– Iba a insistir en que os quedarais aquí con nosotros, al menos a cenar…

Gyles negó con la cabeza.

– En otra ocasión, tal vez. Si me necesita para algo, me alojo en el Lindhurst Arms. -Se dirigió hacia la puerta.

Charles accionó el tirador del timbre y le siguió.

– Discutiré el asunto con Francesca esta noche…

– Y yo pasaré por la mañana para conocer su respuesta. -Gyles se detuvo mientras Charles se reunía con él junto a la puerta-. Una última impertinencia. Ha mencionado que el suyo fue un matrimonio concertado… Dígame, ¿fueron felices?

Charles correspondió a su mirada.

– Sí. Lo fuimos.

Gyles dudó un momento e hizo una inclinación de cabeza.

– Entonces sabrá que Francesca no tiene nada que temer del acuerdo que le propongo.

Había advertido dolor en los ojos de Charles. Gyles sabía que Charles era viudo, pero no se esperaba un sentimiento tan profundo; estaba claro que Charles había sentido en lo más hondo la muerte de su esposa. Notó un escalofrío en la nuca. Gyles pasó al salón, seguido de Charles. Se dieron la mano, y entonces llegó el mayordomo. Gyles lo siguió de vuelta a través de la casa.

Al acercarse al vestíbulo, el mayordomo murmuró:

– Enviaré a un lacayo a por vuestro caballo, milord.

Ya en el vestíbulo, no había ningún lacayo a la vista, pero una puerta forrada de tapete verde a un extremo de la sala batía con fuerza. Un segundo más tarde, una fregona salió por ella dando gritos. Ignoró a Gyles y se precipitó hacia el mayordomo.

– ¡Oh, señor Bulwer, tiene que venir rápidamente! ¡Una gallina anda suelta por la cocina! ¡El cocinero va detrás de ella con un cuchillo, pero no hay forma de agarrarla!

El mayordomo pareció sentirse ofendido y culpable a un tiempo. Dirigió a Gyles una mirada de impotencia mientras la criada le tiraba con todas sus fuerzas de la solapa.

– De veras que lo siento, milord… Os enviaré ayuda…

Gyles se echó a reír.

– No se preocupe, sabré salir solo. Tal y como suena esto, será mejor que ponga orden en la cocina si quiere que haya cena esta noche.

El rostro de Bulwer reflejó su alivio.

– Gracias, milord. El mozo de cuadra se ocupará de disponer vuestro caballo.

Se vio arrastrado fuera de la sala antes de que pudiera decir nada más. Gyles le oyó regañar a la criada mientras atravesaban el hueco de la puerta, que seguía batiendo.

Gyles siguió avanzando hacia la puerta principal con una sonrisa. Salió al exterior, bajó los escalones y, sin pensarlo, giró a la izquierda. Recorrió el parterre, admirando los macizos perfectamente recortados y las coníferas. A su izquierda, el muro de piedra bordeaba el camino y, más allá, un seto de tejos prolongaba la línea sin solución de continuidad. Volvió a girar a la izquierda a la primera oportunidad, por un arco en el seto que daba a un sendero que atravesaba los macizos de arbustos. Miró al frente; el tejado del establo asomaba tras la vegetación.

Cruzó el arco y se detuvo. Un sendero transversal se extendía a derecha e izquierda. Mirando en dirección a la casa, descubrió que podía ver hasta donde el muro de piedra junto al que había paseado iba a unirse a una esquina de la casa. Cerca de ésta, un banco de piedra salía del muro.

En el banco se hallaba sentada una joven dama.

Estaba leyendo un libro abierto sobre su regazo. El último sol de la tarde centelleaba bañándola en una luz dorada. Llevaba el hermoso pelo color linaza recogido, despejando su rostro; su suave piel despedía un leve brillo rosa. A esa distancia no podía ver sus ojos, pero el conjunto de sus rasgos parecía discreto, agradable sin ser llamativo. Su actitud, con la cabeza inclinada y los hombros bajos, sugería que era una mujer fácil de dominar, sumisa por naturaleza.

No era en absoluto la clase de mujer que le provocaba, no la clase de mujer a la que normalmente prestaría atención.

Era justamente la clase de esposa que andaba buscando. ¿Podía tratarse de Francesca Rawlings?

Como si un poder superior hubiera leído su pensamiento, una voz de mujer la llamó:

– ¿Francesca?

La muchacha levantó la vista. Estaba cerrando el libro y recogiéndose el chal cuando la mujer volvió a llamarla.

– ¿Francesca? ¿Franni?

Poniéndose en pie, la muchacha exclamó:

– Estoy aquí, tía Ester. -Su voz era clara y delicada.

Echó a andar y desapareció de la vista de Gyles.

Gyles sonrió y reanudó su paseo. Había confiado en Charles y éste no le había decepcionado: Francesca Rawlings reunía punto por punto las cualidades adecuadas para ser su dócil prometida.

El sendero desembocaba en un patio cubierto de césped. Gyles penetró en él…

Una derviche vestida de verde esmeralda a punto estuvo de derribarlo.

Se estrelló contra él como una fuerza de la naturaleza; era una mujer pequeña, que apenas le llegaba al hombro. Su primera impresión fue una mata de pelo negro revuelto y rizado que caía de cualquier manera sobre los hombros de ella y su espalda. El verde esmeralda correspondía a un vestido de montar de terciopelo. Calzaba botas y portaba una fusta en la mano.

Él la agarró y la sostuvo: se habría caído de no haberla sujetado entre sus brazos.

Aun antes de que hubiera recuperado ella el aliento, las manos de él habían insinuado una caricia, sus sentidos impúdicos le habían transmitido ávidamente que sus curvas eran generosas, su carne firme pero complaciente, que era la quintaesencia de la feminidad: para él, básicamente un desafío. Desplegó las manos por su espalda, luego apretó los brazos en torno a ella, pero con suavidad, atrapándola contra él. Sus pechos generosos calentaban el suyo, sus blandas caderas sus propios muslos.

Un ahogado «¡Oh!» brotó de sus labios.

Alzó la vista hacia él.

La pluma verde prendida en un volante del gorro que remataba sus relucientes rizos le rozó la mejilla. Gyles apenas lo advirtió.

Ella tenía los ojos verdes, de un verde más intenso que el esmeralda de su traje. Grandes e inquisitivos, los enmarcaban unas pestañas espesas y oscuras. Su piel era de inmaculado marfil teñido de un matiz dorado, sus labios de un rosa oscuro, delicadamente curvos, sensualmente carnoso el inferior. Llevaba el pelo retirado hacia atrás y sujeto en la coronilla, descubriendo la frente amplia y el exquisito arco de unas cejas negras. Rizos largos y cortos se desparramaban enmarcando un rostro en forma de corazón, que resultaba irresistiblemente atractivo y profundamente misterioso; la necesidad de saber lo que estaba pensando se apoderó de Gyles.

Aquellos asombrados ojos verdes se encontraron con los suyos, para a continuación recorrer su rostro antes de, abriéndose aún más, volver a encontrarlos.

– Lo siento. No lo vi llegar.

Más que oír su voz, la sintió; la sintió como una caricia interior, una invitación puramente física. El sonido en sí era…, ahumado, un murmullo sensual que de algún modo nublaba sus sentidos.

Sus muy predispuestos sentidos, que habían reconocido una presa en apenas una fracción de segundo. Oh, sí, ronroneó el animal que llevaba dentro. Sus labios esbozaron una sonrisa sutil, aunque sus pensamientos eran cualquier cosa menos sutiles.

Ella bajó la mirada, la ancló en su boca y a continuación tragó saliva. Un rubor brillante afloró a sus mejillas. Sus amplios párpados se entrecerraron, ocultando sus ojos. Se echó hacia atrás entre sus brazos.

– Si tuviera la bondad de soltarme, caballero…

Él no quería, pero lo hizo; despacio, con reticencia deliberada y evidente. Ella se había sentido más que bien entre sus brazos, había sentido un calor y una vitalidad intensas. Se había sentido intensamente viva.

Retrocedió un paso, y su rubor se acentuó a medida que las manos de él rozaban sus caderas hasta perder contacto y caer. Se sacudió el faldón, evitando cruzar su mirada con la de él.

– Si me disculpa, debo irme.

Sin esperar respuesta por parte de Gyles, pasó a su lado y echó a andar a paso vivo sendero abajo. Él se volvió para verla alejarse.

Aminoró la marcha. Se detuvo.

De pronto, se volvió a mirarlo con un remolino, y sus ojos se encontraron con los de él sin mostrar desfachatez ni malicia.

– ¿Quién es usted?

Era una gitana vestida de verde y enmarcada por el macizo de arbustos. La franqueza de su mirada, de su actitud, eran un desafío hecho carne.

– Chillingworth. -Girando hasta quedar de frente ante ella, le hizo una reverencia sin que sus ojos perdieran contacto ni un instante. Al enderezarse, añadió-: Y quedo muy decididamente a su servicio.

Ella se lo quedó mirando, para al cabo hacer un gesto vago:

– Llego tarde.

Viéndola, nadie hubiera dicho que así fuera…

Ambos sostuvieron la mirada; algo primitivo tendió un arco entre ellos… Una cierta promesa que no precisaba formularse con palabras.

Ella apartó la vista de sus ojos, recorriendo su figura con avidez, codiciosamente, como para fijarla en su memoria; él hizo lo propio, con idéntica voracidad por su visión, presto para echar a correr.

Lo hizo ella antes. Se volvió repentinamente, recogió la cola que arrastraba su vestido y huyó, desviándose por un sendero lateral hacia la casa, desapareciendo de su vista.

Sin poder apartar los ojos del desierto bulevar, Gyles sofocó el impulso de salir en pos de ella. Su excitación se disipó poco a poco; se dio la vuelta. La sonrisa que curvaba sus labios no era de diversión. Aquella expectativa de sensualidad era moneda que manejaba habitualmente; la gitana conocía bien las reglas de su comercio.

Llegó a las cuadras y mandó al mozo a buscar su zaino; mientras lo aguardaba, se le pasó por la cabeza que, en aquellas circunstancias, sería de esperar que dedicara sus pensamientos a su futura novia. Se concentró en el recuerdo de la pálida joven con el libro; en cuestión de segundos, su imagen fue reemplazada por la más vibrante y apetecible a los sentidos de la gitana, tal y como la había visto en los últimos instantes, pregonando con sus ojos aquella llamada ancestral. Volver a centrar su atención en la primera le exigió un considerable esfuerzo.

Gyles rió para sus adentros. Ésa era precisamente la razón para desposar a semejante mosquita muerta: que su presencia no interferiría con sus persecuciones más carnales. A ese respecto, Francesca Rawlings habíase demostrado sin duda perfecta; pocos minutos después de verla, su mente ya se había colmado de pensamientos lascivos relativos a otra mujer.

Su gitana. ¿Quién era? Su voz, aquel sonido ronco, tórrido, resonó de nuevo en su cabeza. Tenía un cierto acento, apenas perceptible: vocales más sonoras y consonantes más dramáticas que las que los ingleses acostumbraban a pronunciar. Ese acento prestaba un toque más sensual aún a aquella sugerente voz. Recordó el matiz de oliva que había dorado la piel de la gitana; recordó también que Francesca Rawlings había vivido la mayor parte de su vida en Italia.

El mozo de cuadra sacó al imponente zaino al exterior; Gyles dio las gracias al muchacho, montó en él y partió a medio galope por el camino de entrada.

Acento y color; podía ser que la gitana fuera italiana. En cuanto a su forma de comportarse, ninguna damisela inglesa sumisa y afable lo habría examinado jamás con tanto descaro como ella. Italiana pues, o bien amiga o dama de compañía de su futura novia. En todo caso, no se trataba de una criada, a juzgar por cómo iba vestida; y tampoco habría osado criada alguna comportarse con esa franqueza, no la primera vez que lo viera, ni siquiera la segunda.

Al llegar donde el camino doblaba entre los árboles, Gyles refrenó a su caballo y se volvió a mirar la mansión Rawlings. No estaba aún seguro de cuál sería la mejor forma de jugar las cartas que se le acababan de repartir. Asegurar el compromiso con su dócil novia seguía siendo su objetivo principal; seducir a la gitana había de pasar a un segundo plano, pese a la urgencia carnal que le inspiraba.

Entrecerró los ojos y no vio ladrillos descoloridos, sino un par de ojos esmeralda brillando de complicidad, de conocimiento y promesas fuera del alcance de cualquier modesta damisela.

Había de ser suya.

Una vez que su dócil novia hubiera accedido a su propuesta, se concentraría en una conquista más de su agrado. Saboreando tal perspectiva, hizo dar media vuelta a su zaino y echó a galopar camino abajo.

Capítulo 2

Francesca entró corriendo en la casa por el vestíbulo del jardín. Deteniéndose bruscamente, esperó a que sus ojos se habituaran a la penumbra. Esperó a que dejara de darle vueltas la cabeza.

¡Cielos! Se había pasado todo un año lamentándose en secreto de la falta de ardor de los hombres ingleses, y mira ahora lo que los dioses le habían deparado. Aunque se hubieran demorado doce meses, no tema intención de quejarse.