Él los tomó, y a ella, y ella le incitaba a seguir. Deseo, pasión y necesidad les colmaban, les atrapaban en una red de placer y les ataban el uno al otro, les unían aún más profundamente mientras sus cuerpos buscaban, y hallaban, el gozo.

Gozo experto. Mientras estallaba en sus brazos, Francesca sonreía para sus adentros, y esperaba, sintiendo que su cuerpo se rendía, se abría y se ablandaba, sintiéndole saquearla aún más profundamente. Entonces, con un grito áspero, él se unió a ella, y la llenó de un calor mucho más penetrante que el puramente físico. Dicha, felicidad: intangible pero impagable.

Se aferraron el uno al otro y gozaron juntos. Ella gozó aún más por el hecho de que él la hubiera buscado fuera de la cámara nupcial. Aquello no podía ser de ninguna manera un puro ejercicio de su deber marital; y no es que le pareciera que sus interludios nocturnos no fueran más que eso, pero confirmarlo la tranquilizaba. La animaba.

Le acarició el pelo, suave bajo la palma de su mano, oyó su respiración apaciguarse, remitir el ritmo de su corazón.

Se sintió ridículamente expuesta, increíblemente vulnerable, aunque los fuertes brazos de él la rodearan.

Pero si ése era el precio que había que pagar, estaba bien dispuesta. Más que dispuesta a asumir el riesgo. Se había consagrado a amarle y no podía echarse atrás.

Nunca lo haría.

Había cruzado su Rubicón para rendirse en sus brazos.

Capítulo 11

Regresaron atravesando el parque en la penumbra del crepúsculo, él rodeándola con el brazo, ella apoyando la cabeza en su hombro. Ninguno dijo ni una palabra. Gyles tenía la sensación de que entre ellos había demasiadas cosas que decir, pero no palabras para expresarlas. Nada, en su experiencia previa, le había preparado para esto. Ella parecía manejarse mejor, haberse adaptado, pero incluso ella era cautelosa e iba con cuidado. También ella protegía su corazón y ocultaba sus pensamientos y sus sentimientos.

Sentimientos. Algo que no podía obviar ni negar. La dicha sin límites que sentía cuando se amaban era nueva para él. Dolorosamente preciosa, totalmente adictiva. A pesar de esto último, estaba agradecido: por la experiencia de amar a ese nivel en que lo físico se diluía en lo espiritual y los sentimientos se elevaban a un plano superior.

Cuando ya se aproximaban a la casa, la miró a la cara. Daba gracias por todo lo que ella era, por todo lo que le había aportado. Alzando la cabeza, vio la puerta principal de su casa. Y fue consciente de que aún quería más.

Sabía lo que quería, lo sabía ya desde hacía tiempo. Y, sin embargo, ¿cómo podía pedirle, o menos aún, reclamarle su amor, si él mismo no estaba dispuesto a corresponderle amándola abierta y honestamente? Subieron por la escalinata en silencio. Él abrió la puerta; ella entró al recibidor con una sonrisa suave, saciada. Él vaciló y luego, endureciendo la expresión, la siguió al interior.

Se reunieron al cabo de dos horas en la mesa dispuesta para la cena. Francesca sentía el corazón ligero, el cuerpo aún radiante, al tomar asiento junto a Gyles. Irving supervisó el servicio, y luego los criados se retiraron mientras ambos saboreaban la exquisita sopa que Ferdinando había preparado. Gyles la miró.

– Si escribís una carta a Charles, Wallace se encargará de que la envíen inmediatamente.

– Le escribiré mañana. -Quería dejar aclarada la cuestión de cómo se sentía Franni por su matrimonio. Era una nube oscura y amenazan te sobre la línea de su horizonte mental; quería verla dispersarse para que, llegado el momento, su corazón pudiera celebrar una dicha sin límites.

Nunca se había sentido tan confiada en hacer su sueño realidad. Aunque admitía que todavía les quedaba trabajo por hacer para establecer el marco de su matrimonio, después de aquella tarde no albergaba ya ninguna duda sobre su estructura básica o los fundamentos sobre los que lo construirían,

No cometería el error de dejar que su corazón se desbordara, de dar a entender sus expectativas. A lo largo de la cena, mantuvo una conversación fluida sobre temas generales, consciente de que Gyles, más allá de aquel primer comentario, no se esforzaba por introducir sus propios temas, pero sin que ello le importara.

Al acabar de comer, caminaron hombro con hombro hacía el recibidor. Ella se encaminó al salón familiar.

Wallace surgió de las sombras y se dirigió a su señor:

– He dejado los documentos del despacho en la biblioteca como pedisteis, milord.

Francesca se volvió a mirar a Gyles. Él correspondió a su mirada.

– Habréis de excusarme. Tengo que hacer un trabajo de investigación sobre ciertos asuntos parlamentarios.

Ella fue incapaz de leer en sus ojos, de leer nada en su expresión anodina. Hasta entonces, siempre se había reunido con ella en el salón; ella leía un libro y él los periódicos de Londres. Sintió un leve escalofrío, como si una gota de lluvia resbalara por su espinazo.

– Tal vez yo pudiera ayudaros. -Al no responder él inmediatamente, añadió-: Con la investigación.

Su expresión se endureció.

– No. -Tras un instante de vacilación, agregó-: Éstos no son asuntos en que mi condesa tenga necesidad de involucrarse.

A ella le faltó de pronto la respiración. Se quedó en el sitio, incrédula, negándose a creer, negándose a reaccionar. Sólo cuando estuvo segura de que tenía la máscara bien puesta, de que no se le iba a caer, cuando estuvo segura de poder hablar sin que la voz le temblara, asintió con una inclinación de cabeza.

– Como deseéis.

Dio media vuelta y se encaminó al salón.

Gyles la vio marchar, consciente de que Wallace seguía de pie en la sombra. Luego se volvió. Un lacayo abrió la puerta de la biblioteca; él miró, y la puerta se cerró a sus espaldas.


Lo había hecho por el bien de ella.

Una hora más tarde, Gyles se frotaba la cara con las manos, y luego contemplaba los tres pesados volúmenes que tenía ante sí, abiertos sobre el escritorio, con las páginas iluminadas por la lámpara de mesa. Sobre el papel secante se hallaban los borradores de tres proposiciones de ley que él y un cierto número de lores de su mismo parecer llevaban algún tiempo discutiendo. Dado que había decidido no asistir al período de sesiones de otoño, se había ofrecido voluntario para investigar los puntos clave de sus deliberaciones.

Esta noche había avanzado poco hacia la consecución de sus objetivos.

Cada vez que empezaba a leer, la expresión de los ojos de Francesca, la súbita volatilización de la felicidad de su rostro, le venía a la cabeza para perturbarlo.

Apretando los labios, movió un tomo de forma que la luz cayera mejor sobre la página. Había hecho lo más honorable. No estaba preparado para amarla, no como ella deseaba ser amada; era mejor dejárselo claro ahora, y no animarla a que extrapolara las cosas, a que las inventara o se hiciera figuraciones, a seguir soñando.

Enfocando la minúscula letra, se obligó a reemprender la lectura.

Se abrió la puerta. Gyles alzó la vista. Wallace se materializó en la penumbra.

– Excusadme, milord; ¿deseáis alguna cosa más? Su señoría la condesa se ha retirado: mencionó un ligero dolor de cabeza. ¿Deseáis que os traigan aquí un té?

Transcurrió un momento antes de que Gyles respondiera.

– No. Nada más. -Apartó la vista mientras Wallace le hacía una reverencia.

– Muy bien, milord. Buenas noches.

Gyles se quedó con la mirada perdida en la habitación umbría. Oyó que se cerraba la puerta; siguió sentado, mirando sin ver. Luego echó la silla hacia atrás, se levantó y se acercó a las altas ventanas. Las cortinas estaban descorridas; la luz de la luna bañaba el césped del lado oeste y, más allá, el huerto era un mar de sombras que se agitaban.

Se quedó parado, mirando. En su interior tenía lugar una batalla encarnizada.

No quería herirla y, sin embargo, lo había hecho. Era su esposa, sí, su esposa. Su instinto más arraigado era protegerla y, no obstante, ¿cómo protegerla de él mismo? Del hecho de que tenía un buen motivo muy señalado para negarse a dejar que el amor entrara en su vida. Dique su decisión era terminante, de que no iba a cambiar de opinión. De que había resuelto mucho tiempo antes no volver nunca a asumir ese riesgo.

Las consecuencias eran demasiado nefastas, el dolor demasiado grande.

No parecía haber otra elección. Herirla, o asumir el riesgo de verse a sí mismo destrozado.

Siguió de pie ante los ventanales mientras la luna atravesaba el cielo. Cuando finalmente volvió al interior, bajó la mecha de la lámpara, extinguió su llama y cruzó la habitación en dirección a la puerta, una pregunta, sólo una, resonaba en su cabeza.

«¿Qué clase de cobarde soy?»


Cuatro días después, Francesca entreabría la puerta trasera de la biblioteca y asomaba la nariz. Esa segunda puerta se hallaba en un pasillo lateral de la biblioteca, apartado de la puerta principal y fuera de la vista de los lacayos del recibidor. Si la veían acercarse a cualquier puerta se apresuraban a abrirla de par en par: justo lo contrario de lo que deseaba en aquel momento.

Gyles no estaba sentado a su escritorio. Éste se hallaba justo al otro lado de la habitación. La silla estaba vacía, pero había libros abiertos diseminados por encima de la mesa.

Francesca abrió con cuidado la puerta un poco más y examinó rápidamente la habitación. No había ninguna figura alta junto a las ventanas ni tampoco ante las estanterías.

Entró con presteza y cerró la puerta con mucho sigilo. Llegó hasta el rincón más cercano y empezó a recorrer las estanterías, repasando los títulos.

Su precaución no tenía nada que ver con su búsqueda: no estaba cometiendo ninguna acción reprochable. Pero quería evitar cualquier encuentro innecesario con Gyles. Si él no quería que se mezclara en su vida, así sería: era demasiado orgullosa para andar suplicándole. Desde la noche en que él había decidido pasar las horas de después de cenar separado de ella, había puesto buen cuidado en no reclamar de su tiempo más que el estrictamente imprescindible.

Él seguía acudiendo a su lecho y a sus brazos cada noche, pero eso era distinto. Ni ella ni él iban a permitir que lo que ocurría entre ellos fuera del dormitorio interfiriera con lo que les unía dentro de él.

En eso, al menos, circulaban en paralelo.

No había vuelto a la casa de la viuda. Aunque hubiera deseado concederse el consuelo y el apoyo de su suegra y su tía política, lo primero que le hubieran preguntado era qué tal le iba, es decir; qué tal le iba con su marido.

No habría sabido qué responder, no se le ocurría cómo explicarlo o qué sentido darle. Su rechazo (¿de qué otra manera podía interpretarlo?) había sido un golpe muy duro y, sin embargo, se negaba tozudamente a renunciar a sus esperanzas. No mientras él siguiera acudiendo a ella cada noche; no mientras, durante el día, lo sorprendiera observándola con un gesto fruncido, no de disgusto, sino de indeterminación, en sus ojos grises.

No: no había perdido la esperanza, pero había aprendido a no pincharlo. Henni había acertado sin duda en ese punto. Él era un tirano en potencia; a los tiranos no les agradaba que les dieran instrucciones. Tenía que permitir que él encontrara su propio camino, y rezar para que le condujera a donde ella deseaba.

Tanta paciencia no salía de ella fácilmente. Tenía que distraerse. Recordando su intención de encontrar la vieja Biblia y copiar el árbol genealógico que contenía, había preguntado a Irving por el libro; él creía que la Biblia, un volumen antiguo y enorme, estaba en la biblioteca. Perdido entre miles de otros viejos volúmenes. Lo único que Irving podía recordar era que estaba encuadernado en cuero rojo y que el lomo medía casi seis pulgadas de ancho.

Iban pasando los minutos. Transcurrió media hora mientras daba la vuelta a la inmensa habitación; podía haberle llevado más tiempo, pero había pocos libros tan grandes en las estanterías. Desde luego, no había ningún libro tan grande en las estanterías principales. Lo que dejaba sólo las estanterías de la galería.

Construida encima del pasillo lateral por el que había entrado, la galería estaba delimitada por tabiques enteros, más que por simples barandillas. De una esquina de la habitación principal salía una escalen de caracol que llevaba a un pasadizo abovedado; entrando en él, Francesca echó un vistazo a la estrecha habitación cubierta de estanterías desde el suelo hasta el techo. Todas llenas de libros. Hacia la mitad de la habitación había otra partición de arriba abajo, cubierta también de estanterías, dispuesta transversalmente, de forma que la dividía en dos mitades, dejando únicamente un hueco, de la anchura de una puerta, a un lado.