A él.

Esperando la ocasión de hacer realidad su sueño.

Después de comer, fueron todos dando un paseo hasta la casa de la viuda, atravesando el parque bajo los inmensos árboles. No estaba lejos, aunque la casa no se viera desde el castillo, oculta por los árboles y un pliegue del terreno.

Después de dar una vuelta por la bonita casa de estilo georgiano, y compartir el té que les sirvió una doncella a todas luces abrumada por su reciente ascenso, Francesca y Gyles volvieron solos al castillo.

En el recibidor, Wallace requirió a Gyles para un asunto de administración de la hacienda. Él se excusó y la dejó; Francesca subió las escaleras y fue hasta su dormitorio en desacostumbrada soledad: un lujo del que no había disfrutado últimamente. Aunque era casi la hora de vestirse para la cena, no tocó la campana para llamar a Millie, sino que aprovechó el momento para dejar vagar sus pensamientos, de pie junto a la ventana.

No necesitó mucha reflexión para admitir que cualquier presión por su parte, cualquier manifestación explícita de que quería más de él, lo alejaría de ella; al menos, emocionalmente. Se cerraría en banda, y ella no sería capaz de llegar a él: era lo bastante fuerte como para resistirse a ella si se lo proponía.

Tendría que tener paciencia. Y confiar. Y tratar de salvaguardar su corazón.

Y hacer la única cosa que estaba en su mano para nivelar la balanza.

Desgraciadamente, esa línea de acción era incompatible con la salvaguarda de su corazón.

Tomó una inspiración profunda, la retuvo, y luego exhaló y regresó a la habitación. Se acercó al tirador de la campanilla y llamó a Millie.

Capítulo 10

Un mozo de cuadra llegó corriendo en cuanto Gyles entró al trote en el patio de cuadras. Desmontó; el muchacho se llevó al caballo. Gyles dudó un momento, luego entró en el establo. Se detuvo ante el compartimiento en el que la apenas bautizada como Regina masticaba plácidamente.

– La señora condesa no ha salido hoy.

Gyles se volvió y vio a Jacobs que se acercaba por el pasillo.

– Ha ido a pasear. La vi que iba camino del risco.

Gyles asintió. Para qué iba a negar que se venía preguntando dónde estaría. Volvió a buen paso al sol. Era primera hora de la tarde y se estaba muy bien fuera. Demasiado bien para entrar a enfrascarse en los libros de contabilidad que le esperaban.

La avistó sobre el risco que dominaba el meandro del río. Estaba sentada en un banco situado entre arbustos florecidos, de espaldas a la vieja muralla, contemplando a sus pies los campos y el río. Con un vestido de día color prímula y un sencillo lazo amarillo anudado en sus morenos rizos, parecía una princesa florentina, meditabunda y distante. Inalcanzable. Inaprensible. Se detuvo, extrañamente inseguro respecto a su derecho a perturbarla, absorta como estaba en sus pensamientos y tan quieta que los gorriones daban saltitos sobre la hierba a sus mismos pies.

Tenía el rostro sereno, digno; distante. Entonces se volvió y le vio de frente, y sonrió esplendorosamente.

Le hizo un gesto.

– Se está tan bien aquí… Estaba admirando las vistas.

Él examinó su rostro y luego recorrió los últimos escalones que conducían al banco.

– He estado donde el puente.

– ¿Ah, sí? -Se recogió un poco la falda para que él pudiera sentarse-. ¿Está terminado?

– Casi. -Se sentó y contempló el paisaje: sus tierras, sus campos, sus prados-. El nuevo apuntalamiento debería garantizar que no lo perdamos de nuevo.

– ¿Cuántas familias viven en la heredad?

– Unas veinte. -Señaló con el dedo-. ¿Veis aquellos tejados? Ésa es una de las aldeas.

Ella miró hacia donde le señalaba, y luego apuntó al este.

– ¿Aquélla es otra?

– Sí. -Él la miró, sorprendido-. Debéis llevar aquí mucho tiempo para haberos fijado en ella. -No eran más que tres tejados, casi ocultos por los árboles.

Ella alzó la cara a la brisa, disfrutando claramente de sentir cómo se alborotaba su cabello.

– He venido aquí varias veces. Es un mirador perfecto para comprender la distribución de las tierras.

Él esperó, mirándola a la cara, pero ella siguió contemplando las verdes ondulaciones y no dijo más.

– ¿Habéis tenido problemas con el servicio?

Volvió la cabeza súbitamente.

– No. -Le miró con aire escrutador-. ¿Preveíais que los tuviera?

– No. -Advirtió el matiz de regocijo que asomaba en sus ojos-. Pero sí que me preguntaba cómo os estaríais desenvolviendo.

Sonrió francamente.

– Muy bien. -Perdió el contacto con sus ojos al ponerse ella en pie-. Pero va siendo hora de que vuelva.

Reprimiendo un brote de irritación, Gyles también se levantó, y cogió su paso mientras ella ascendía por la pendiente del terraplén. Llevaba dos días intentando observar algún indicio de cómo le iba, de si se hacía a su nueva situación. De si era feliz. No era una pregunta que pudiera hacerle directamente, al menos tal y como estaban las cosas entre ellos. Pero ya había transcurrido una semana desde que se casaran, y, mientras que él no tenía ninguna queja, se preguntaba si ella estaba igualmente satisfecha.

Era su esposa, después de todo, y si él tenía su pastel y además se lo estaba comiendo, gracias a la sensata aceptación de su plan por parte de ella, parecía cuando menos justo que ella también estuviera contenta con su nueva vida.

Pero no podía hacerle una pregunta tan sencilla, y ella se obstinaba en responder literalmente a sus circunloquios, sonriendo y soslayando la cuestión que le interesaba. Y eso no hacía otra cosa que intrigarle aún más.

En la cima de la cuesta, ella se detuvo, se recreó en una inspiración profunda y a continuación le dirigió una sonrisa sesgada y gatuna. Lo miraba a los ojos mientras se acercaba, desafiándolo a que él mirara sus pechos, su figura nítidamente dibujada por la brisa que le pegaba el vestido al cuerpo.

Otra de sus estratagemas: la distracción. Él arqueó una ceja, y ella se echó a reír. El sensual sonido reverberó en su cabeza, recordándole la noche que habían pasado y los juegos a los que habían jugado.

Era una maestra en el arte de la distracción.

Sonriendo, lo cogió del brazo. Cruzaron por el césped; las hojas caídas crepitaban bajo sus pies y en el aire se respiraba el perfume del otoño.

– Si desearais alguna cosa, algo relacionado con la casa o su administración, supongo que ya sabéis que no tenéis más que pedirlo.

Su seco comentario hizo que ella frunciera los labios. Asintió inclinando la cabeza; sedosos zarcillos negros acariciaron fugazmente la mejilla de Gyles.

– Si descubro que hay algo que necesite, recordaré vuestras palabras.

Lo miró desde debajo de las pestañas, un hábito que tenía; uno que él ya conocía. Notó su mirada, la captó, se la sostuvo. Tras largos instantes, arqueó lentamente una ceja.

Francesca desvió la mirada bruscamente y siguió mirando al frente.

– Si descubro que necesito algo… Pero, por ahora, tengo todo lo que… ¿Quiénes son ésos?

Sin aliento, contenta de que una distracción la librara de tener que mentir, señaló el carruaje negro detenido en el patio delantero.

– Me preguntaba cuánto tardarían en aparecer.

El tono de Gyles hizo que volviera a mirarlo, esta vez con franca extrañeza.

– El coche pertenece a nuestros vecinos más cercanos, los Gilmartin. Me sorprende que lady Gilmartin se haya dejado convencer para dejar pasar toda una semana.

– ¿No estuvieron en la boda?

Gyles sacudió la cabeza. Cogiéndola de la mano, la condujo escaleras arriba.

– Estaban de visita en Escocia, gracias a Dios. -Le lanzó una mirada-. Preparaos para una dosis de aspavientos.

Ella le frunció el entrecejo, desconcertada, pero dejó que le abriera la puerta y la guiara de la mano al cruzar el umbral…

– ¡Ahí ¡Ahí están! ¡Válgame Dios! -Una matrona corpulenta, con pechos imponentes, se abatió sobre Francesca agitando un chal rosa con flecos-. ¡Vaya, milord! -La mujer miró a Gyles levantando las cejas-. Sí que habéis dado la campanada. ¡Y todas las damas de por aquí, convencidas de que le teníais aversión al matrimonio! ¡Ja, ja! -La dama sonrió radiante a Francesca e inmediatamente cayó sobre ella y se rozaron las mejillas-. Wallace pretendía decirnos que estabais indispuesta, pero os vimos con toda claridad encima del risco.

Francesca intercambió una mirada con el imperturbable Wallace, y cogió las manos de la dama entre las suyas.

– ¿Lady Gilmartin, si no me equivoco?

– ¡Aja! -Su señoría parpadeó mirando a Gyles-. Veo que mi reputación me precede. En efecto, querida mía; vivimos justo pasada la aldea.

Cogiéndola por el codo, Francesca condujo a la condesa hacia el salón. Irving se apresuró a abrir la puerta. Lady Gilmartin seguía parloteando.

– Habéis de venir a tomar el té, por supuesto, pero pensamos en dejarnos caer esta tarde para daros la bienvenida a nuestro pequeño círculo. ¿Eldred?

Llegados ya al centro del salón, Francesca soltó el codo de la condesa y se volvió, para ver a un anémico caballero entrar flanqueado por Gyles. Al lado de su marido parecía mustio y marchito. Hizo una inclinación y sonrió débilmente; Francesca le devolvió la sonrisa. Con una inspiración tonificante, señaló a lady Gilmartin la chaise longue.

– Tomad asiento, por favor. Wallace: tomaremos el té.

Francesca se dejó caer en un sofá y observó a lady Gilmartin componer sus chales.

– Bien, ¿dónde estábamos? -Su señoría alzó la vista-. Oh, sí… ¿Clarissa? ¿Clarissa? ¿Dónde te has metido, muchacha?

Una chica pálida y regordeta, con una expresión enfurruñada algo impropia de una dama, entró airadamente en la habitación, le hizo una reverencia a Francesca y se sentó pesadamente junto a su madre en la chaise longue.

– Ésta es mi pequeña. -Lady Gilmartin le dio a su hija unas palmaditas en la rodilla-. Es una pizca demasiado joven para competir con vos, querida mía -su señoría señaló a Gyles con la cabeza-, pero tenemos grandes esperanzas. Clarissa irá a Londres el año que viene para la temporada social.

Francesca hizo los sonidos adecuados y evitó la mirada de su marido. Al cabo de un segundo, fijó la vista en el enjuto caballero que entraba remoloneando en la sala. Parpadeó, y se perdió todo lo que estaba diciendo lady Gilmartin.

Su señoría se volvió hacia la puerta.

– Ah, Lancelot. Acércate y haz tu reverencia.

Moreno de pelo, de una palidez interesante y una belleza bastante sorprendente, aunque muy estudiada, el joven -que no pasaba de ser eso- pasó desdeñosamente la vista por toda la sala. Hasta que llegó a Francesca, y se quedó pasmado mirándola.

– ¡Oh! ¡Caramba!

Sus oscuros ojos, encapotados hasta entonces por lánguidos párpados, se abrieron de par en par. Con paso considerablemente más ligero que el que traía, Lancelot llegó hasta la chaise longue e hizo ante Francesca una reverencia plena de romántico abandono.

– ¡Caramba! -repitió al incorporarse.

– Lancelot nos acompañará a Londres esta temporada. -Lady Gilmartin sonrió radiante-. Creo que puedo decir sin temor a que me contradigan que causaremos bastante revuelo. ¡Bastante revuelo!

Francesca consiguió componer una sonrisa cortés, aliviada de ver llegar a Wallace con la bandeja del té, seguido de Irving con la fuente del pastel. Mientras ella servía y sus huéspedes sorbían y devoraban, hizo lo que buenamente pudo para encauzar la conversación por derroteros más convencionales.

Gyles se mantenía apartado, hablando tranquilamente con lord Gilmartin junto a las ventanas. Cuando Francesca captó por fin su atención, con un mensaje paladinamente claro en los ojos, él arqueó brevemente una ceja y, con aire resignado, condujo a lord Gilmartin más cerca de su familia.

El resultado no fue feliz. En el instante en que se dio cuenta de que Gyles estaba cerca, a Clarissa se le puso una sonrisa boba. Luego le entro una risita que Francesca no pudo juzgar sino corno de muy mala educación, y empezó a lanzar miraditas tímidas y coquetas a Gyles.

Antes de que Francesca pudiera pensar en cómo reorganizar la sala para volver a separar a su esposo de Clarissa, Lancelot se plantó delante de ella, bloqueándole la vista. Sobresaltada, miró hacia arriba.

– Sois lo que se dice terriblemente hermosa, ¿lo sabéis?

El brillo apasionado de sus ojos sugería que Lancelot estaba a punto de caer de rodillas y abrirle su bisoño corazón.

– Sí, lo sé -le dijo.

Él parpadeó.

– ¿Lo sabéis?

Ella asintió. Se puso en pie pausadamente, obligando al muchacho a dar un paso atrás para hacerle sitio.

– La gente… los hombres me lo dicen siempre. Significa poco para mí, puesto que yo, evidentemente, no puedo verme como me ven.