Irving entró y anunció que la cena estaba servida, lo que hizo las delicias de Franni. Gyles, como correspondía, les ofreció un brazo a ella y otro a Ester; Charles y Francesca les siguieron.
Se sentaron a la mesa en el comedor familiar. Francesca observaba mientras Irving y los lacayos servían la comida. Franni parecía encantada con todo. Le estaba largando a Gyles una perorata sobre todo lo que habían visto durante su prolongada excursión por el castillo. Gyles había comido con ellos y luego se había retirado a su despacho; no pareció que a Franni le preocupara. Ahora, bajo el comportamiento ingenuo de su prima, Francesca no llegó a detectar signo alguno de intranquilidad, disgusto o decepción.
Debía haber interpretado mal las cosas, y Gyles no debía ser el caballero que había visitado a Franni, después de todo.
Charles, que estaba a su derecha, preguntó por un plato; Francesca contestó. Charlaba con su tío y con Ester, a su izquierda. Franni estaba sentada más allá de Charles, a la izquierda de Gyles: una disposición dictada más por el protocolo que por deseo de Francesca. Pero su preocupación por la posible sensibilidad de su prima parecía ser infundada. Si así era, daba gracias por ello y, sin embargo…
Se volvió hacia Ester.
– ¿Franni sigue levantándose muy temprano?
Ester asintió.
– Puede que quieras advertir al servicio.
Francesca tomó mentalmente nota de que debía comentarle el hecho a Wallace.
– Querida mía, tienes que pasarme esta receta para que pueda llevársela a nuestra cocinera.
– Por supuesto. -Francesca se preguntó si Ferdinando sabría escribir en inglés.
– Buenos días, Franni.
Franni, en un extremo de la terraza, se giró bruscamente, con la boca abierta; luego, mientras Francesca se unía a ella, se relajó y sonrió.
– Hace una mañana preciosa ¿no? -dijo Francesca.
– Sí. -Franni se volvió de nuevo hacia las vistas-. Aunque la casa es tan grande que resulta silenciosa. Pensaba que habría más ruido.
– Ahora mismo sólo vivimos aquí el servicio, Gyles y yo. La última vez, estaban todos los invitados a la boda. -Francesca se apoyó en la balaustrada; no le sorprendió que Franni no dijera nada más. Dejó que el silencio se prolongara, consciente de que eso la ayudaría, puesto que pretendía conducir los pensamientos de Franni por otros derroteros.
Al cabo de unos minutos, preguntó:
– Franni, ¿te acuerdas de lo que me contaste acerca de tu caballero… el caballero que paseó contigo un par de veces?
Franni frunció el ceño, más desconcertada que a la defensiva.
– ¿Te lo conté?
– Sí, en la posada. Me preguntaba… ¿sabes quién es?
Con la vista fija en el horizonte, Franni se limitó a sonreír.
Admitiendo que no iba a obtener esa respuesta, Francesca probó con su siguiente pregunta:
– ¿Te ha visitado últimamente…, desde que estuviste aquí la última vez?
Franni sacudió la cabeza casi violentamente, pero sonreía; a Francesca le pareció que se estaba riendo.
Armándose de valor, habló pausada y regularmente, como hacían todos cuando hablaban con Franni.
– Franni, sólo quiero asegurarme de que no has confundido a Chillingworth con tu caballero. Yo…
Se interrumpió al sacudir Franni la cabeza otra vez, sonriendo aún de oreja a oreja.
– ¡No, no, no! -Franni se volvió de cara a Francesca; los ojos le bailaban… Estaba casi riéndose-. Lo tengo todo claro, ¡claro que sí! Mi caballero se llama de otra manera. Viene y pasea conmigo, y me escucha y habla conmigo. Y no es Chillingworth. No, no, no. Chillingworth es un conde. Se ha casado contigo por tus tierras. -Un brillo un tanto malicioso despuntó en los ojos de Franni-. Yo no soy como tú. El conde se casó contigo por tus tierras. Yo no tengo el tipo de tierras que se precisan, pero mi caballero quiere casarse conmigo; estoy segura de que sí.
Se apartó de golpe y echó a caminar, poco menos que a saltitos, por la terraza.
– Se casará conmigo, ya lo verás.
Al final. Francesca la vio irse; entonces volvió al interior. El caballero no era -nunca había sido- Chillingworth. ¿Quién era, entonces?
Terminado el desayuno, Franni se fue a pasear por el parque, con un lacayo siguiéndola.
Después de ocuparse de sus deberes domésticos, Francesca se reunió con Ester en el salón familiar.
Ester levantó la vista de su labor de bordado, con una sonrisa. Francesca correspondió con otra.
– Me alegro de tener un momento a solas con usted, tía Ester. Se acercó a la silla junto a la chimenea y se acomodó en ella. Ester la observaba, arqueando las cejas.
– ¿Tienes algún problema…?
– No… No se trata de mí. -Francesca examinó los ojos de Ester, azules como los de Franni y, sin embargo, tan distintos-. Esto me resulta difícil, porque es algo que Franni me contó en lo que se podría calificar como una confidencia, si no fuera porque Franni no piensa en esos términos.
– No, querida, así es. Y si es algo que tenga que ver con Franni, entonces sí que me lo tendrías que contar, decididamente, sea una confidencia o no.
Había tal determinación en el tono de Ester que Francesca dejó a un lado cualquier vacilación.
– En la posada, cuando veníamos a Lambourn…
Relató todo lo que Franni le había dicho, tanto en la posada como aquella misma mañana, en la terraza.
– Me tenía preocupada que fuera Chillingworth: él paseó con ella un par de veces, efectivamente. Pero dice que apenas le dirigió unas palabras, con lo que parecía raro que Franni sacara alguna conclusión de eso y, sin embargo…
– Sin embargo, con Franni nunca sabe una. -Ester asintió-. Entiendo que pensaras eso, especialmente después de su reacción durante la ceremonia. Pero si dice que no era él, entonces…
– Precisamente. Podría ser algún otro… Alguien que se haya visto con ella cuando pasea por la mansión Rawlings. No sería difícil que eso ocurriera sin que nadie los viera. Y ella heredará las propiedades del tío Charles, después de todo.
– Desde luego. -Ester había contraído los labios-. Querida mía, gracias por contármelo: has hecho exactamente lo que debías. Déjame el asunto a mí. Hablaré con Charles, y nos ocuparemos de ello.
Francesca sonrió, sinceramente aliviada.
– Gracias. Sólo espero que todo vaya bien.
Ester no replicó. Frunciendo el ceño, retomó de nuevo su bordado.
– ¿Aquí es donde os escondéis?
Gyles se giró, sobresaltado. Estaba de pie junto a la ventana de la biblioteca, consultando una lista de juicios. En la entrada de la galena interior vio a la prima de Francesca, sonriendo con aire de suficiencia. Ahora recorría las estanterías con la mirada.
– Tenéis un montón de libros.
La observó acercarse, haciendo piruetas, para escudriñar la habitación.
– Debe de haber miles y miles.
– Sí. Así es.
Ella se detuvo enfrente de él, con la cabeza ladeada y una mirada distante. Al cabo de un momento, dijo:
– Se está muy tranquilo, aquí.
– Sí. -Al no decir ella nada más, preguntó él-: ¿Ha disfrutado del paseo?
– Sí, pero me gustó más ver el castillo. Francesca se portó mal: no nos trajo aquí.
– Hay algunos sitios que Francesca debe considerar privados.
Podía haberse ahorrado la saliva; Gyles tuvo serias dudas de que Franni escuchara nada que no deseara escuchar.
Seguía de pie, en silencio, con la vista al frente. Haciendo memoria, Gyles recordó sus conversaciones en la mansión Rawlings.
– Tenemos muchos árboles, aquí.
Ella dirigió la vista a la ventana. Se acercó a ella a mirar.
– ¿Son abedules?
– No. La mayoría son robles.
– ¿Ningún abedul?
– Por aquí cerca no. Hay algunos, más hacia el interior del parque.
– Los buscaré cuando dé mis paseos.
Enlazando las manos a la espalda, se plantó ante la ventana como si pensara estudiar las copas de los árboles. Gyles miró al boletín que sostenía en las manos.
– Me temo que debo dejarla: tengo trabajo que hacer. -Su intención era haberlo hecho allí, pero su despacho parecía de pronto una elección más sabia. En el recibidor siempre había lacayos; tomó nota mental de que debía decirle a Wallace que no deseaba ser molestado por sus invitadas.
Franni asintió, y luego se giró hacia él súbitamente, mirándolo a los ojos por primera vez.
– Sí -dijo-, puede que sea buena idea. -Sonrió; sus ojos claros brillaron-. Francesca no vería bien encontrarnos aquí juntos, si apareciera.
Seguía sonriendo. Gyles la examinó durante un instante y luego, con expresión impasible, dio un paso atrás, le hizo una inclinación de cabeza y la dejó.
Los relojes daban las cuatro cuando Francesca llegó a la puerta de su dormitorio: demasiado temprano para vestirse para la cena, pero antes podía permitirse el lujo de darse un largo baño. Abrió la puerta y entró…
Había alguien en su cama, sentada entre las sombras teñidas de esmeralda.
Entonces la figura se volvió, y pudo reconocer el pelo claro, el rostro pálido.
Soltando el aire, Francesca cerró la puerta y llegó hasta la cama.
– Franni, ¿qué estás haciendo aquí?
Estaba sentada en la cama, más o menos en medio. Pegó un brinco.
– He entrado a mirar. Los criados me dijeron que no podía subir aquí, pero sabía que a ti no te importaría. -Levantando la manta, Franni se frotó la mejilla con ella; luego extendió el brazo y pasó los dedos por las cortinas de seda recogidas en torno a las columnas. Entonces frunció el entrecejo-. Qué lujoso es todo.
– La madre de Chillingworth lo hizo hacer para mí. -Francesca se sentó en la cama-. ¿Te acuerdas? Te leí sus cartas allí en la mansión Rawlings, antes de que viniéramos para la boda.
Franni frunció más el ceño, con la vista fija en la colcha esmeralda, y luego aún bajó las cejas un poco. Miró a Francesca.
– ¿Él duerme aquí contigo? ¿En esta cama?
Francesca dudó antes de asentir.
– Sí. Por supuesto.
– ¿Por qué «por supuesto»? ¿Por qué lo hace?
– Bueno… -No sabía en qué medida Franni comprendía, pero su expresión obstinada confirmaba que no iba a dejar que sorteara ese punto-. Es necesario que duerma conmigo si quiere que conciba a sus hijos.
Franni pestañeó; la intensa expresión se disipó de su rostro, dejándolo más en blanco de lo habitual.
– Oh.
Francesca se puso en pie; con una sonrisa de disculpa, le indicó el camino de la puerta.
– Ahora me voy a dar un baño, Franni, así que debes irte.
Franni volvió a pestañear, luego miró la puerta y se incorporó para levantarse de la cama.
– Ven -dijo Francesca-. Te acompañaré de vuelta al ala principal.
Francesca había organizado una pequeña cena festiva para aquella noche, aprovechando la oportunidad de empezar a invitar a los vecinos y entretener de paso a Charles y Ester. Se reunieron en la sala de estar a esperar a los invitados. Lord y lady Gilmartin y su descendencia llegaron los primeros, y sir Henry y lady Middlesham poco después, Francesca hizo las presentaciones, y luego dejó a Charles y Ester con los Middlesham mientras ella iba junto a lady Gilmartin a sentarse y escuchar una relación de las habilidades de Clarissa. Gyles charlaba con lord Gilmartin. Franni, entretanto, había desarrollado un interés instantáneo por Clarissa y le hablaba, más que dialogar con ella, sin parar; Clarissa parecía ligeramente aturdida. Lancelot se puso aparte, de pie junto a una ventana, en una pose dramática que fracasó estrepitosamente a la hora de atraer la atención, dado que todo el mundo estaba entretenido con algún otro.
Lady Elizabeth y Henni, acompañadas por Horace, que venía de un humor comunicativo, llegaron antes de que Francesca languideciera definitivamente bajo la acometida de lady Gilmartin; con la ronda de presentaciones, cambió la composición de los grupos.
Sir Henry y Horace, viejos amigos, atrajeron a lord Gilmartin a su grupo. Gyles los dejó enzarzados en una discusión sobre los escondrijos de las piezas de caza en la espesura. Echó un vistazo general a la habitación. Su madre había entablado conversación con Charles y Ester, mientras que Henni había relevado a Francesca junto a lady Gilmartin. Francesca charlaba con lady Middlesham; mientras las observaba, Clarissa se unió a ellas. Lancelot seguía rumiando junto a la ventana. Con lo cual quedaba…
Un instinto de autoprotección despertó en él.
– Buenas noches, primo Gyles. ¿Os gusta mi traje?
Franni había dado la vuelta a la habitación para llegar junto a él. Gyles se giró y examinó brevemente su vestido de muselina azul.
– Muy bonito.
– Sí que lo es. Claro que, más adelante, tendré trajes como los de Francesca, todos de seda y satén: trajes dignos de vuestra condesa.
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