El duque de Chillingworth poseía demasiados libros. Ignorando el calambre del cuello, Francesca dio la vuelta al cuartito en busca de un volumen enorme encuadernado en cuero rojo. El primer cuarto carecía de ventana. La única luz llegaba sesgada de las altas ventanas de la otra mitad de la galería. Tuvo que forzar la vista para comprobar los títulos de los pocos libros rojos y grandes que encontró. Ninguno de ellos era la Biblia.

Habiendo acabado con el primer cuarto, cruzó la abertura que daba paso a la otra mitad de la galería. Cegada momentáneamente por la luz que entraba a raudales, se detuvo parpadeando.

La forma silueteada que había tomado en principio por alguna escalera de biblioteca de extraño diseño resultó ser su marido, sentado en un sillón de orejas, con sus largas piernas extendidas al frente. Dio un respingo y lo sofocó de inmediato.

– Lo siento; no sabía que estuvierais aquí. -Notó el matiz, a la defensiva, de su propia voz-. Os ruego que me excuséis. Ya os dejo.

– No.

Se tomó un instante para evaluar su tono: totalmente imperativo, pero adornado con un deje de vacilación; entonces, se dio la vuelta y se encaró a él.

Su expresión era impasible.

– ¿No estaríais ya en Inglaterra por la época de la revuelta de Peterloo, o sí?

– ¿Los disturbios de Manchester? -Él asintió; ella sacudió la cabeza-. Oímos hablar de ello algún tiempo después… Casi todo el mundo los mencionaba como un suceso lamentable.

– Ciertamente. -Incorporándose a medias, tiró de una silla cercana; agitando el papel que tenía en la mano, la invitó a ocuparla-. Sentaos y leed esto, y decidme qué os parece.

Ella dudó antes de cruzar el cuartito. Hundiéndose en la silla, aceptó el papel, que era una especie de declaración formal.

– ¿Qué es esto?

– Leedlo. -Se reclinó hacia atrás-. Sois lo más parecido a un observador imparcial, alguien que conoce los hechos desnudos, despojados de las emociones que, en su época y posteriormente, han teñido las discusiones sobre el particular en Inglaterra.

Ella lo miró, y luego se aplicó disciplinadamente a la lectura. Para cuando hubo llegado al final del documento, fruncía el ceño.

– Esto me parece…, vaya, ilógico. No veo cómo pueden reclamar tales cosas, o hacer semejantes afirmaciones.

– Exacto. -Tomó el papel de nuevo-. Esto pretende ser un argumento contra la revocación de las leyes del maíz.

Francesca dudó un instante, y luego preguntó en tono calmado:

– ¿Vos estáis a favor o en contra?

Él le dirigió una mirada sombría.

– A favor, por supuesto. La maldita norma nunca debió aprobarse. Muchos de nosotros expusimos opiniones en contra, en su día, pero pasó el trámite. Ahora la tenemos que revocar antes de que el país se desmorone.

– Vos sois un terrateniente importante. ¿No os favorecen las leyes del maíz?

– Si el único criterio que aplicamos es el beneficio financiero inmediato, entonces sí. Sin embargo, el efecto global en las grandes propiedades, como la mía, o la de Diablo, o las de tantos otros, será negativo, a causa de los costes sociales.

– ¿Así que vuestro principal argumento a favor de derogar la ley es de orden financiero?

– Para los lores, los argumentos financieros han de resultar de gran peso, pero, en mi opinión, los otros argumentos pesan más. El hecho de ser los propietarios legales de sus haciendas no salvó a la aristocracia francesa. Los que se niegan a verlo, los que se resisten a entender que los tiempos han cambiado y que el pueblo llano tiene también sus derechos, están negando una verdad manifiesta.

– ¿Es esto lo que habéis estado investigando, como revocar las leyes del maíz?

– Eso y un cierto número de cuestiones relacionadas con el tema. La clave es la reforma del derecho al voto, pero han de pasar años antes de que consigamos aprobar nada.

– ¿Qué idea es ésta del voto? Decidme.

– Bien…

Él explicaba y ella preguntaba. Surgió una animada discusión en torno al alcance de la extensión del sufragio necesaria para satisfacer la demanda inherente de los excluidos por el momento.

Gyles se sorprendió al ver el sol ya cercano al horizonte, al comprender que habían estado hablando durante horas. Aunque ella había vivido sus experiencias en el extranjero, también había comprendido la necesidad de ampliar el sufragio, de establecer un objetivo común a una base social más amplia.

– Waterloo fue el final: el momento en que todo se aclaró. Llevábamos más de dos décadas distraídos con Francia, sin prestar a nuestros asuntos internos la atención necesaria. Ahora que ya no hay una guerra que nos mantenga unidos, que lleve al gobierno y al pueblo a actuar al unísono, el tejido social está empezando a deshacerse.

– De modo que las cosas deben cambiar. -Francesca asintió. Se había levantado y puesto a dar vueltas un rato antes.

– Los tiempos cambian. -Gyles la observaba desfilar ante él-. Y los que sobreviven son siempre los que se adaptan.

Eso era algo obvio y se podía aplicar en muchas circunstancias, en muchos terrenos.

Ella asintió sin dejar de andar, con expresión viva, rebosante de inteligencia y de su propia energía intrínseca. Él no pudo menos que admitir la evidencia: que con su belleza, su entendimiento y su vitalidad, no podía haber dado con una esposa más idónea para ser su cómplice y su apoyo en la esfera política. Aquello era lo último que había tenido en cuenta a la hora de concertar su matrimonio, pero no cabía duda en cuanto a la importancia que podía llegar a tener. Si la llevaba a Londres, se convertiría en una de las anfitrionas políticas, ducha en el trato social, de ingenio agudo y manipuladora, todo puesto al mejor servicio de su causa. Sabía que tenía la capacidad de manipular a los hombres: era algo que hacía con la misma facilidad que respirar o hacerle el amor. Pero no había cometido el error de intentar manipularle a él, ni siquiera en esos últimos días en que él casi lo habría visto justificado.

A alguien con su temperamento, eso no había debido resultarle fácil.

Los tiempos cambian.

Y quienes aspiran a sobrevivir, se adaptan.

Pasó junto a él como una exhalación y se dio la vuelta. Él alargó la mano y enroscó los dedos en torno a su muñeca, aprisionándola. Sorprendida, bajó la vista hacia él.

Él la miró a los ojos a su vez.

– Ya hemos discutido bastante de política…, por ahora. Hay algo más que me gustaría discutir con vos. Otro asunto sobre el que apreciaría conocer vuestra opinión.

Sin dejar de mirarla a los ojos, se quitó los papeles del regazo y los dejó caer junto a su silla. Se levantó, quedando de pie junto a ella, y, con la mano que le quedaba libre, agarró la silla por el respaldo y le dio la vuelta hasta que quedó de cara a las ventanas. La rodeó y se sentó, la atrajo a ella hacía sí y tiró de ella hacia abajo. Ella dejó que le hiciera sentarse sobre su regazo, de cara a él.

Llevaba un escote amplio, generoso, pero modestamente cubierto de diáfana gasa, abierta como el cuello de una camisa, plegándose a partir del punto intermedio entre sus pechos. Cerrando las manos en torno a su cintura, inclinó la cabeza y tocó con la punta de la lengua su piel desnuda justo encima de aquel punto, para a partir de allí ir lamiéndola hacia arriba, lentamente, empujando su cabeza hacia atrás, sintiéndola temblar bajo sus manos al posar los labios en la base de su cuello como un hierro de marcar.

Era suya, tan total e incuestionablemente suya que empezaba a pensar que él debía ser suyo.

En cuestión de segundos, el ambiente de aquel cuartito pasó de la carga política a la pasión intensa. A un intenso erotismo.

Ésa era la idea que él tenía, y ella lo secundó con entusiasmo, buscando su rostro sólo fugazmente antes de acatar su orden de darse la vuelta para quedar mirando la ventana. Él la levantó ligeramente, acomodándole el trasero sobre sus muslos; luego se enderezó, sin que su pecho llegara a tocarle a ella la espalda, inclinó la cabeza y recorrió a besos la columna de su cuello, desde la curva del hombro al punto sensible de detrás de la oreja.

– Apoyad las manos en los brazos de la silla.

Ella lo hizo sin vacilar. Él levantó la vista y miró por la ventana.

– ¿Veis ese roble grande, el que está justo enfrente?

Ella estiró el cuello y miró, y luego asintió.

– Quiero que os fijéis en las ramas superiores. No apartéis la vista. No penséis en nada más. Pensad únicamente en esas ramas.

Ella se movió un poco.

– Pero…, están desnudas.

– Mmm. Aún quedan una o dos hojas por caer.

La provocaba, más que tocarla. Manejando un montículo turgente con cada mano, miraba por encima de su hombro a la vez que las movía simétricamente, dibujando círculos pero sin llegar nunca a tocar las cúspides cada vez más prietas, rozando con las yemas de los dedos el fino tejido mientras incitaba su cuerpo a responder, a reaccionar.

Los pechos de ella se hinchaban y tensaban. Podía ver cómo sus pezones contraidísimos se aplastaban bajo el ajustado corpiño. Ella se agitó en su regazo.

– ¿Os estáis concentrando en esas ramas?

– Mmm. Gyles…

– Pensad en lo desnudas que están.

Lo desnuda que le gustaría estar a ella; no hacía falta que él lo dijera, pero eso no figuraba en el guión que había diseñado, improvisadamente pero con maestría, para aquella tarde. Suavemente, abarcó sus pechos, comprobando su firmeza, y luego retiró sus palmas de ella.

Valiéndose sólo de las puntas de los dedos, los cerró en torno a sus pezones, con delicadeza al principio, luego haciendo cada vez más presión. Ella ahogó un gemido e inclinó la cabeza hacia atrás. Pellizcó, y ella arqueó la espalda, luego la soltó y volvió a sus leves toques incitantes.

– Totalmente desnudas, totalmente expuestas. No dejéis de observar las ramas.

Repitió la tortura (ella era una víctima muy predispuesta) hasta que la tuvo respirando rápida y superficialmente y su piel adquirió un poco de rubor. Ella se desplomó contra él, echando la cabeza atrás para verle la cara.

Buscó sus ojos.

– Os quiero dentro de mí.

– Lo sé.

– ¿Y bien? -Había en su tono algo más que un matiz de apremio.

Él sonrió ligeramente,

– Levantaos un momento.

En todo aquel rato, ella había mantenido las piernas a un lado de las de él; cargando su peso en los brazos de la silla, se levantó un poquito. Él le recogió la parte de atrás de la falda, se la levantó junto con la enagua y la espalda de su combinación de seda, trayéndolas hacia sí, y deslizó al fin las manos bajo la espuma de los tejidos. Acomodando las palmas en sus glúteos desnudos, se solazó brevemente en la firmeza de sus contornos, satisfecho de hallar la sedosa piel cubierta de un leve rocío. Luego, sujetándola por la cadera con una mano, deslizó la otra entre la parte de atrás de sus muslos para abarcar delicadamente el pubis.

Ella prorrumpió en un ligero gemido; los brazos le temblaban. Él la empujó hacia abajo. Gimió de nuevo al aplastar su peso contra la mano de él, completamente expuesta a su contacto.

Francesca sintió la fuerza de la mano de Gyles, notó las caricias de sus dedos. Con el corazón desbocándosele, se retorció, y luego movió una pierna para cruzarla por encima de la de él y abrirse, entregarse a sus tocamientos tentadores.

– No. Sentaos como estabais: recatadamente.

¿Recatadamente? Empezaba a costarle respirar. Él tenía ambas manos bajo sus faldas, una extendida sobre su estómago, aplicándole un suave masaje, mientras que la otra la tocaba en lo más íntimo, explorándola.

Francesca podía sentir su propia humedad, notaba cómo estaba de caliente y de hinchada. Sus muslos y sus nalgas reposaban desnudos sobre el tejido de los pantalones de él, un recuerdo constante de su vulnerabilidad.

– Seguid estudiando el árbol.

Ella tomó una inspiración, levantó la cabeza y fijó la vista en el manojo de ramas peladas.

Él le introdujo posesivamente un dedo. Ella se aferró a los brazos de la silla, buscando en vano un apoyo para resistir la sacudida. Sus pulmones se hincharon. Él la acarició y luego forzó el dedo más adentro. Ella sintió su cuerpo tensarse; nunca había sido tan consciente de cómo sus nervios se contraían. Un ansia punzante crecía dentro de ella. Quería más, mucho más.

Otro dedo se coló dentro con el primero. Su cuerpo reaccionó ansiosamente, con voracidad; había alcanzado un punto de extraño distanciamiento en que podía sentir, disfrutar y, sin embargo, también observar. Él siguió profundizando, moviendo la mano hecha un puño debajo de ella. Con el espinazo rígido, ella sacudió salvajemente la cabeza.

– ¡No!

El movimiento de los dedos de él entre sus muslos, dentro de ella, se ralentizó.