Su marido avanzó en dirección a donde ella estaba y sus ojos se cruzaron. Ella le sonrió, y fue a dirigirse al salón familiar.

Él la cogió del brazo, y se detuvo. Él aflojó la mano; sus dedos se enlazaron con los de ella. Sorprendida, se volvió a mirarlo.

Él le sostuvo la mirada, y entonces dijo:

– Me preguntaba… Si no tenéis algo urgente que hacer, ¿podríais ayudarme con mi investigación?

Ella trató de contener los saltos de alegría que le dictaba su corazón, o de evitar al menos que se le notara.

– ¿Vuestra investigación parlamentaria?

– Hay un centenar de referencias que debo comprobar y contrastar. Si no estáis ocupada…

Ella sonrió, notando que él ya había cerrado firmemente los dedos en torno a los suyos.

– No estoy ocupada. Será un placer asistiros.


Francesca pasó toda la tarde con Gyles. Tenía una lista de libros con notas acerca de lo que necesitaba en cada uno. Repasaron la lista, libro por libro, Gyles sentado ante el escritorio, leyendo y tomando apuntes, mientras ella buscaba el siguiente volumen o, una vez encontrado, se sentaba en una silla junto al escritorio y localizaba la información que él buscaba.

Cuando él acababa con un libro, ella se lo cambiaba por el siguiente, señalándole la parte del texto que interesaba. Él tomaba el libro nuevo y empezaba a leer mientras ella volvía a colocar el anterior en su lugar de la estantería. En los primeros intercambios, él se leía la sección entera, pero al cabo de poco ella notó que se concentraba directamente en los pasajes que le indicaba. Sonrió para sus adentros. La investigación avanzaba más rápidamente.

Charles pasó a verles unas horas más tarde. Vio en qué estaban ocupados y se interesó por las iniciativas de Gyles. Ello derivó en una discusión amistosa, que duró hasta que Ester, fresca tras su siesta, se les unió, y se hizo la hora del té de la tarde.

Francesca llamó y dio instrucciones a Wallace para que el té les fuera servido en la biblioteca.

– ¿Y Franni? -preguntó, mirando a Ester.

– Está despierta, pero soñolienta; ya sabes cómo se pone. Alegre como unas castañuelas, pero nada le gusta más que remolonear en la cama. Ginny está con ella, y sabe arreglárselas para que esté lista para la cena, así que todo está en orden.

Ginny era la anciana doncella de Franni. Había sido su niñera, y vivía consagrada a su cuidado. Dado que esta vez Francesca no venía con ellos en el coche, se habían traído a Ginny para que echara una mano con Franni, que se ponía un poco maniática si la atendían doncellas que no conocía.

Francesca sirvió el té. Lo tomaron todos sentados. La tarde transcurrió plácidamente.


– Maria vergine! Impossibile!

Gyles estaba en su habitación vistiéndose para la cena; oyó las exclamaciones y la torrencial parrafada en italiano que las siguió, procedente de una voz masculina inconfundible.

Wallace, que sostenía el fular de Gyles, se paró en seco.

– Ferdinando. -Dejó la banda de lino a un lado-. Me lo llevaré de allí inmediatamente.

– No. -Gyles alzó una mano indicando a Wallace que se detuviera; aunque no entendía lo que decía, oía que Francesca estaba hablando-. Quédese aquí.

Gyles se acercó a la puerta que daba al dormitorio de Francesca. La abrió y vio a Millie de pie en mitad de la habitación, con la vista fija en la puerta que conducía al cuarto de estar de Francesca, por la que llegaba otra parrafada desenfrenada en italiano.

Millie se sobresaltó al entrar Gyles en el cuarto. Él cruzó hasta la puerta abierta, ignorándola.

En medio de su cuarto de estar, estaba Francesca de pie, envuelta en una bata, con los brazos cruzados y esperando a que Ferdinando se quedara sin aliento.

Cuando esto ocurrió y paró un momento, habló ella en un tono que puso con eficacia fin a sus esperanzas.

– Se supone que es usted un chef con gran experiencia. Escapa a mi comprensión que sea, como dice, incapaz de llevar a la mesa una comida de cierto mérito antes de las ocho, pese a habérsele avisado esta mañana de que hoy la cena sería a las siete.

Él respondió con otro torrente de italiano; una vez que hubo comprendido lo que básicamente quería decir, Francesca lo hizo callar levantando una mano.

Con expresión severa, lo examinó primero y luego asintió.

– Muy bien. Si no es usted capaz de cumplir con sus obligaciones, Cook se ocupará de todo. Estoy segura de que ella sabrá arreglárselas para dar de comer a su señor de forma adecuada a las siete.

– ¡No! No podéis… -Ferdinando ahogó aquellas palabras-. Bellisima, os ruego…

Francesca lo dejó parlotear un poco más antes de cortarlo con un gesto seco de la mano.

– ¡Ya basta! Si es la mitad de buen cocinero de lo que usted se cree, tendrá una comida magnífica lista para servir -echó un vistazo al reloj de la repisa de la chimenea- antes de una hora. -Volviendo a mirar a Ferdinando, le señaló la puerta-. ¡Ahora váyase! Y una cosa. Nunca más se le ocurra venir a buscarme aquí. Si desea hablar conmigo, consulte con Wallace, como procede. No consentiré que perturbe el trabajo de los empleados de mi marido: está usted viviendo en Inglaterra y debe atenerse a las costumbres inglesas. Ahora, fuera. ¡Fuera! -Con un gesto intensamente italiano, le despachó.

Abatido, Ferdinando se retiró con el rabo entre las piernas, cerrando la puerta tras de sí.

Francesca contempló la puerta y luego asintió enérgicamente. Giró sobre sus talones y se dirigió de vuelta a su dormitorio, aflojándose de camino el cinturón de la bata. Se aproximó a la puerta…, y sólo entonces reparó en que Gyles estaba plantado bajo el marco.

Repasando mentalmente algunos de los pasajes más apasionados del parlamento de Ferdinando, Francesca se lamentó para sus adentros. No había necesidad de preguntarse mucho por los motivos de la expresión pétrea de su marido. Entendía el italiano lo bastante bien como para haber traducido lo peor de los histrionismos de Ferdinando. Gyles había apartado de ella su mirada, dura como el granito.

– Podría mandarlo de vuelta a Londres. -Volvía a mirarla a la cara-. Si lo deseáis…

Ella ladeó la cabeza y reflexionó. Consideró el hecho de que Ferdinando había puesto en riesgo, sin ser consciente de ello, su puesto de trabajo. Consideró la revelación de que su marido era un hombre extraordinariamente celoso. No había bajado la mirada a pesar del hecho de que su bata se había abierto y ella llevaba debajo únicamente un fino camisón corto. Sacudió la cabeza.

– No. Si habéis de ejercer alguna influencia en los círculos políticos, tendremos que dar cenas, y ahí nos serán de utilidad las habilidades de Ferdinando. Es mejor que se acostumbre a que podemos salirle con requerimientos inesperados aquí, ahora, que más adelante, en Londres.

Gyles no apartaba la mirada de su rostro. Su expresión no se había suavizado en absoluto, pero tuvo la impresión de que había acertado en lo que había dicho: lo suficiente como para apaciguar el ánimo posesivo que acechaba tras sus ojos. Entonces él ladeo la cabeza.

– Si pensáis que será capaz de adaptarse, puede quedarse. Ella dio un paso adelante. Él bajó la mirada, como una cálida caricia, hacia sus pechos, su estómago y sus piernas desnudas.

Retrocedió un paso permitiéndole pasar al dormitorio. Desvió la mirada hacia Millie.

– Una cosa. -Había bajado la voz de forma que sólo ella pudiera oírle. Sus ojos se encontraron al girarse ella-. No debe volver a poner el pie en esta ala.

– ¿Habéis oído todo lo que he dicho?

Él asintió.

– Entonces ya sabéis que no lo hará.

Él le sostuvo la mirada un instante más, y luego asintió adustamente. Miró a Millie.

– Dejaré que acabéis de vestiros.


Gyles estaba sentado a un extremo de la mesa dispuesta para cenar, con Henni a su izquierda y Ester a su derecha, y trataba de permanecer atento a su conversación. Trataba de evitar que su mirada se desviara hacia su esposa, al otro extremo de la mesa, con ese aspecto glorioso vestida de seda moteada. Trataba de evitar que volviera a infiltrarse en su cabeza la escena que había presenciado en su cuarto de estar.

Le había pillado desprevenido el ánimo posesivo que se había apoderado de él, poderoso, contundente y perturbador. Igual de desprevenido que la calma con que ella había actuado, la sangre fría con que había tratado al italiano, y la lealtad, sólida como una roca, inquebrantable, que había percibido bajo sus palabras.

¿Era eso lo que el amor significaba? ¿Lo que contar con su amor significaría? ¿No tener nunca que preocuparse, que hacerse preguntas, que dudar de hacía dónde se inclinaba su lealtad?

Trató de despejarse la cabeza, pero sin conseguirlo. Contestó distraídamente a una pregunta de Henni, incapaz de apartar sus pensamientos de aquel trofeo.

Ella había hablado en términos de «nosotros». Lo había hecho instintivamente, sin segunda intención: así era como ella pensaba de verdad, como les veía a ellos, y sus vidas.

El bárbaro que llevaba dentro quería eso, quería hacerse con el trofeo y regodearse en él, en tanto que el caballero se había persuadido de que nunca desearía semejante cosa en absoluto.

– Gyles, deja de pensar en las musarañas.

Se centró, y rápidamente se puso en pie al ver que Henni, Ester y las demás damas se levantaban.

Henni sonrió. Le dio unas palmaditas en el brazo al ir a salir.

– No te entretengas tanto con el oporto esta vez. Tengo una respuesta para tu pregunta.


La única pregunta que Gyles podía recordar era su deseo de conocer la opinión de Henni sobre Franni. Eso no era incentivo suficiente para hacerle abreviar el tiempo que estuvo en la acogedora compañía de Charles y Horace para precipitarse a la sala de estar, donde se vería expuesto una vez más a la perturbadora presencia de Franni.

Nadie más parecía encontrarla inquietante; un poco rara sí, pero no inquietante.

Al cabo de cuarenta minutos, vació su copa y se inclinó ante lo inevitable.

Desde la entrada de la sala de estar, recorrió con la mirada la reunión de las damas y localizó a Francesca hablando con Henni junto a la chimenea. Charles y Horace fueron tranquilamente a reunirse con lady Elizabeth y Ester, que estaban sentadas en la chaise longue.

Franni estaba en un sillón al lado de Ester; Gyles percibió su pálida mirada azul al acercarse junto a Francesca, pero no dio señal de haber reparado en ella.

– ¡Bueno, aquí estás! -Henni se volvió hacia Francesca-. Vas a tener que meterle en cintura, querida: se han entretenido demasiado con el oporto para tratarse de una simple reunión familiar. -Henni sacudió la cabeza en una clara señal de desaprobación-. No podemos permitir que desarrolle malos hábitos. -Le dio a Francesca unas palmaditas en la mano y fue a reunirse con las que estaban en la chaise longue.

Gyles la observó marchar y luego miró a los ojos color esmeralda de Francesca.

– ¿Tenéis intención de meterme en cintura, señora? Ella le sostuvo la mirada, y al cabo sus labios se curvaron en una sonrisa. Con una caída de párpados, se inclinó hacia él, y bajó la voz hasta aquel tono ahumado y sensual que a él le prendía directamente el fuego en el cuerpo.

– Os meto en cintura todas las noches, milord. -Le miró a los ojos y luego arqueó una ceja-. Pero tal vez debierais recordármelo esta noche. No quisiera que desarrollarais malos hábitos.

Los dedos de él se habían encontrado con los de ella; le acarició la palma de la mano. Se la llevó a su boca.

– Os lo recordaré, podéis estar tranquila. Hay un hábito o dos que tal vez queráis probar.

Ella alzó las cejas en ladina consideración, y luego se giró al unírseles Horace. Gyles se enteró de que había sido Horace quien había informado a Francesca de dónde se habían escondido las urnas y jardineras del patio de entrada. Viéndola camelarse a su tío, tuvo que rendirse ante la evidencia de su habilidad: Horace no era en absoluto sensible a los halagos y, sin embargo, se mostraba más que dispuesto a hacerle el juego a Francesca.

El gesto de echar un vistazo en torno a la habitación, dando un repaso a sus huéspedes, fue puramente reflejo. Todos estaban charlando; todos menos Franni. La mirada de Gyles se detuvo en ella: había supuesto que la encontraría aburrida, tal vez de morros. En cambio…

Tenía una expresión de suficiencia, no había otra forma de describirla. Sólo le faltaba abrazarse a sí misma en un rapto de autocomplacencia. Tenía la vista puesta en Francesca y él, pero no les estaba viendo, en realidad: no había reparado en que él la estaba mirando. Sus labios dibujaban una sonrisa peculiar, distante. Su expresión entera hablaba de pensamientos recónditos y figuraciones placenteras.