La solución, cuando se le ocurrió, resultaba tan sencilla…
La vio paseando entre el esplendor dorado de los árboles, por su parque, volviendo a su casa, a él. El impulso de salir a recibirla, de encontrársela y atraerla hacia sí era tan fuerte que lo percibía como un tirón.
Ella había ido a la casa de la viuda. Él llevaba media hora paseando junto a los ventanales, sabiendo que volvería pronto, sabiendo por qué dirección. Se había pasado toda la tarde tratando de concentrarse en sus libros de contabilidad, diciéndose que habría sido peor si la hubiera dejado ayudarle. Y, no obstante, ella había seguido presente en sus pensamientos, coqueteando con él como un fantasma por los rincones umbríos, al acecho de la ocasión de atraerla hacia sus fantasías en cuanto su concentración flaqueaba.
El trabajo con los libros lo tenía hecho sólo a medias. Miró su escritorio y los vio ahí encima, abiertos.
Al garete la fuerza de voluntad: tenía que salir. Estirar las piernas, llenarse los pulmones de aire fresco.
Se cruzó con Wallace en el recibidor.
– Si viene Gallagher, he dejado las estimaciones en mi escritorio.
– Muy bien, señor.
Se detuvo en el porche, la buscó con la vista y la localizó subiendo los escalones que conducían al huerto. Bajó la escalinata y caminó hacia la abertura del muro bajo de piedra que separaba el jardín italiano del acre de tierra plagado de viejos árboles frutales. La mayor parte estaban cargados de fruta madura. Sus embriagadores perfumes le envolvían mientras caminaba bajo las combadas ramas.
El sol estaba bajo en el cielo, su luz era dorada. Francesca estaba de pie contra un rayo, rodeada de una aureola de luz resplandeciente. No un ángel, sino una diosa: una Afrodita llegada para domarlo. Tenía la cabeza inclinada hacia atrás; miraba arriba. Él disminuyó el paso, y entonces se dio cuenta de que ella hablaba con alguien que estaba subido a un árbol.
Edwards. Al avistar a su jefe de jardineros encaramado a una rama y blandiendo una sierra, Gyles se detuvo.
Francesca lo vio: miró en dirección a él. Entonces, Edwards dijo algo y ella volvió a mirar al árbol.
Gyles se acercó un poco más, pero siempre a espaldas de Edwards. Si Francesca estaba liando al viejo con sus artimañas, no quería que fuera requerido su amparo. Encontrar a Edwards en el huerto no constituía ninguna sorpresa: en el huerto había árboles. En todos los años que llevaba de jardinero jefe, conseguir que reconociera la existencia de vida vegetal que no alcanzara el tamaño de un arbolito había resultado un objetivo inalcanzable para Gyles, su madre e incluso Wallace. Si Francesca tenía alguna posibilidad de éxito, Gyles no pensaba reventársela. Esperó mientras ella escuchaba una bronca explicación de por qué había que cortar esa rama en concreto de ese árbol en concreto. La oyó reírse, sonreír, engatusar a Edwards, y finalmente convencerlo de que accediera a regañadientes a considerar el estado de los plantíos de flores de delante del patio delantero.
Los plantíos de delante del patio delantero estaban vacíos, Gyles no recordaba haberlos visto nunca de otra forma. Parecían túmulos en miniatura, montículos cubriendo restos mortales.
Gyles cambió de postura, cada vez más impaciente al embarcarse Edwards en otra larga disquisición. Francesca le miró de reojo y volvió a levantar la vista hacia Edwards: al cabo de un minuto sonrió, le dijo adiós con la mano y echó a andar hacia Gyles.
«Ya iba siendo hora», dijo su mente. «Por fin», dijeron sus sentidos.
– Lo siento. -Llegó junto a él, sonriente-. Nunca se le acaba la cuerda.
– Lo sé. Se vale de eso para hacer desistir a cualquiera que se le acerque con la pretensión de darle instrucciones.
Ella lo cogió del brazo.
– ¿Habéis terminado en el despacho? -Miró hacia abajo y se sacudió las hojas del dobladillo.
– Sólo he salido a dar un paseo, para que me dé el aire. -Dudó-. ¿Habéis estado en el capricho?
Ella alzó la cabeza.
– No sabía que hubiera uno.
– Venid. Os lo mostraré.
La condujo en dirección al río, y el hombre que escondía en su interior se alegró hasta extremos ridículos al ver iluminarse los ojos de su mujer ante un plan placentero, ante la perspectiva de pasar un rato con él.
– Antes de que se me olvide -dijo ella, mirándole fugazmente al rostro-, quería preguntaros si os importaría que invitara a Charles y a Ester, y también a Franni, a que vinieran a visitarnos.
Francesca bajó la vista al descender por unos escalones que daban a un camino señalado con banderas por encima del río, dando gracias por el apoyo de la mano de Gyles y por el hecho de que él estuviera fijándose en dónde ponía ella el pie, más que en su cara.
– ¿Cuánto tiempo?
El tono daba a entender que tampoco le importaba especialmente.
– Una semana. Tal vez un poco más.
Era la solución obvia a su preocupación por Franni. Escribiría a Charles e insistiría en que él le leyera la invitación a Franni. Dejaría bien claro que si Franni no deseaba venir, ella lo entendería.
Y así sería. Franni había disfrutado del viaje en coche. La única razón por la que podría negarse a hacer otro viaje sería que efectivamente le había contrariado que Gyles se casara con Francesca porque se había imaginado que estaba interesado en ella.
– Había pensado escribirles mañana, así podrían venir dentro de unas semanas.
Gyles lo consideró y asintió.
– Si así lo deseáis.
Él no lo deseaba, pero expresar sus motivos para quererla para él solo, para querer mantener a los demás al margen, estaba fuera de su alcance. Y lo último que deseaba era arruinar el momento, después de que había conseguido escaparse para pasar un rato a solas con ella, lejos de la casa, lejos de sus responsabilidades, y de las de ella, lejos de sus criados y los ojos curiosos de todos los demás.
El tiempo pasado a solas con ella se había vuelto precioso.
– Por aquí. -La hizo girar bruscamente, hacia donde otro camino convergía con el que venían siguiendo.
– ¡Santo cielo! Hubiera pasado de largo sin darme ni cuenta de que aquí había otro camino.
– Se pensó de esta manera. El capricho está escondido, es muy privado.
Bajaron por una serie de escalones que atravesaban el risco. Los escalones de piedra estaban despejados de hojas, por cortesía del ejército de jardineros subalternos, todos ellos más en sintonía con los deseos de su noble patrón que Edwards. El camino conducía a un amplio saliente que sobresalía del risco, mucho más cerca del río que la cima del risco, pero asimismo muy por encima de la corriente.
El saliente estaba cubierto por una espesa capa de hierba. Había una línea de arbustos a lo largo del borde, mientras que más cerca de la pared del imponente risco crecían árboles que se inclinaban hacia fuera, proyectando su sombra sobre el camino y el capricho que lo remataba. El capricho era una estructura sólida construida con la misma piedra gris que el castillo, que ocupaba por completo el final del saliente, de la pared del risco a la caída sobre el río. No era una estructura abierta, pero tenía ventanas y una puerta en condiciones.
– Es un pabellón ajardinado en mitad de los jardines. -Francesca lo examinó mientras se aproximaban por el camino.
Gyles abrió la puerta.
– ¡Oh! ¡Qué maravilla! -Tras subir un escalón y pisar el suelo pulido, Francesca miró a su alrededor, y finalmente se acercó a las ventanas-. ¡Qué vista tan magnífica!
– Lo había olvidado -murmuró Gyles, cerrando la puerta-. Hacía años que no venía por aquí.
Francesca observó el cómodo mobiliario que la rodeaba.
– Vaya, pues algún otro sí que viene: está aireado, y no se ve una mota de polvo.
– La señora Cantle. Dice que el paseo le sienta bien. -Dejando a Francesca junto a las ventanas, Gyles avanzó hasta donde, junto a un sofá, se erguía un bastidor de hacer tapices, con una pieza de lino tensada en el aro e hilos de seda colgando-. Mi madre solía pasar aquí mucho tiempo.
El tapiz removió recuerdos enterrados hacía mucho tiempo; Gyles finalmente lo identificó como aquel en que su madre estaba trabajando en los días de la muerte de su padre.
– Hoy por hoy, está un poco lejos para ella.
Y tampoco vendría de todas formas: eso Gyles lo entendía ahora. Francesca le había preguntado si alguna vez había visto hacer el amor a sus padres; lo había negado. Pero sí que los vio juntos una vez. Él estaba jugando en el saliente cuando oyó sus voces. No llegaba a distinguir lo que decían, eran sólo sonidos confusos, así que se había acercado sigilosamente a mirar por la ventana. Los había visto allí, en el sofá, abrazados, besándose y murmurando. Ni había entendido lo que estaban haciendo ni sentido el mínimo interés por ello. Había retomado sus juegos y no había vuelto a pensar en el incidente.
Su madre había amado a su padre profundamente; eso siempre lo había sabido. Había conocido la razón de su abrumadora tristeza a la muerte de él, de su retiro del mundo por aquella época. Nunca se había cuestionado aquel amor, ni dudado de su existencia. Pero había olvidado lo fuerte que el amor era, lo imperecedero. Cómo su verdad se afirmaba a través de los años.
Ahora él estaba aquí con Francesca. Su mujer. Oyó un ruido; se giró y la vio abriendo los postigos de una ventana de par en par. El fondo del capricho topaba con la pared del risco, pero del resto de los muros la mitad eran ventanas. Un alféizar recorría la habitación a la altura de las caderas, con lumbreras en paneles muy altos, que llegaban casi al techo.
Apoyándose en el ancho alféizar, Francesca se asomó al exterior y miró hacia abajo, y luego a ambos lados.
– El río está tan cerca que se puede oír su murmullo.
– ¿Sí, podéis? -Parándose detrás de ella, Gyles deslizó los brazos alrededor de su cuerpo y la atrajo hacia sí. Ella rió por lo bajo, cordialmente, y se echó hacia atrás, inclinando también la cabeza. Gyles agachó la suya y le posó los labios en la curva del cuello. Ella se estremeció delicadamente.
– La vista es fascinante.
Musitó esas palabras sobre su piel, y luego deslizó las manos hasta cubrirle los pechos. Rozó con los dientes la tensa línea de su cuello y luego lo mordisqueó ligeramente.
Ella llevó sus manos atrás, hacia abajo, acariciándole los muslos.
– Es el ambiente -susurró-. Puedo sentirlo.
Ahora le tocó a él reírse; sabía exactamente qué era lo que podía estar sintiendo. Francesca apretó la cabeza contra su hombro y sus ojos se encontraron, buscándose, leyéndose. El no intentó ocultar su deseo, su necesidad, lo que quería de ella en aquel preciso momento.
Francesca curvó los labios como una sirena, y se volvió hacia sus brazos, hacia él.
Gyles le acarició la mejilla mientras agachaba la cabeza. Se besaron, y fue dulcísimo. Lo bastante adictivo para que tomaran y dieran y volvieran a tomar.
No pararon hasta quedarse sin respiración, los dos ardiendo de deseo, dispuestos y ávidos. Fue ella quien dio un paso atrás, arrastrándolo con ella, hasta dar con la espalda en el antepecho de la ventana. Él le arqueó una ceja.
– ¿Aquí?
Ella se la arqueó a él: puro desafío.
– Aquí, milord.
Nunca había fingido ser más inocente de lo que en realidad era. Él cerró las manos en torno a su cintura y la levantó; ella se retorció un poco hasta alcanzar un equilibrio. Él le levantó la falda hasta las caderas. Ella abrió los muslos ávidamente y él la tocó, le cubrió la entrepierna con la mano, la acarició morosamente, y finalmente le introdujo un largo dedo hasta bien adentro.
– ¡Oh! -Le clavó los dedos en un hombro mientras sus párpados caían en una reacción involuntaria.
Él la acarició, luego hundió más el dedo y ella soltó una exclamación ahogada.
– No os atreveréis… -acertó a decir, pero él se limitó a sonreír. Acarició y hurgó hasta ponerla frenética. Estaba caliente y húmeda; él se regodeó en el abandono con que su cuerpo respondía a su tacto, a él. Entonces ella le apartó la mano y llevó los dedos a su cinturón. Tenía una erección completa, dura como una piedra, y más que a punto para cuando sus dedos la encontraron y acariciaron y se cerraron luego en torno a ella. Pero no podían permitirse que ella se entretuviera cuanto quisiera. Le apartó la mano, le separó las rodillas y buscó su entrada.
La penetró de una estocada y ella sofocó un gemido, se tensó, luego se relajó y comenzó a retorcerse. Él la agarró con fuerza por las caderas y entró más a fondo, y más aún. Su cuerpo se abría a él, resbaladizo, abrasador, cediendo. Ella entrelazó las manos detrás de su nuca y se echó para atrás, aferrándole los costados con los muslos, basculando la cadera para acogerlo entero, acomodándose a él.
Con un último empujón, él se introdujo por completo, engullido en su suntuosidad. Sus ojos se encontraron; ya no había risas. Ella levantó una mano, se la puso a él en la mejilla y guió sus labios hasta los de ella, ofreciéndoselos.
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