– Desde luego. -¿Cómo era que un minuto en compañía de Franni bastaba para hacerle anhelar verse libre de ella y salir corriendo?
– Me gusta esta casa; es grande, pero acogedora, y vuestro personal parece bien adiestrado.
Gyles asintió con actitud distante. No resultaba ni empalagosa ni maliciosa; no adoptaba ninguna de las actitudes habituales que él deploraba. Su aversión era primitiva, instintiva; difícil de explicar.
– No obstante, sí que hay un hombrecito que no me gusta. Va vestido de negro, no de librea; no me permitió acceder a vuestras habitaciones.
– Wallace. -Gyles miró a Franni fijamente-. En mis habitaciones no entra nadie, salvo quienes tienen derecho a estar ahí.
Hablaba muy despacio, vocalizando: igual que hacían Francesca y Charles cuando le hablaban a esta extraña joven.
Su expresión se tornó levantisca.
– ¿Se le permite entrar a Francesca?
– Si es su deseo, naturalmente. Pero no creo que haya entrado.
– Bueno, su habitación es preciosa, toda en seda y satén esmeralda. -Franni le lanzó una mirada indescifrable-. Pero vos ya lo sabréis, porque dormís en su cama.
Ésta era, sin ninguna duda, la conversación más extraña que jamás hubiera sostenido con una joven dama.
– Sí. -Mantuvo un tono calmado y bajo-. Francesca es mi esposa, así que duermo en su cama. -Alzando la vista en busca de ayuda, vio a Irving que entraba en la habitación-. Ah… Creo que la cena está servida.
Ella lo miró, sonriente.
– ¡Oh, estupendo! -Se volvió hacia él, claramente esperando que le ofreciera el brazo.
– Si tiene la bondad de excusarme, debo conducir a mi tía a la mesa. Lancelot la acompañará a usted. -Gyles hizo una seña al joven para que se acercara. Éste acudió con bastante presteza, claramente dispuesto, tras sus momentos de aislamiento, a mostrarse pasablemente agradable.
El rostro en blanco de Franni -tan absolutamente desprovisto de expresión- seguía en la mente de Gyles mientras, con Henni del brazo, encabezaba la procesión hacia el comedor. Para sus adentros, colmó de alabanzas la morena cabeza de su mujer. Con tantos invitados añadidos, a Franni le tocaría sentarse hacia el centro de la mesa, bien lejos de él.
Mientras llevaba de la mano a Henni hasta la silla junto a la suya, musitó:
– La hija de Charles, Frances… ¿qué le parece?
– No he tenido apenas oportunidad de formarme una opinión. -Henni miró a lo largo de la mesa hasta dar con Franni.
– Cuando la tenga, hágamela saber.
Henni le enarcó una ceja.
Gyles sacudió la cabeza y se volvió para saludar a lady Middlesham, que se había sentado a su otro lado.
El ritual del oporto, que él prolongó deliberadamente -una hazaña no muy meritoria dadas las dotes para la conversación de Horace, sir Henry e incluso lord Gilmartin en tan cordiales circunstancias- libró a Gyles de tener que vérselas con la prima de Francesca en la sala de estar. A pesar de ello, no se le pasó por alto la ansiosa expresión de los ojos de la joven cuando él condujo a los caballeros de vuelta allí, justo por delante del carrito del té. Ni tampoco el hecho de que su mirada adoptara un aire de confusión, y luego de frustración, cuando los dispares grupos se reunieron a charlar en torno a las tazas de té.
Al levantarse sus huéspedes para marcharse, él no se separó de Francesca, refugiándose en los dictados del protocolo. Cuando pasaron al recibidor, Ester se detuvo junto a Francesca y le susurró algo al oído. Francesca asintió y sonrió. Mientras Irving y los lacayos traían los abrigos y las bufandas, por encima de la confusión, Gyles vio a Ester llevarse a Franni escaleras arriba.
Se dio cuenta de que relajaba la guardia, sonriendo mientras estrechaba manos e intercambiaba despedidas, y finalmente plantando cara al fresco del exterior junto a Francesca, para decir adiós con las manos a los carruajes que partían.
Charles les esperaba al volver al recibidor. Cogió a Francesca de las manos.
– Ha sido una noche sumamente entretenida. Gracias. -La besó en la mejilla-. Hacía tanto tiempo que no acudíamos a recepciones…
– Vaya. -Dio un paso atrás, se giraron y emprendieron la ascensión de las escaleras-. Casi se me había olvidado cómo era. Lo agradable que puede resultar una noche así.
La sonrisa de Francesca era radiante.
– No hay razón para que no organicen recepciones a esta escala en la mansión Rawlings también. Franni parece que ha disfrutado.
Charles asintió.
– Desde luego. Hablaré con Ester del asunto. -Se detuvo en la parte superior de las escaleras-. ¿Quién sabe? Puede que resulte una buena idea, después de todo.
Con una inclinación de cabeza y un «buenas noches», les dejó.
Gyles, con la mano en la espalda de Francesca, la condujo a su ala privada, escuchando su voz, feliz.
A la mañana siguiente Francesca se escurrió del calor de los brazos de Gyles tan temprano como pudo, pero no lo bastante como para pillar a Franni antes de que saliera de la casa.
Envolviéndose los hombros con el chal, Francesca salió a la terraza que dominaba los jardines del castillo. El aire estaba limpio y frío, pero brillaba el sol y los pájaros cantaban; el día invitaba a salir.
Fue tranquilamente hasta las escaleras y bajó a la hierba. Buscando a Franni, paseó hasta la muralla; de ahí descendió al nivel inferior y a su asiento favorito. No se sentó, pero se quedó el tiempo suficiente para embeberse del paisaje, para concienciarse del hecho de que aquellas tierras -las tierras de Gyles- las sentía ya como su hogar.
Pensando en eso, volvió al césped y empezó a caminar describiendo un amplio círculo en torno a la casa. Wallace había dicho que Franni había salido a pasear; no podía estar lejos.
Al llegar a los prados de delante de las cuadras, Francesca vio una figura vestida de cambray avanzando a zancadas bajo los árboles. Eran los reconocibles andares de Franni, rígidos, un tanto saltarines. Iba envuelta en un chal grueso, que le daba un aspecto extrañamente abultado por encima de la cintura. Francesca cambió de dirección para salirle al paso. Franni la vio cuando se le acercaba.
– ¿Estás disfrutando de la mañana? -le preguntó.
Franni sonrió con su toque habitual de hermetismo.
– Sí. Hasta ahora ha sido una mañana preciosa.
– ¿Has estado viendo los caballos?
Al llegar hasta ella, Francesca echó a caminar a su lado.
– Son muy grandes; más grandes que los de papá. ¿Los montas?
– No. Gyles me dio una yegua árabe como regalo de bodas. Es el caballo que monto ahora.
– ¿Eso hizo? -A Franni se le extravió la expresión, y luego murmuró-: ¿La montas? -Una sonrisa lenta bañó su rostro-. Qué bien. Supongo que galopa rápido.
– Sí, la verdad. -Francesca se había acostumbrado a los humores fluctuantes de Franni.
– ¿Y sales a montar a diario?
– Casi a diario. No necesariamente todos los días.
– Bien. Bien. -Asintiendo, Franni avanzaba junto a Francesca, a pasos más largos, un tanto hombrunos.
Siguieron caminando en silencio hasta que llegaron al límite del parque con los campos más cercanos. Francesca dio la vuelta.
Franni siguió andando, virando hacia el camino que avanzaba entre los campos.
Francesca se detuvo.
– ¿Franni? -Con una sacudida impaciente de la cabeza, Franni continuó caminando-. Franni, por ahí no hay nada más que campos. -Al no reducir Franni el paso, añadió-: Van a servir el desayuno enseguida.
Sin volver la vista atrás, Franni sacudió la mano diciendo adiós.
– Quiero seguir por aquí un rato. Quiero pasear sola. Volveré pronto.
Entre la casa y la escarpadura no había nada que pudiera suponer un peligro. Francesca dudó que Franni llegara mucho más lejos una vez que alcanzara el tramo empinado.
Se dio la vuelta y emprendió el camino de vuelta a la casa. Franni estaría perfectamente a salvo, y si no había vuelto al cabo de una hora, enviaría a un mozo de cuadra a por ella. Entretanto, gracias a la inclinación de su marido por los juegos al amanecer, a ella le estaban rugiendo las tripas. Desayunar le parecía muy buena idea.
Durante el desayuno, Francesca, Charles y Ester acordaron dar un paseo a través del parque para visitar la casa de la viuda. Lady Elizabeth les había hecho llegar la invitación la noche anterior.
Francesca miró al otro lado y le arqueó una ceja a Gyles. Él sacudió la cabeza. Tenía que seguir documentándose. ¿Qué mejor ocasión que con la casa para él solo?
Ester se volvió hacía Franni, que se había unido a ellos hacía poco.
– Te gustará ver la casa de la viuda. ¿Te acuerdas? Pasamos por allí en el carruaje, al cruzar la verja.
Franni puso una expresión totalmente neutra, como si se hubiera quedado absorta intentando localizar el recuerdo. Lentamente, sacudió la cabeza.
– No quiero ir. Me quedo aquí.
Charles se inclinó hacia ella y puso la mano sobre la suya.
– Disfrutarás del paseo a través del parque, bajo los árboles.
Franni sacudió la cabeza. Su rostro mostró unos signos de terquedad que Charles, Ester y Francesca conocían bien.
– No. Me quedo aquí.
Charles volvió a reclinarse hacia atrás, lanzando una mirada a Ester y Francesca. Francesca le dirigió una sonrisa tranquilizadora. Miró a Franni:
– No pasa nada. Puedes quedarte aquí, desde luego, pero si salieras a pasear acuérdate de llevar contigo a un lacayo, por si acaso te perdieras.
Franni la miró pestañeando, luego asintió y volvió a su plato de arroz con pescado y huevos duros.
Ester suspiró. Francesca se volvió hacia ella.
– ¿Cuánto tardaremos en salir?
Charles se acabó el café de un sorbo.
– Dadme cinco minutos para cambiarme de chaqueta.
– Puedes tomarte diez. -Ester echó atrás su silla-. Yo he de ponerme un traje de paseo, y Francesca querrá hacer otro tanto.
Se levantaron al mismo tiempo y dejaron el salón de desayunar. Gyles salió tranquilamente con ellos. Al llegar a la parte de arriba de las escaleras, Francesca miró hacia atrás y vio a Gyles dudando en el recibidor, mirando de refilón hacia el salón del desayuno. Luego giró sobre sus talones y se dirigió a su despacho.
Al cabo de diez minutos, ella, Charles y Ester descendían por la escalinata de la entrada y avanzaban por el patio frontal.
– Qué hermosa, la disposición de estos árboles. -Ester examinaba los seis cipreses de Nueva Zelanda alineados de forma especular a ambos lados del paseo-. Y estas jardineras rematan el conjunto espléndidamente. Qué bonitas son estas cosas viejas.
La sonrisa interior de Francesca era aún más amplia que la que dibujaban sus labios. Las jardineras habían sido desenterradas sin contratiempos y limpiadas con destacable esmero.
– Están tan bonitos los cólquicos, así de apiñados…
Tras ellos, la puerta principal se abrió y volvió a cerrarse. Se giraron todos a mirar.
Gyles bajaba por las escaleras. Llegó hasta ellos.
Francesca pestañeó.
– Creía que teníais trabajo.
Gyles le dedicó una sonrisa encantadora, consciente de que, aun que podía engañar a Charles y a Ester, su mujer era inmune a sus fingimientos.
– Es que hace un día magnífico, y no disfrutaremos ya de muchos así. La oportunidad de dar un paseo es demasiado buena para dejarla pasar, y hay un punto o dos que me gustaría contrastar con Horace. Así que la obligación puede, en estas circunstancias, ceder justificadamente ante la devoción.
Charles y Ester aceptaron sus excusas sin cuestionárselas. Francesca escrutó sus ojos, pero se abstuvo de formular las preguntas que él veía formarse en los suyos. Le ofreció el brazo, y ella lo tomó. Charles ofreció a Ester el suyo, y se pusieron todos en marcha bajo las ramas casi desnudas.
Pasaron una mañana muy agradable con lady Elizabeth, Henni y Horace, y luego atravesaron de vuelta el parque a tiempo para llegar a comer. Franni no se unió a ellos.
– Está durmiendo -les informó Ester al sentarse a la mesa.
– Tanto mejor -replicó Charles-. Aquí está paseando incluso más que en casa. Aunque lo disfruta, nos vamos mañana, así que más vale que descanse.
Durante la comida, Charles y Gyles hablaron de la administración de las tierras, mientras Francesca se ponía al día con las noticias de la mansión Rawlings.
– A mí tampoco me vendría mal una siesta -le confió Ester cuando salían del comedor-. Me cuesta dormir en el coche, con tanto traqueteo, y el viaje de mañana hasta Bath será largo.
Francesca observó a Ester subir las escaleras. A su espalda, en el recibidor, oía a Gyles dando instrucciones a Edwards, que se había presentado a requerimiento suyo. Charles deseaba visitar los invernaderos. Francesca se volvió a ver a su tío partir a zancadas tras Edwards.
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