Gyles se acercó más a Francesca. La expresión de suficiencia de Franni se acrecentó. Estaba observándoles, no cabía ninguna duda al respecto.

Frances Rawlings era una mujer sumamente extraña. Horace se volvió hacia Gyles.

– ¿Cómo va el puente?

Francesca empezó a escuchar la respuesta de Gyles, luego le apretó los dedos, se soltó de su mano y se acercó tranquilamente a Franni.

– ¿Estás bien? -Con un frufrú de faldas de seda, se sentó en el brazo del sillón de Franni.

– ¡Sí! -Franni se reclinó, sonriendo-. Ha sido una visita encantadora. Estoy segura de que ahora vendremos más a menudo.

Francesca correspondió a una sonrisa. Llevó la conversación al tema de la mansión Rawlings, evitando toda mención a Bath.

Charles y Ester se les unieron; Francesca se puso en pie para que pudieran hablar más fácilmente. Entonces Ester se sentó en el brazo del sillón para hablar mejor con Franni. Charles puso la mano sobre el brazo de Francesca. Ella se volvió a mirarlo.

– Querida mía, ésta ha sido una estancia tan agradable… He de decir que me ha hecho sentir que tenía toda la razón al apremiarte a aceptar la oferta de Chillingworth. Verte tan bien adaptada me ha tranquilizado del todo.

Francesca sonrió.

– Estoy feliz y muy contenta de que hayan venido y llegado a conocer a lady Elizabeth, Henni y Horace: somos parientes, después de todo.

– Desde luego. Es una pena que estemos tan poco en contacto.

Francesca no dijo nada de sus planes, sus propósitos familiares. Ya habría tiempo cuando los pusiera en marcha. Pero estaba sinceramente contenta y aliviada por lo bien que había transcurrido la visita en general. Era, en cierto modo, una primera pluma en su sombrero social.

Ester se levantó, y la conversación derivó hacia su viaje del día siguiente. Franni hizo un comentario quejumbroso sobre el desvío a Bath; Charles se sentó en un extremo de la chaise longue para tranquilizarla al respecto.

Ester le arqueó una ceja a Francesca, y luego murmuró:

– Ojalá no se niegue a tomar las aguas cuando estemos allí.

– ¿De verdad la ayudan?

Ester miró a Franni, y luego dijo en voz baja:

– Franni se parece mucho a su madre… Elise murió, como sabes. No podemos estar seguros, no obstante, pero Charles vive con esa esperanza.

Antes de que Francesca pudiera introducir su siguiente pregunta, Ester dijo:

– Todavía no le he hablado a Charles del caballero de Franni. Lo haré cuando lleguemos a casa. No hay por qué preocuparse antes del tema. Pero sí que hablé con Franni, y me dijo que el caballero existía, pero que definitivamente no se trataba de Chillingworth. -Ester miró a Francesca a los ojos-. Eso debió de desazonarte tanto…, me alegra que al menos hayamos aclarado eso.

Francesca asintió.

– Ya me escribirá usted para contarme…

– Por supuesto. -Ester volvió a mirar a Franni, a Charles inclinado cerca de ella, hablándole despacio y claramente-. Ha mejorado, ¿sabes? -Al cabo de un instante añadió suavemente-: Quién sabe… Tal vez pasarán las nubes.

El tono de voz de Ester, mezcla de vulnerabilidad y tristeza, hizo que Francesca se tragara sus preguntas.

Al otro extremo de la chaise longue, Gyles hizo un aparte con Henni.

– Vamos al grano. ¿Qué respuesta tiene para mí?

Henni miró hacia donde Franni estaba desplomada en su sillón, con Charles inclinado sobre ella.

– Es rara.

– Lo sé -replicó Gyles con toda intención.

– Estaría tentada de decir que es algo boba, o, por usar una expresión vulgar, aunque muy apropiada, que está un poco tocada de la chaveta, y, sin embargo, tampoco es eso. Es perfectamente lúcida, aunque un poco simple, pero, después de estar un rato hablando con ella, la miras a los ojos y te preguntas si realmente está allí, y con quién has estado hablando.

– Ah, del todo: no es peligrosa, lo mires por donde lo mires. Es más un caso de ausencias. -Henni miró a Francesca-. No hay nada parecido por la parte de los Rawlings: Frances debió heredarlo de su madre, aunque Ester es cabal a más no poder. -Henni miró a Gyles-. En nuestra rama de la familia siempre hemos tenido la cabeza muy dura, y por todo lo que he podido oír de la madre de Francesca, era una mujer de carácter fuerte; tanto como para acogotar al viejo Francis Rawlings. Dudo mucho que algún rasgo de Frances vaya a pasar a esta rama de la familia por Francesca.

Gyles pestañeó. Miró a Francesca, que ahora intercambiaba cotilleos con su madre.

– Eso ni se me había pasado por la cabeza. -Al cabo de un momento, sin haberle quitado los ojos de encima a Francesca, murmuró-: No hay ni un componente de su comportamiento que quisiera cambiar.

Por el rabillo del ojo, vio sonreír a Henni. Luego, ella le dio unas palmaditas en el brazo y dijo rezongando:

– Horace no para de decir que eres un tipo afortunado: por lo que a mí respecta, estoy de acuerdo con él.

Gyles la miró.

– Gracias por su opinión.

Henni lo miró con ojos muy abiertos.

– ¿Cuál de ellas?

Gyles sonrió. Echó a andar, tirando de Henni, y volvieron a las conversaciones generales. Él fue a situarse junto a Charles, para compartir algunas palabras cordiales, ignorando la mirada desorbitada de Franni.

Se irían al día siguiente por la mañana; por Francesca, soportaría las rarezas de Franni una hora más, la última.

Capítulo 14

A la mañana siguiente despidieron a los huéspedes. Cuando el carruaje de Charles hubo tomado la curva del paseo, Francesca suspiró. Gyles la miró, complacido porque el suspiro fue de satisfacción.

– Estaba pensando en ir a caballo a echar un vistazo al puente. -Esperó a que ella levantara la vista y sus ojos se encontraran para preguntar:

– ¿Os gustaría venir?

Esperaba ver brillar sus ojos ante la perspectiva; no quedó decepcionado. Pero luego ella compuso un mohín de contrariedad; la luz se apagó.

– No… Hoy no. He hecho tan poca cosa estos tres últimos días que tengo trabajo que recuperar. Falta sólo una semana para la fiesta de la cosecha, y tengo empeño en que todo salga perfecto.

Él vaciló antes de decir:

– No es necesario que vaya a ver el puente hoy. ¿Puedo ayudaros en algo?

La decepción en los ojos de Francesca se disipó. Sonriendo, le cogió del brazo para volver a entrar en la casa; iba mirando al suelo.

– Si pudierais refrescar vuestra memoria y decirme todo lo que consigáis recordar del día de la fiesta de la cosecha, me sería de gran ayuda: qué se hacía, cuándo, etcétera. Cook sabe algunas cosas, la señora Cantle sabe otras, y vuestra madre y vuestra tía aún recuerdan otras partes, pero no encuentro a nadie que tenga recuerdos de infancia del día. -Le miró-. Pero vos deberíais. Hay muchos niños en la hacienda, y quiero que el día esté repleto también de cosas para ellos.

– Si no es así, tendremos que andar pescándolos del estanque y la fuente. Eso era lo que pasaba siempre que la chiquillería se aburría.

– Andar mojado en esta época del año no es nada prudente, así que debemos asegurarnos de que los más pequeños no se aburran.

– A mí mojarme nunca me hizo daño. -Gyles la condujo hacia su despacho.

– Eso -afirmó ella al traspasar el umbral- no es lo que dijo vuestra madre.


Pasaron el resto del día organizando su fiesta de la cosecha: la primera en veintiocho años. Gyles le contó sus recuerdos, y luego añadieron los acontecimientos mencionados por lady Elizabeth, Henni y Horace.

Después de comer, convocaron a Wallace, Irving, la señora Cantle y Cook. A última hora de la tarde ya tenían un plan de batalla.

Gyles se sentó en un sillón a observar a «la generala» Francesca sentada tras su escritorio mientras trazaba las líneas maestras de su campaña. Sus tropas estaban desplegadas por la habitación en sillas, asintiendo y, ocasionalmente, intercalando una sugerencia o una corrección. Un entusiasmo palpable flotaba por el cuarto.

– Sé dónde podemos encontrar barriles del tamaño adecuado para el juego de las manzanas -se ofreció Irving. Wallace asintió.

– Y tendremos que hablar con Harris para que se ocupe de la cerveza.

– Sí, desde luego. -Francesca garabateó una nota-. A ver, Cook: ¿aconsejaría que le encargáramos los pastelitos a la señora Duckett? -Sí: mi pan es tan bueno como el suyo, pero nadie en los alrededores tiene tan buena mano como ella para la repostería. Y estará emocionada de volverlo a hacer, además.

– Muy bien. -Francesca garabateó un poco más y luego levantó la vista-. Veamos, ¿hemos olvidado algo?

Todos sacudieron la cabeza. Contrayendo los labios, Gyles aventuró:

– Edwards.

Todos se quedaron parados e intercambiaron miradas; al cabo, Wallace se aclaró la garganta.

– Si quisierais que la señora Cantle y yo nos ocupemos de Edwards, señora, creo que podemos organizar todos los arreglos sin ocasionar molestias innecesarias.

Francesca bajó la vista para ocultar su sonrisa.

– Desde luego, puede que eso sea lo mejor. Muy bien. -Dejando la pluma, les dirigió una mirada general-. Pues ya está; si todos hacemos la parte que nos toca, estoy segura de que resultará un día maravilloso y más que memorable.


– Despertad, dormilona.

Francesca se arrebujó más bajo la sábana de seda y trató de liberarse de la mano que la agarraba por el hombro, sacudiéndola suavemente.

– Son más de las ocho y hace una mañana despejada -le susurró al oído una voz familiar-. Venid a montar conmigo.

Ella frunció el ceño.

– Ya lo hemos hecho, ¿no?

Él se rió, con el pecho contra su espalda, mientras la balanceaba.

– Quiero decir por las colinas, montando a Regina. Debe echar de menos vuestras carreras.

– Ah. -Desperezándose, Francesca se echó atrás el pelo. Gyles estaba repantigado en su cama, vestido ya pero sin fular ni chaqueta. Sentándose más erguida, atisbó más allá de él, por la ventana.

– ¿De verdad hace buen día?

– Todo lo bueno que se puede esperar en esta época del año. -Se levantó y se encaminó a su habitación, dirigiéndole una mirada retadora-. Vámonos.

Francesca salió de la cama haciendo acopio de voluntad. Para cuando apareció Millie con su agua y se hubo lavado y puesto el traje de montar, la perspectiva de despejarse con una galopada ya le avivaba la sangre. Millie había dejado los guantes y la fusta sobre la cama; los recogió con presteza y miró a su alrededor.

– ¿Y mi gorro?

Millie tenía la cabeza enterrada en el ropero.

– Sé que estaba aquí con la fusta y los guantes, pero no lo encuentro.

Francesca oyó ruido de zancadas en el pasillo, y a continuación llamaron a la puerta.

– No importa. Ya rebuscarás más tarde.

Gyles aguardaba en el pasillo. Le dio un repaso completo con la mirada antes de volverla a fijar en su pelo.

– No lo encontramos ahora mismo.

Él le hizo seña de ponerse en marcha y echó a andar a su lado; su mirada volvía recurrentemente a posarse en su cabeza descubierta.

– He de admitir que me he acostumbrado a esa pluma tan coqueta.

Ella le dirigió una sonrisa y empezó a bajar las escaleras.

– No necesito una pluma.

Él correspondió a su mirada y bajó detrás de ella.

– Tampoco yo.

Llegaron al patio de las cuadras y allí encontraron al rucio de Gyles ya ensillado y dispuesto, pero ni rastro de Regina. Entraron a las cuadras y se dirigieron al compartimiento de la yegua, del que se oía salir la voz de Edwards canturreando.

Él les oyó y salió a su encuentro.

– No me preguntéis cómo ha sido, pero se le ha metido una piedra. La tenía bien hincada en uno de los cascos traseros, la pobrecita. Se la acabo de quitar. -Les mostró el afilado guijarro.

Gyles torció el gesto.

– ¿Cómo es posible? No han podido meterla en el compartimiento sin que nadie lo advierta.

– No, pero ahí está, más claro que el agua. -Jacobs sacudió la cabeza-. Lo único que se me ocurre es que algún mozo agranujado no pusiera atención y una piedra se le colara con la paja. Hablaré con todos ellos, podéis estar seguro, pero ahora mismo, y lo siento en el alma, señora, la yegua no está para que la montéis.

Francesca había entrado en el compartimiento para echarle un vistazo a su pequeña; asintió y volvió a salir.

– Sí, tiene usted razón. Salta a la vista que ese casco está resentido.

Jacobs parecía incómodo; su mirada saltó de ella a Gyles.

– No estoy seguro de que tengamos otra montura adecuada, señora.

Francesca echó una rápida ojeada a los enormes caballos de caza y luego le enarcó una ceja a Gyles.

Él suspiró.