Ya había usado antes esas frases para confundir a caballeros demasiado vehementes. Lancelot se quedó ahí de pie, frunciendo el ceño, repasando sus palabras para sus adentros, tratando de decidir la mejor respuesta. Francesca le rodeó y lo dejó atrás.

– ¿Lady Gilmartin?

– ¿Qué? -La condesa dio un respingo y dejó caer el brioche que se estaba comiendo-. Oh, sí, dígame, querida mía.

Francesca sonrió de forma encantadora.

– Hace un día tan bonito, y se está tan bien afuera… Me preguntaba si os gustaría dar un paseo hasta el jardín italiano. ¿No se vendría también Clarissa?

Clarissa puso mala cara y miró con semblante belicoso a su madre, que se sacudía migas de la falda mientras dirigía su mirada miope a las altas ventanas.

– Bueno, querida, me encantaría, pero más bien creo que ya es hora de irnos. No quisiera abusar de vuestra hospitalidad.

Lady Gilmartin prorrumpió una risa caballuna. Se puso en pie, se acercó a Francesca y dijo, bajando la voz:

– Sé cómo son los hombres, querida, por más Lores o condes que sean. Cuesta mucho mantenerlos a raya al principio. Pero se les pasa, ¿sabéis?… Podéis creerme.

Con unas palmadas en la mano, lady Gilmartin se giró y se dirigió a la puerta.

Francesca corrió tras ella para estar absolutamente segura de que no equivocaba el camino. Clarissa salió detrás pisando fuerte; Lancelot, perplejo aún, les siguió. Gyles y lord Gilmartin cerraron el cortejo.

Lady Gilmartin se despidió con un caluroso adiós, con su prole siguiéndola en silencio. Lord Gilmartin fue el último en abandonar el porche; se inclinó sobre la mano tendida de Francesca.

– Querida mía, sois deslumbrante, y Gyles es sin duda un tipo con suerte por haberos conquistado.

Su señoría sonrió, amable y dulcemente, luego hizo una inclinación de cabeza y echó a andar escaleras abajo.

– ¡No olvidéis -exclamó lady Gilmartin desde el coche- que sois libre de venir de visita siempre que echéis a faltar la compañía de una dama!

Francesca consiguió componer una sonrisa y una inclinación de cabeza.

– ¿Qué diantre -murmuró para Gyles, de pie a su lado- piensa que son vuestra madre y vuestra tía? ¿Un par de advenedizas?

Él no respondió. Levantaron las manos, despidiéndose, mientras el coche se alejaba bamboleándose por el paseo.

– Los habéis despachado muy limpiamente… Tenéis que contárselo a mamá. Siempre se las vio y se las deseó para no perder la cabeza con ellos.

– Ha sido un acto de desesperación. -Francesca seguía sonriendo y saludando-. Deberíais haberme prevenido.

– No hay forma humana de prevenir adecuadamente a nadie contra lady Gilmartin y su prole. -Siguió una breve pausa y, luego, Gyles murmuró-: No pensaríais que ser mi condesa sería una tarea fácil, ¿no?

La sonrisa de Francesca se ensanchó en otra más sincera. El tono que Gyles había empleado era relajado, tan relajado que se hubiera podido pensar que bromeaba. Pero escondía una auténtica pregunta. Mirándolo a los ojos, dulcificó su sonrisa.

– Ser vuestra condesa resulta bastante placentero.

A él se le disparó una ceja.

– ¿Placentero? -No la estaba abrazando y, sin embargo, ella se sentía abrazada. Los ojos de él buscaron los suyos y se detuvieron en ellos-. Eso no es lo que os he preguntado.

Su voz era un murmullo que le acariciaba los oídos.

– Ah, ¿no? -Tuvo que resistirse mucho para no bajar la vista hacia sus labios Gyles escudriñaba sus ojos esmeralda, deseando más pero sin saber cómo pedirlo. Tenía que intentarlo, que presionarla…

– ¿Milord? Oh.

Se volvió. Wallace estaba de pie junto a la puerta, que acababa de abrir.

– ¿Sí?

– Lo siento, milord, pero deseabais ser informado en cuanto llegara Gallagher.

– Muy bien… Acompáñele al despacho. Me reuniré con él en un momento.

Se giró de nuevo, y lo recibieron una sonrisa y un gesto que sugería que volvieran a entrar en la casa.

Francesca entró por delante al recibidor.

– ¿Gallagher?

– Mi capataz. -Gyles la miró. El momento había pasado-. Hay varios asuntos que he de discutir con él.

– Por supuesto. -Su sonrisa era una máscara-. Yo he de hablar un momento con Irving. -Dudó antes de seguir-. Sospecho que mañana recibiremos la visita del señor Gilmartin. Quiero encargarle a Irving que le diga que no estoy.

Gyles la miró a los ojos y asintió. Le dio la espalda…, y se volvió de nuevo hacia ella.

– Si os encontrarais con algún problema…

La sonrisa de Francesca centelleó.

– Soy muy capaz de manejar a un jovencito bisoño, milord. -Se encaminó hacia el salón familiar-. No os preocupéis.

Sus palabras volvieron flotando hasta él. Gyles la observó mientras se alejaba caminando, y se preguntó qué era de lo que no tenía que preocuparse exactamente.

El día siguiente amaneció tan resueltamente luminoso como el anterior. Gyles pasó la mañana cabalgando por sus tierras, tratando con sus arrendatarios, averiguando de qué había que ocuparse de cara al invierno. Se aseguró de estar de vuelta en el castillo a tiempo para la comida, a tiempo de pasar una hora con su mujer.

– ¡Hace un día tan magnífico…! -Ella tomó asiento a su derecha: habían acordado no obedecer a la tradición que disponía que se habían de sentar a ambos extremos de la mesa, demasiado lejos el uno del otro para conversar-. Jacobs me habló del sendero que bordea el río. Lo seguí hasta llegar al puente. -Le sonrió-. Parece muy sólido.

– Eso espero. -La factura del aserradero le aguardaba sin duda en su despacho. Gyles apartó tan prosaicos pensamientos de su cabeza y se centró en cambio en disfrutar de la comida, y de la compañía que aguardaba a su lado.

No intentaba galantearla o provocarla; por alguna razón, su por lo general rápida lengua enmudecía en presencia de Francesca. Podía bromear en tono distendido, y lo hacía, pero ambos eran conscientes de que aquello enmascaraba sentimientos más profundos, de que era sólo el barniz del trasfondo de su vida en común. Ella se manejaba mejor y tenía más tablas en ese terreno que él, así que le dejaba dirigir la conversación, y advertía que rara vez permitía que derivara hacia temas demasiado concomitantes con ellos, con lo que sucedía entre los dos.

– La señora Cantle asegura que las ciruelas están saliendo hermosísimas; ciertamente, los frutales tienen un aspecto de lo más exuberante.

El la escuchaba hacer el informe de todas las pequeñas cosas que siempre había sabido que ocurrían en el castillo. De las que estaba al tanto de pequeño, pero que había olvidado de adulto. Ahora, verlas a través de sus ojos, tenerla a su lado para llamar de nuevo su atención sobre ellas, le retrotraía a su infancia; y le recordaba que los pequeños placeres no dejaban de serlo al crecer uno, no si uno recordaba cómo mirarlos, cómo verlos, cómo apreciarlos.

– Finalmente, encontré a Edwards y le pregunté por los setos del jardín italiano.

Gyles frunció los labios;

– ¿Y os respondió?

Edwards, el jardinero en jefe, era un adusto oriundo de Lancashire que vivía para sus árboles y atendía a poco más.

– Sí; convino en podarlos mañana.

Gyles escrutó el parpadeo de Francesca.

– ¿Lo amenazasteis con despedirlo en el acto si no obedecía?

– ¡Por supuesto que no! -Su sonrisa se ensanchó-. Me limité a señalarle que los setos se componían de pequeños árboles, y que se estaban quedando bastante escuálidos… Vaya, que tal vez hubiera que arrancarlos si no se los podaba para insuflarles nueva vida.

Gyles se echó a reír.

Finalmente, concluyó la comida y llegó el momento en que habían de separarse, pero los dos remolonearon sentados a la mesa.

Francesca miró por la ventana.

– Hace un calorcito tan bueno, afuera… -Miró a Gyles-. ¿Vais a volver a salir a caballo?

Él hizo una mueca y sacudió la cabeza.

– No. Tengo que repasar las cuentas, o Gallagher se sentirá perdido. Tengo que calcular qué precios acepto por la cosecha.

– ¿Hay mucho que hacer?

Él echó su silla para atrás.

– Más que nada, repasar y anotar, y luego un poco de aritmética.

Ella vaciló un brevísimo instante.

– Yo podría ayudaros, si queréis. Solía ayudar a mis padres con sus cuentas.

Él le sostuvo la mirada, pero ella fue incapaz de leer nada en la suya. Luego apretó los labios, sacudió la cabeza y se puso en pie.

– No. Será más fácil si me ocupo yo.

Ella fingió una sonrisa radiante; demasiado radiante, demasiado precaria.

– ¡Bueno! -Apartándose de la mesa, se levantó y se dirigió a la puerta la primera-. Os dejo para que podáis poneros a ello, pues.

Él vaciló un momento, y salió tras ella.


Si no se le permitía ayudar con los asuntos de la hacienda, iría a hablar con la madre de Gyles. Quien probablemente le sonsacaría toda la historia y luego la compadecería, lo que le haría sentirse mejor y más dispuesta a olvidar el incidente.

Aún llevaban poco tiempo; lady Elizabeth y Henni le habían advertido que tendría que ser paciente.

Pero la paciencia no era su fuerte.

– ¡Menudo tarugo! Odia la aritmética; siempre la odió. -Tal fue la opinión de Henni.

– En realidad, a mí me parece alentador. -Lady Elizabeth miró a Francesca-. ¿Dices que se lo pensó?

– Por lo menos durante un segundo. -Francesca daba vueltas con los brazos enérgicamente cruzados por el salón de la casa de la viuda. El paseo a través del parque la había tonificado, y le había abierto las miras a una estrategia diferente. Si se trataba de contribuir a su vida en común, sus opciones eran muchas, después de todo-. Habladme de la familia. De los Rawlings. -Se detuvo junto a un sillón y se apoltronó en él-. Por lo que pude apreciar el día de la boda, el clan, por decirlo así, parece estar fragmentado.

Henni soltó un bufido.

– Yo diría más bien roto. -Reflexionó un momento y añadió-: Ojo, no es por nada serio en concreto. Sencillamente, se ha llegado a eso a lo largo de los años.

– La gente se va distanciando con el tiempo -dijo lady Elizabeth.

– Si no se hace un esfuerzo por mantenerla unida.

Lady Elizabeth le dirigió una mirada de inteligencia.

– ¿En qué estás pensando exactamente?

– No estoy segura. Necesito saber más cosas, pero al fin y al cabo, yo soy la… -Buscó la palabra-. Matriarca, ¿no? Si Gyles es el cabeza de familia y yo soy su condesa, me corresponde a mí unir a la familia. ¿No es así?

– No puedo decir que lo haya oído plantear nunca tan crudamente, pero sí. -Henni asentía-. Es decir, si es que quieres tomarte la molestia. He de decirte que no será fácil. Los Rawlings siempre han sido gente ferozmente independiente.

Francesca escrutó a Henni, y luego sonrió.

– Los hombres, quizás, y las mujeres también, hasta cierto punto. Pero las mujeres son sabias y saben cuánta fuerza proporciona el hecho de mantenerse unidos, ¿no?

Lady Elizabeth se echó a reír.

– Querida mía, si tú estás dispuesta a poner la energía, nosotras estaremos encantadas de poner los conocimientos. ¿Tú qué dices, Henni?

– Oh, estoy totalmente a favor -afirmó Henni-. Es sólo que he pasado muchos años en compañía de Rawlings varones, con lo que la fragmentación de la familia me parece normal. Pero tienes toda la razón. A todos nos iría mejor si nos conociéramos más unos a otros. ¡Pero si casi ni sabemos el nombre de todos!

– ¡No, muy cierto! ¿Te acuerdas de aquel horrible Egbert Rawlings, el que se casó con esa mosquita muerta…? ¿Cómo se llamaba?

Francesca estuvo escuchando mientras lady Elizabeth y Henni remontaban el árbol genealógico, señalando ahora esa rama, ahora aquella otra.

– Hay un árbol genealógico incompleto en la vieja Biblia que está en la biblioteca -dijo lady Elizabeth cuando, exhaustas ya, estaban sentadas sorbiendo el té-. Está sólo la línea principal, pero te proporcionará, y a nosotras también, un punto de partida.

– Lo buscaré y haré una copia. -Tras depositar su taza vacía en la bandeja, Francesca se puso en pie-. Más vale que vuelva. Cuando ya se está poniendo el sol, refresca.

Las besó en las mejillas y las dejó, sabiendo que se pasarían la próxima hora especulando sobre todo aquello que no había dicho. Dejando eso y a los prolíficos Rawlings a un lado, se entregó al simple placer de pasear por el gran parque con el sol filtrándose entre los árboles, iluminando cúmulos de hojas y difundiendo el perfume del otoño por el aire en calma.

Reinaban la paz y el silencio. Su mente vagó libre…, hasta aquel otro paraje arbolado que había amado, el bosque nuevo. No había más que un paso de ahí a la mansión Rawlings, y a quienes vivían en ella. A Franni. El hecho de no ser ella totalmente feliz le picaba, y la azuzó a considerar qué podía hacer para asegurarse de que Franni no había quedado dolida por los acontecimientos que condujeron a su matrimonio.