– No, no… No quisiera interrumpirla. -Francesca echó una ojeada al interior del cuenco.
– ¿Esto es para el pan de hoy?
Tras una mínima pausa, Cook contestó:
– Para la hornada de la tarde, señora.
– ¿Hace usted pan dos veces al día?
– Sí, señora… No es tanto trabajo de más, y así siempre está recién hecho.
Francesca asintió. Oyó que Ferdinando se agitaba y se giró hacia él.
– ¿Y usted es Ferdinando?
Él se cruzó el cuchillo delante del pecho e hizo una inclinación.
– Bellísima, -murmuró.
Francesca le preguntó de qué parte de Roma era. En italiano.
Él volvió a quedarse completamente boquiabierto; cuando se hubo repuesto, prorrumpió en una parrafada torrencial en apasionado italiano. Francesca dejó que se desahogara sólo un momento, y luego lo acalló.
– Ahora -dijo-, deseo discutir los menús de hoy. Señora Cantle… ¿Tiene usted papel y pluma?
La señora Cantle salió muy diligente a cogerlos de su habitación. Ferdinando aprovechó la ocasión para recitar sus sugerencias…, en italiano. Francesca escuchaba y asentía. Cuando la señora Cantle volvió y se sentó dispuesta a tomar nota, Francesca hizo parar a Ferdinando levantando un dedo, y a continuación enumeró los platos de su repertorio que había elegido para la hora de la comida. Luego se volvió hacia Cook,
– Y para el té, yo siento debilidad por los brioches al estilo de Devon.
Cook alzó la vista; con la sorpresa en los ojos, pero le faltó tiempo para asentir.
– Sí… Yo os los puedo hacer.
Ferdinando irrumpió con prolijas sugerencias; Francesca le hizo una seña para que callara.
– En cuanto a la noche… -Detalló el menú de la cena, dejando claro que Ferdinando quedaba encargado de los diversos platos, lo que apaciguó a su vanidad herida. A continuación llegó a los postres.
– Pudins. Me han hablado de un plato… Un pudín de crema de limón. -Miró a Cook-. ¿Lo conoce?
Cook lanzó una mirada fugaz a la señora Cantle, pero asintió.
– Sí.
– Bien. De momento, Cook, usted será la encargada de preparar los pudins de nuestras cenas.
Por la expresión que puso, se notó que Ferdinando se sentía ultrajado.
– Pero… -A lo que siguió una retahíla de postres italianos.
Francesca lo miró directa y fijamente y dijo en italiano:
– ¿Es usted consciente de que su señor es inglés, o no?
Ferdinando la miró desconcertado. Siempre en italiano, Francesca dijo:
– Aunque usted y yo sepamos de platos italianos, puede que le convenga extender su pericia a los pudins ingleses.
– No sé nada de esos pudins.
En boca de Ferdinando la palabra pudins estaba cargada de desprecio. Francesca se limitó a sonreír.
– Si fuera usted verdaderamente sabio y quisiera triunfar, le pediría a Cook que le enseñara cómo se hacen los pudins ingleses.
Ferdinando puso cara de pocos amigos.
– A ésa no le gusto nada.
– Ah, pero ahora que comprende usted que sus enseñanzas pueden resultarle útiles, podría encontrar la manera…, tal vez ofreciéndose a enseñarle a decorar sus pudins. Asegurándose, por supuesto, de que ella se dé cuenta de que comprende la importancia de sus pudins para la comida en su conjunto. Yo esperaré de usted que trabaje en coordinación con ella para asegurar el equilibrio de sabores.
Ferdinando se quedó mirándola. El segmento en italiano de su conversación se había desarrollado a gran velocidad, y había durado menos de un minuto. Con una sonrisa serena, Francesca cabeceó en señal de aprobación.
– Muy bien. Y ahora… -Dio rápidamente media vuelta y se dirigió a la puerta que llevaba otra vez a la casa, sobresaltando a Irving y a un pequeño ejército de lacayos que se habían congregado a escuchar. Francesca inclinó cortésmente la cabeza y pasó muy decidida-. ¿Señora Cantle?
– Voy, señora.
Lady Elizabeth cerró el cortejo, esforzándose por ocultar una sonrisa.
El resto de la ronda deparó menos incidencias, pero estuvo cargado de detalles. Para cuando volvieron a la planta baja, Francesca tenía una partidaria acérrima en la señora Cantle. Se sintió aliviada de que hubiera resultado tan fácil ganarse al ama de llaves. Dadas las dimensiones de la casa y la complejidad de su administración, un apoyo de confianza era algo que iba a hacerle falta.
– Lo has hecho muy bien, querida. -Lady Elizabeth se desplomó en su butaca del salón familiar. La señora Cantle había regresado a sus ocupaciones; Henni hacía punto en su butaca, lista para escuchar su informe-. Te metiste a Cantle en el bolsillo en el momento en que mostraste tu intención de apaciguar a Cook. Cantle y ella se conocen de toda la vida, llevan aquí desde que eran muchachas.
Lady Elizabeth miraba al otro lado del salón, donde Francesca se había acomodado en el diván.
– Corrijo, ya estaba predispuesta en tu favor desde antes: invitarla a acompañarnos de entrada ha sido un golpe de genio.
Francesca sonrió.
– Quería asegurarme de que comprendía que la valoro.
– Has conseguido convencer de eso a todos.
– También valoro lo que Henni y vos habéis hecho para facilitarme las cosas. Hubiera sido mucho más difícil sin vuestra ayuda.
Las dos mujeres parecieron sorprenderse, y se ruborizaron.
– Bueno, pero por si no has caído en ello -dijo Henni bruscamente-, esperamos recibir informes periódicos una vez que estenios instaladas en la casa de la viuda.
– Informes periódicos frecuentes. -Lady Elizabeth apretó los labios-. Aún no puedo creer que un hijo mío pueda ser tan idiota como para pensar que un Rawlings se las puede arreglar con un matrimonio… -aquí hizo un gesto displicente- distante. Tendrás que venir a tranquilizarme diciéndome que, de hecho, va entrando en razón.
Pero, ¿entraría en razón? Esa pregunta era la que preocupaba a Francesca. Le preocupaba menos el tiempo que pudiera llevarle. Se habían casado; el matrimonio era para toda la vida. Estaba dispuesta a esperar unos pocos meses, incluso un año: llevaba esperando toda la vida.
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