– Qué mujer más exigente. El tono de su voz era profundo, grave; burlón. Entonces le hundió los dedos hasta el fondo y los mantuvo así, prieta la mano contra su inflamada blandura. – ¿Seguís concentrada en las ramas?

Ella miraba en esa dirección, pero hacía rato que no veía nada.

– Sí.

– Algunas son nudosas, ¿verdad?

Ella miró y se fijó en lo que él le indicaba que viera. Le pareció notar que él se movía, que había retirado la mano de su estómago, que se desabrochaba los pantalones detrás de ella, liberándose. Impulsivamente, soltó uno de los brazos de la silla y tanteó detrás de sí. Él le apartó la mano de una palmada.

– Se supone que os estáis concentrando en las ramas. En las nudosas. En algo agradable y grueso y suave.

En su mente sólo había un objeto agradable, grueso, suave y nudoso, y no tenía nada que ver con árboles. Con árboles familiares, tal vez, pero no con los físicos. El motivo que la había llevado a la biblioteca pasó flotando por su mente, y se fue como había llegado. Miró el árbol, se forzó a verlo.

Sintió que él volvía a deslizar la mano bajo sus faldas para curvarla posesivamente sobre su estómago desnudo.

– Mirad el árbol. Concentraos en sus ramas. No lo entendía, pero hizo lo que le decía, obligó a su mente, además de a sus ojos, a enfocar las ramas desnudas; descubrió una protuberancia gruesa y nudosa y se concentró en ella.

Él la levantó ligeramente, la desplazó hacía atrás y deslizó su propio cuerpo bajo el de ella. Luego la hizo bajar.

Y entonces Francesca comprendió de golpe por qué estaba mirando las ramas. Los dedos de él se separaron de ella, pero permanecieron entre sus muslos, para guiar su erección. Entró en ella despacio, a conciencia, atrayéndola hacia sí, llenándola implacablemente hasta estar totalmente instalado en su interior, y ella completamente ensartada en él.

Y ella había sentido cada centímetro, y hasta la más pequeña, la más nimia sensación, amplificadas por el hecho de que, distraídos su mente y sus sentidos, lo que esperaba se había convertido en lo imprevisto. Él se había asegurado de que tuviera los nervios extremadamente sensibilizados, de que reaccionarían intensamente a la penetración. Y así había sido. Con los ojos cerrándosele, dejó caer hacia atrás la cabeza sobre el hombro de Gyles, hundiendo los dedos en los brazos de la silla. Aquella lenta vindicación había sido, no una conmoción, sino un momento que la había sorprendido con sus defensas sensuales bajas. Había sentido más. Experimentado la ilícita intimidad de su acoplamiento al máximo.

Y había más por llegar.

Él la rodeó con sus brazos, enroscó su cuerpo entero sobre el de ella, reclinó su cabeza junto a la de ella. Con los labios en su cuello, se ondulaba lentamente bajo ella.

Era un baile distinto. Con los ojos cerrados, concentrándose en algo que no eran ya las ramas, se valió de su apoyo en los brazos de la silla para moverse encima de él. La silla era demasiado ancha, y sus propios brazos ahora demasiado débiles para elevarse, pero eso, al parecer, no era necesario encima de una silla. No tal y como él manejaba la situación.

Se rindió a su manejo, dejando que dictara el ritmo y el tono de la danza. Sus sentidos estaban absolutamente despiertos, más receptivos de lo habitual; estaba más centrada en la fusión de sus cuerpos de lo que había estado nunca hasta entonces. Abrazando la experiencia con entusiasmo, se relajó, soltó los brazos de la silla y enredó los suyos en torno a los de él.

Él murmuró su aprobación y la recogió más profundamente en su abrazo; ella sintió el placer que él sentía al sondear su cuerpo con ritmo lento e invariable.

Gyles la condujo con destreza hasta un clímax largo y a través de él, un clímax prolongado, estirado hasta el punto de que ella sintió que flotaba antes de que acabara, y siguió flotando mucho tiempo después. Él aprovechó aquellos momentos para saborearla más plenamente, para disfrutar la recompensa de su cuerpo cerrándose ardiente en torno al suyo.

Se preguntó cuánto tiempo conseguiría resistir; cuánto tiempo soportaría su control ese dulce calor, la firmeza sedosa, abrasadora y embriagadora que lo apresaba. Reclinándose hacia atrás, la urgió a relajarse en sus brazos, Puestos de esa manera, podía prolongar su cópula durante un tiempo considerable, Tenía la intención de recibir todo lo que pudiera del encuentro. Y de darle a ella, de enseñarle, todo lo que pudiera. Ella estaba tendida contra él, relajada, como sin huesos; sólo un débil trazo de concentración entre sus cejas daba fe de su estado de conciencia. Él siguió moviéndose debajo de ella, regodeándose en su cálida untuosidad y en el placer que su cuerpo le prodigaba.

– ¿Tengo que seguir mirando las ramas?

– Podéis hacerlo, si os apetece.

Dejando la mano derecha extendida sobre el estómago de Francesca, retiró la izquierda y la sacó de entre sus faldas. Comenzó una vez más a acariciarle levemente los pechos.

Ella emitía un murmullo de placer. A él no le pareció que estuviera mirando los árboles.

Al cabo de un rato, ella preguntó:

– ¿Es así hasta el final, o hay más?

Empleó un tono de simple curiosidad, como una alumna interpelando a su mentor. Él entendió lo que preguntaba.

– No; hay más.

La fase siguiente, el siguiente nivel de sensación. Estaban los dos flotando en un plano elevado de conciencia, en que su capacidad de sentir se hallaba amplificada, pero de una forma que no recordaba a la urgencia conocida, y les permitía disfrutar, prolongar la intimidad y apreciarla más profundamente.

Él pasó de los roces insinuantes a caricias más explícitas, hasta acabar magreándole los pechos, pellizcándole los pezones, de nuevo tensos y doloridos. Ella respiraba entrecortadamente, balanceando las caderas, Entonces esquinó los hombros e inclinó la cabeza hacia atrás; él agachó la suya y la besó, y dejó que ella lo besara.

Sus lenguas se enredaron. Como por encanto, el deseo surgió y los inundó, fluyendo a través de los dos.

Ella apretó sus caderas contra él, haciéndole penetrarla más profundamente, incitándolo a rematarla y liberarla. Él siguió a su ritmo obstinadamente, postergando el momento sin clemencia. Hasta que su beso se hizo frenético, incendiario. Bajo las faldas, él desplazó la mano derecha y deslizó un dedo hacia abajo entre sus pelos erizados, hasta el punto en que ella palpitaba de ansia. Acarició el contorno del prieto capullo y ella gimió de gozo. El puso el dedo delicadamente sobre el brote hinchado y se demoró en él mientras la acometía una, dos, tres veces, siempre al mismo ritmo enloquecedoramente lento. Y luego siguió todavía más despacio, dejándola presentir lo que estaba por llegar, para finalmente apretar fuerte y embestirla a fondo.

Ella se quebró como el cristal. Él se bebió su grito, y luego se hundió más en ella. Ella gemía, se aferraba a él; sus fuerzas exánimes la habían dejado abierta y vulnerable, incapaz de hacer otra cosa que sentir cómo él la atraía hacia sí y la embestía más profundamente, y más aún, llevándola al límite.

Con otro grito, ella volvió a quebrarse mientras él sentía liberarse su propia efusión. La sostuvo firmemente contra sí al derramar su semilla en su seno, sintió su cuerpo desmadejarse sobre él, liberada toda tensión, abierta y deseosa y acogedora. Queriéndolo, aceptándolo.

Respirando agitadamente, se dejó caer hacia atrás en la silla, arrastrándola con él y abrazándola tiernamente.

– Recordadme -tuvo que hacer una pausa para recobrar el aliento- que os enseñe lo de las flores.

Ella le deslizaba los dedos por el brazo.

– ¿Difieren significativamente de los árboles?

– Para apreciar debidamente las flores, hay que estar de pie.

Siguieron ahí tendidos, sin despegarse, y dejaron pasar los minutos, sin que ninguno de los dos quisiera moverse, perturbar el momento. Abreviar la profunda paz que la intimidad les había traído.

Gyles le acariciaba la cabeza, enredando los dedos entre los largos rizos que se le derramaban desde el moño.

No había previsto que nada de aquello sucediera. No había contado con su pasión, ni con su inteligencia…, ni con su amor.

Ese algo precioso que ella estaba decidida a darle, y que una parte de él deseaba desesperadamente reclamar. Pero…, no estaba seguro de poder pagar el precio que ella pedía. Sabía cuál era, qué quería ella a cambio, pero no sabía aún, ni siquiera después de pensárselo durante cuatro días, si podía dárselo.

Ella constituía una oportunidad que no estaba seguro de poder aprovechar, pero tenía claro que nunca se le presentaría otra mejor. Que nunca conocería a una mujer más cautivadora ni más digna de su confianza.

Honestidad, sinceridad; una integridad a toda prueba. La pecadora apasionada que lo encandilaba y la hermosa condesa que se había asegurado eran la misma persona. En ninguno de los dos papeles fingía; ambos eran facetas distintas de su auténtica personalidad. Por eso la gente le respondía con tan buena disposición: no había en ella falsedad alguna.

Comprenderla, saber más de ella, conocerla mejor se había convertido para él en una obsesión comparable a la que había sentido por poseerla físicamente. Y que seguía sintiendo.

Notaba el suave jadeo de su respiración, seguía acariciándole el pelo. Seguía mirando por la ventana.

El vándalo que había dentro de él quería darle lo que ella esperaba, y reclamaba a cambio todo lo que le ofrecía. O quería, al menos, intentarlo. El caballero racional y cauto proclamaba que incluso intentarlo era demasiado arriesgado. Y si lo conseguía, ¿qué? ¿Cómo apechugaría con ello?

Y, no obstante, renegar de ella estaba fuera de su alcance: él y ella, los dos juntos, acababan de demostrarlo. Un hombre sabio, ateniéndose a los argumentos que había abrazado, hubiera guardado las distancias fuera del dormitorio.

Él no lo había hecho. No podía. Tendría que intentarlo por otra vía. O, como mínimo, podía buscar un compromiso, si tal cosa era posible. Era lo menos que le debía. Que se debía a sí mismo, tal vez.

Capítulo 12

– ¿Os apetece salir a montar esta mañana?

Francesca miró a su marido, sentado más allá a la mesa del desayuno.

– ¿A montar?

Gyles dejó su taza de café sobre la mesa.

– Me ofrecí a mostraros la heredad Gatting. He de ir hacia allí esta mañana. Podríamos pasear por el pueblo, de regreso.

– Sí que me gustaría. -Francesca reparó en su vestido-. Pero tendría que cambiarme.

– No hay prisa. Tengo que ver a Gallagher antes; ¿por qué no os reunís con nosotros en el despacho cuando estéis lista?

Ella se esforzó por no pestañear, por no poner de manifiesto su asombro.

– Sí, por supuesto. -Se obligó a sorber su té despacio y esperar a que él se fuera y a que le hubiera dado tiempo de llegar hasta su despacho antes de salir disparada escaleras arriba.

– ¿Millie? -Al entrar corriendo en su habitación, vio a la menuda doncella junto a un armario-. Mi traje de montar. Deprisa.

Se despojó del vestido y se puso apresuradamente la falda de terciopelo.

– ¿Que si me apetece montar? ¡Hum!

Él había evitado preguntárselo hasta entonces. ¿Reunirse con él en su despacho? Sabía dónde estaba, pero no había puesto el pie en él: no había querido invadir su espacio privado sin ser invitada.

De pie ante el espejo, se ajustó la chaquetilla y se ahuecó el lazo de encaje de la cintura. Luego miró al frente.

– Gracias, milord.

No había nada peor que amar a alguien y no tener ni idea de sí él se permitiría corresponderte.

Los tacones de sus botas de montar iban repiqueteando mientras bajaba a toda prisa las escaleras; llegó a grandes zancadas hasta su despacho, con los guantes en una mano, la fusta silbando en la otra y la pluma esmeralda de su gorra bailando garbosamente por encima de uno de sus ojos. Un lacayo se apresuró a abrirle la puerta. Ella le sonrió radiante y traspasó el umbral.

Gyles estaba sentado tras su escritorio y Gallagher delante, en una silla. Gallagher se puso en pie y le hizo una reverencia. Gyles había levantado la vista. Le sonrió relajadamente.

– Casi hemos terminado. ¿Por qué no os sentáis? Estaré listo para marcharnos en un momento.

Francesca miró hacia donde Gyles le indicaba y vio una confortable butaca en un rincón. Se llegó hasta ella y tomó asiento, y luego escuchó. Estaban hablando de las casas de los arrendatarios. Tomó notas mentalmente para más adelante; era demasiado lista para manifestar un interés explícito. Todavía no. Habría tiempo cuando él requiriera su opinión; el hecho de que la hubiera invitado a ir a montar por sus propiedades no quería decir que estuviera ya dispuesto a dejarla entrar más en ese aspecto de su vida.