La hacienda misma era un área que podía legítimamente reservar se para él. Muchos de entre los de su posición lo hacían, pero ella confiaba en que él le permitiría involucrarse más que sólo en unos pocos detalles. Las grandes propiedades eran complicadas de administrar: la perspectiva le fascinaba. No tanto en lo relativo a ingresos, gastos o cuántos sacos de grano reportaba cada campo, sino a la gente, al espíritu de comunidad, la suma de energías que conducían al éxito un esfuerzo colectivo. En una hacienda como Lambourn, ese espíritu recordaba al de una gran familia en expansión, en que la prosperidad de todos dependía de la forma en que cada uno desempeñara la tarea que le tocaba.
Podía ser que su manera de ver fuera ingenua, pero por lo que él le había dado a entender de sus ideas en lo referente al derecho de sufragio, sospechaba que sus opiniones serían en gran medida compatibles. Por ahora, no obstante, esperaba su momento.
Y examinaba despreocupadamente la habitación.
Las paredes del despacho, como las de la biblioteca, estaban cubiertas de estanterías, que en este caso alojaban libros que parecían más bien de cuentas. Observando las apretadas filas, estaba dispuesta a apostar.1 que entre ellas se encontrarían cuentas anteriores a la fundación del condado. Paseó la vista de un lado a otro de las ordenadas hileras y de pronto se detuvo, fijándola en una estantería que contenía libros comunes. Libros antiguos, incluyendo uno encuadernado en cuero rojo, con un lomo de al menos seis pulgadas de ancho.
Se levantó y se llegó a aquella estantería. El libro era, en efecto, la vieja Biblia que había estado buscando.
A su espalda, oyó el ruido de una silla al ser movida. Se volvió y pudo ver a Gallagher haciéndole una reverencia a Gyles, y luego a ella.
– Milady. Espero que disfrutéis de vuestro paseo a caballo.
Francesca sonrió.
– Gracias. Estoy segura de que así será.
Volvió a mirar a su esposo mientras pronunciaba estas palabras; él le arqueó una ceja, y luego rodeó el escritorio mientras Gallagher abandonaba el cuarto.
– ¿Nos vamos?
Francesca se giró de nuevo hacia la estantería.
– Esta Biblia… ¿Podéis prestármela? Vuestra madre comentó que contiene un árbol genealógico en la portadilla.
– Así es. Por supuesto. -Sacó el pesado volumen por ella; su mirada entonces se desvió hacia su falda de terciopelo y hasta sus botas-. ¿Qué tal sí le doy esto a Irving para que él lo lleve a vuestra sala de estar?
Ella sonrió y deslizó la mano en torno a su brazo, tan ansiosa como él por ensillar los caballos y partir.
– Qué magnífica idea.
Al cabo de diez minutos, estaban subidos a las sillas y en marcha. Gyles cabalgó a la cabeza hasta llegar a la escarpadura y luego, el uno al lado del otro, galoparon raudos como el viento.
Francesca le lanzó una retadora mirada por encima del hombro. Gyles la captó: vio un desafío centellear en sus ojos. Francesca miró al frente y azuzó a Regina. La yegua alargó el paso, regular y segura. Y veloz.
El rucio iba trotando a su lado, cogiéndole el paso. El viento azotaba el pelo de Francesca, haciéndolo ondear en guedejas negras a su espalda. El aire, fresco y limpio, corría a recibirles. Ella, con manos y rodillas, urgía a la yegua a ir más rápido.
Sin darse cuartel, cruzaron las colinas como centellas. Los en volvía el vivo frescor de la mañana. Corrían sin que ninguno de los dos tuviera intención de perder, pero tampoco empeño en ganar. La excitación del momento, la velocidad, la emoción, el ruido atronador, eran suficiente recompensa. Estaban atrapados en el momento, en el movimiento, fundiéndose jinetes y monturas en un solo ser, y el retumbar de los cascos hallaba su eco en el retumbar de sus corazones.
– ¡Aflojad aquí el paso!
Francesca obedeció al instante, aminorando el ritmo mientras Gyles hacía pasar al rucio del galope tendido al medio galope, y finalmente al paso. La escarpadura era aquí menos empinada, Gyles tiró de las bridas al llegar a un camino que bajaba. Francesca se detuvo a su lado.
El pecho de ambos se agitaba con la respiración. Se miraron; sonrieron con ridícula satisfacción. Francesca se apartó de la cara los caóticos rizos y miró a su alrededor, consciente de que los ojos de Gyles se demoraban en su rostro y se paseaban luego por su figura con orgullo de propietario.
Ella le devolvió la mirada agrandando los ojos, inquisitiva. El hizo un mohín. Alargando el brazo, tiró de la pluma de su gorro.
– Vamos. -Con un golpe de riendas, puso al rucio al paso por el camino-. O no nos iremos nunca.
Francesca sonrió y salió con la yegua tras él. A paso tranquilo, atravesaron las suaves ondulaciones de unas colinas. Más allá, se extendían campos reducidos a rastrojos, con el heno apilado para que se lo llevaran y recogidas ya las gavillas de maíz.
– ¿Estas siguen siendo vuestras tierras?
– Hasta el río y más allá. -Señaló al este y a continuación trazó un arco hacia el sur hasta apuntar en la dirección del castillo-. Ésa viene a ser su forma, con la escarpadura como límite al norte. Una especie de óvalo alargado.
– ¿Y la heredad Gatting?
– Al otro lado del río. Venid.
Siguieron un sendero entre dos exuberantes prados hasta cruzar un puente, chacoloteando. Gyles puso al rucio a un medio galope. Francesca lo imitó. El sendero hizo una curva acentuada. Una vieja casona apareció a la vista, al fondo de los campos; un caminito estrecho conducía hasta ella.
Gyles detuvo el caballo a la entrada del camino. Señaló la casa con un gesto de la cabeza.
– Gatting. Originariamente, era una casa solariega, pero ha sido arrasada y se le han ido haciendo añadidos a lo largo de los siglos; queda poco de la construcción original. Francesca la examinó.
– ¿Tenía arrendatarios?
– Sí, y siguen ahí. Están emparentados con algunos de los míos, y sabían de su valía. No había razón para echarlos. -Gyles condujo al rucio por el caminito-. Venid a esta elevación. Podréis ver la heredad entera.
Francesca espoleó a la yegua y lo siguió. Sobre la elevación, se detuvo a su lado.
– Charles me explicó cómo Gatting llegó a constituirse y cómo yo llegué a heredarla. -Apoyó las manos en la perilla de la silla-. Mostradme las tierras.
Él le señaló los límites. No parecía una propiedad tan importante, no en comparación con el resto de la hacienda. Lo comentó, y él le explicó. Atravesaron los campos mientras él disertaba sobre las técnicas de administración que empleaba en la actualidad.
– Sin Gatting, administrar los acres de tierra de este lado del río suponía un dolor de cabeza permanente.
Ella lo miró a la cara.
– ¿Uno que nuestro matrimonio haya aliviado?
Él la miró a los ojos.
– Uno que ha aliviado.
Cabalgaban en perfecta armonía, en dirección oeste a través de los campos. Al final, llegaron a otro sendero, y Gyles dio la vuelta camino del río.
– Por aquí llegaremos a la parte superior del poblado.
Otro puente estrecho les permitió cruzar el Lambourn. Cabalgaron pasando junto a huertos cercados con muros de piedra. Una iglesia con una torre cuadrada se alzaba justo al frente, dominando el poblado y rodeada por un cementerio. Llegaron a la altura de una casita, muy cuidada, detrás de una valla blanca; una vez pasada, el sendero hacía una curva cerrada, justo antes de la entrada techada al camposanto, Gyles se detuvo en la curva y esperó a que Francesca llegara a su altura. Hizo un gesto al frente.
– La aldea de Lambourn.
La calle descendía, y luego subía gradualmente. Pasado el punto en que acababa la aldea y cesaban las casas, la calle desembocaba en la carretera principal que había seguido el coche la víspera de su boda paca llevarla al castillo, situado más adelante.
Las edificaciones se apelotonaban a ambos lados de la calle. Las casas cubrían un amplio espectro, desde las casitas de los trabajadores, en fila pared con pared, a casas más prósperas, exentas y con franjas de jardín entre la entrada y la verja. En mitad de la calle, cierto número de tiendas anunciaba su existencia mediante letreros pintados en vivos colores que colgaban sobre las estrechas aceras. Dos posadas, una a este lado de las tiendas y otra nada más pasarlas, tenían los rótulos de mayor tamaño.
– No pensaba que la aldea fuera tan grande.
Gyles sacudió sus riendas; el rucio reanudó el paso.
– En la heredad vive un número considerable de gente, y hay más en la aldea y en heredades adyacentes; suficientes para mantener un día de mercado.
– Y dos posadas. -Francesca examinó la primera al pasar junto a ella. El rótulo la identificaba como el Toro Negro.
– Es casi la hora de comer. -Gyles la miró-. Podemos dejar los caballos en el Pichón Rojo, y os daré una vuelta por la aldea; luego podemos comer en la posada.
Ella disimuló su sorpresa.
– Eso me agradaría.
El Pichón Rojo era una posada grande, con caballerizas. Tras tenderle las riendas a un mozo de cara pecosa, Gyles escoltó a Francesca al cruzar la pesada puerta de entrada y entrar en el amplio recibidor.
– ¿Harris?
Una cabeza redonda y calva asomó por una puerta; detrás siguió un cuerpo rotundo vestido de blanco y negro, con un delantal blanco anudado a las caderas. Harris se apresuró a recibirles.
– ¡Milord! Qué alegría veros.
La mirada del posadero se detuvo en Francesca.
– Querida mía, permitidme presentaros a Harris; el Pichón Rojo pertenece a su familia desde que hay Rawlings en Lambourn. Según se cuenta, el primer Harris sirvió en armas a uno de nuestros antepasados, y al jubilarse abrió la posada. Harris, ésta es lady Francesca, mi condesa.
Harris le dirigió una sonrisa radiante y una reverencia hasta cerca del suelo.
– Es un raro placer, milady, daros la bienvenida a esta casa.
Francesca le sonrió cuando se enderezaba.
– Hemos dejado los caballos con su Tommy. -Gyles reparó en las miradas atentas de quienes tenían la oreja puesta-. Voy a enseñarle esto un poco a lady Francesca, y luego hemos pensado comer aquí. Un salón privado estaría bien.
– Por supuesto, milord. El salón del jardín, tal vez. Tiene unas bonitas vistas sobre los rosales, a los huertos y al río.
Gyles le alzó una ceja a Francesca.
– Suena estupendamente -dijo ella.
Gyles la tomó de nuevo del brazo.
– Estaremos de vuelta en una hora.
– Lo tendré todo dispuesto, milord.
Una vez afuera, Gyles condujo a Francesca por la acera hacia las tiendas. La primera era una panadería.
– ¡Huele de maravilla! -Francesca se detuvo a mirar por la ventana empañada. Al cabo de un segundo, una mujer rechoncha, de rostro rubicundo, apareció en el zaguán, sacudiéndose las manos llenas de harina en un aparatoso delantal.
Gyles le hizo una inclinación de cabeza.
– Señora Duckett. -La mujer hizo una sucinta reverencia y musitó un «milord» con la mirada fija en Francesca. Gyles reprimió una sonrisa irónica-. Permítame que la presente a lady Francesca, mi condesa.
La señora Duckett se inclinó con su mejor reverencia.
– ¡Milady! Sed bienvenida a la aldea de Lambourn.
Francesca sonrió y, con su soltura habitual, agradeció el saludo y se interesó por el negocio de la señora Duckett. La panadera estuvo más que encantada de enseñarle todo a su señoría.
Así siguieron calle arriba, para luego cruzar y regresar por la otra acera. La excursión sirvió a Gyles, según descubrió, para aprender algo inesperado.
Había previsto el ávido interés de los tenderos por saludar a su condesa; lo que no se esperaba era que ella sintiera tanto interés -a todas luces sincero- por ellos, y por la aldea en general. Pero lo sentía. Su interés resonaba claramente en sus preguntas, en el brillo de sus ojos y en su concentrada atención.
Sorprendió a su mente siguiendo los pasos de la de ella, viendo las cosas a través de sus ojos. Y le sorprendió lo que vio. Sin embargo, eso era sólo una parte de la revelación. Aquí él conocía a todos y todos lo conocían; a pesar de esa familiaridad, cada vez que aparecía, solía ser el centro de atención. Hoy no. Lo que le dejó en una posición como de observador fantasmal, contemplando la entrada de Francesca en este escenario tan familiar, presenciando el efecto que ejercía en él, en todos aquellos personajes conocidos.
Los atraía como una llama a las polillas. Su aplomo, su seguridad… Trató de determinar cuál resultaba su principal atractivo. La observó al despedirse de la sombrerera: la vio sonreír, vio la reacción embelesada de la mujer.
Vio algo que reconoció. La fe de Francesca en la felicidad, una convicción inquebrantable de que la felicidad existía, de que estaba ahí para quien la reclamara, independientemente de la posición de cada cual en la vida, independientemente de lo que la felicidad representara para cada uno.
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