Con una máscara nueva en el rostro, ésta más frágil que su consabida imitación de Lord Byron, Lancelot recogió sus riendas.

– Una palabra de advertencia. -El tono de Gyles era una advertencia en sí mismo-. No intente siquiera pasar de visita por el castillo hasta que yo, o mi mujer, se lo autoricemos.

Lancelot miró a Gyles. Y palideció. Hizo una inclinación de cabeza, dio media vuelta con su caballo con aire circunspecto, y partió a medio galope.

Francesca soltó una exhalación y reclinó de nuevo la cabeza en el pecho de Gyles.

– Es un cabeza hueca, éste.

– Eso me temo. -Durante un largo rato, se quedaron sentados, dejando pasar el tiempo. Luego Gyles dijo-: A propósito, no volveréis a montar uno de mis caballos de caza.

Francesca se recostó para mirarlo a la cara.

– No siento el menor deseo de volver a montar ninguno de vuestros caballos de caza, ¡nunca jamás!

Gyles resopló.

– Habremos de conseguiros una segunda montura.

– No; Regina me basta. No es probable que vaya a salir a montar a diario, así que si tenemos otro caballo sólo para mí, alguien tendrá que sacarlo a hacer ejercicio. -Se revolvió para quedar mirando al frente, sentada entre los muslos de Gyles.

– ¿Estáis segura?

– Sí. Y en cuanto al caballo negro, ¿qué vamos a hacer?

– Volverá él solo. Si no está de regreso en una hora, Jacobs mandará a un mozo de cuadras a buscarlo. -Asiendo firmemente con un brazo la cintura de Francesca, Gyles puso al rucio a medio galope de vuelta hacia la escarpadura.

Cruzaron las colinas sinuosas sin pronunciar palabra, luego tomaron un sendero que desembocaba en la carretera aneja a las verjas del castillo. Cuando entraron en el parque y los árboles les rodeaban, Gyles dejó que el rucio fuera al paso. Las hojas crujían bajo sus pesados cascos. Por encima de ellos, las ramas desnudas formaban una cúpula esquelética contra el cielo gris.

Habría de sentirse estremecido hasta la médula. En vez de eso, se sentía victorioso, íntimamente satisfecho, con su mujer sana y salva y cálida en sus brazos. Observó su cara, estudió su perfil.

– ¿Seguro que estáis bien?

Ella alzó la vista, con sus ojos esmeralda abiertos de par en par, y sonrió.

– Estaba asustada y conmocionada, pero ahora… -Su sonrisa se ensanchó. Llevando una mano a la mejilla de Gyles, se giró en sus brazos y le hizo acercar los labios hasta tocar los de ella. Lo besó larga y dulcemente, demorándose. Después se echó atrás y lo miró a los ojos.

– Gracias por salvarme.

Él le sonrió. Mirando al frente, hizo girar al rucio hacia las cuadras.


A la mañana siguiente, Gyles salió a cabalgar solo, dejando a Francesca dormida, caliente y saciada en su cama. Cabalgó siguiendo el río hasta llegar al puente, inspeccionó los nuevos cuchillos de la armadura y luego cabalgó hasta las colinas.

Había quien calificaba el paisaje de inhóspito: milla tras milla de terreno yermo con sólo el trinar de las alondras allá en las alturas para puntuar su soledad. Hoy, aquello le venía al pelo: necesitaba tiempo para pensar. Tiempo para reflexionar sobre los cambios que se habían producido en su vida, para tratar de entenderlos.

No había contado con que el matrimonio fuera a provocar tales cambios, una convulsión interior de tal magnitud. El matrimonio con Francesca lo había hecho. Había sabido desde el momento en que la vio que era potencialmente desestabilizadora, pero no era desestabilizado como se sentía. Ella le hablaba -al hombre, no al conde; al bárbaro, no al caballero- y él, contra todo pronóstico, se había llegado a acostumbrar a aquello. No estaba seguro de la medida en que el hecho de que hubiera entrado en su vida estaba afectando a su yo más salvaje. Quizás ella estuviera domesticando al bárbaro.

Resopló para sus adentros, y pensó en lo ocurrido el día anterior.

Pensó en todo lo que había sentido al verla dando tumbos descontrolados sobre el lomo del caballo negro desbocado. Su viejo temor había despertado, cerval, intenso: el miedo a verla caer y morir como su padre. Y, sin embargo, esta vez el miedo había surgido acompañado de una determinación firme, la de salvarla, y de la convicción de que podía hacerlo y lo haría.

Y lo había hecho.

Ayer había vivido la diferencia entre tener treinta y cinco años, y ser fuerte, y tener siete y saberse inerme. Sentía como si hubiera derrotado a viejos demonios. Era una ironía que le debiera aquello a la estupidez de Lancelot Gilmartin.

Hizo reducir la marcha al rucio conforme se fue acercando a la escarpadura. Llevó al enorme caballo a tomar el sendero que conducía al castillo, bajando por la cuesta a medio galope. Casi de inmediato, percibió un pateo extraño en sus andares. Tiró de las riendas, deteniéndolo, y desmontó. Una inspección somera confirmó que una de las herraduras de atrás estaba suelta.

Le dio al caballo unas palmadas en el cuello y le pasó las riendas por encima de la cabeza.

– Venga, viejo amigo; vamos a caminar. -Las cuadras no quedaban demasiado lejos, y él tenía aún muchos temas sobre los que meditar Como el amor, y el amar.

El día de ayer había demostrado cuan profundas eran las aguas en las que se había aventurado, pero aún sacaba la cabeza por encima de las olas. Ella le importaba, desde luego, y parecía por su parte con tentarse con aquello, con las concesiones que le había hecho. Le había permitido entrar en su vida… Hizo una pausa y lo reconsideró: ella se había abierto paso hasta su persona trecho a trecho, si había de hacer honor a la verdad. Habían alcanzado un arreglo amistoso, que no llegaba a comprometerle a amarla.

¿Era suficiente? ¿Bastaba para que ella siguiera amándolo a el Avanzando por el sendero, mirando al suelo, admitió que no lo sabía. La resolución que ella había tomado en las almenas la mañana después de la boda resonaba aún en su cabeza.

Una cosa sí sabía: él quería su amor, quería que ella lo amara ahora y siempre. El salvaje interior había agarrado ese trofeo y no estaba dispuesto a soltarlo.

La imagen de la primera vez que la había visto, el hecho de que la hubiera deseado desde aquel instante, lo había llevado a su error, a su percepción inicial de Franni; al hecho de haber sido tan idiota como para imaginar que ella hubiera resultado una esposa adecuada hasta el punto de pensar que era con ella con quien se casaba.

Dios no lo quiso. Afortunadamente, el destino lo había impedido Había sido tan arrogantemente estúpido como Lancelot en su enfoque a la hora de elegir esposa, pero el destino se había compadecido de él, desbaratando sus maquinaciones para acabar plantando junto a él, ante el altar, a la candidata idónea. Y arreglando las cosas de tal forma que, pese a su fuerte carácter, ella accediera a desposarle. Accediera a amarlo.

Se había equivocado tanto con su esposa… ¿Se equivocaba también al negarse a amarla? ¿Al no permitir que lo que podía haber entre ellos, lo que ella quería que hubiera entre ellos, creciera?

El destino había acertado de lleno en la elección de su esposa. ¿Se atrevía a confiar de nuevo al destino la naturaleza de su matrimonio? Exhalando largamente, tomó la curva que enfilaba el último tramo del sendero. A su lado, el rucio se detuvo. Gyles levantó la vista.

A un paso de distancia, una tira de cuero estaba tendida de lado a lado del camino, un poco por encima de la altura de la rodilla, atada a sendos troncos de árbol por ambos extremos.

Era una brida de los arreos de algún carro. Gyles se detuvo delante. Tiró de ella: no estaba totalmente tensa, pero tampoco cedía mucho. Miró al rucio, calculando a qué altura habría tropezado con la tira. Comprobó el cuero, comprobó los nudos con que estaba fijado. Pensó en lo que habría pasado si hubiera llegado por el camino a medio galope.

O si hubiera venido desde el otro lado galopando.

Frunciendo el ceño, desató la tira de uno de los troncos, y cruzó hasta el árbol del otro lacio enrollándosela en la mano.

Él era el principal usuario del camino. Aparte de él, sólo Francesca cabalgaba por allí. Para llevar a los caballos a hacer ejercicio, sus mozos utilizaban el sendero que corría a lo largo del río, donde los llevaban a medio galope bajo la atenta mirada de Jacobs.

Las intenciones eran evidentes. «¿Quién?» y «¿por qué?» no lo eran tanto.

No tenía enemigos, que él supiera, por la vecindad…, excepto, tal vez, Lancelot Gilmartin. Miró la tira de cuero que llevaba enrollada en la mano y se la guardó en el bolsillo; luego tomó las riendas del rucio y continuó camino abajo.

Pese a la estupidez del muchacho, no podía creer que hubiera sido Lancelot. Tanta sangre fría parecía impropia de él…, y seguro que se le habría ocurrido que podía ser Francesca la que cayera en la trampa, cosa que sin duda no querría. Por otro lado, dada la disección verbal que había hecho ella de su carácter… ¿podía su adolescente adoración haberse convertido en odio tan rápidamente?

Pero si no había sido Lancelot, entonces ¿quién? Él estaba involucrado en intrigas políticas a las que había quien se oponía con vehemencia, pero no podía imaginarse a nadie del campo contrario recurriendo a semejantes tácticas. Eso era demasiado descabellado para siquiera expresarlo en voz alta.

Se sacó la brida del bolsillo y volvió a examinarla. Estaba húmeda. Había llovido la noche pasada, pero no desde el amanecer. La brida llevaba allí tendida como mínimo desde antes del anochecer. Posiblemente más tiempo. Trató de recordar la última vez que alguien había utilizado ese camino. Charles y él habían salido a cabalgar la mañana del día en que llegaron de visita. Después de aquello, Francesca y él habían utilizado otros senderos.

Gyles llegó al patio de las cuadras.

– ¡Jacobs!

Jacobs llegó a la carrera. Gyles esperó a que le hubiera confiado el rucio a un mozo antes de enseñarle la rienda.

– Podría ser una de las nuestras; sabe Dios que las tenemos a montones tiradas por ahí. -Jacobs tensó el cuero entre sus manos-. Realmente, no podría decirlo. ¿Dónde estaba?

Gyles se lo contó.

Jacobs puso una expresión sombría.

– Les diré a los muchachos que estén al tanto. Quienquiera que la haya puesto allí podría volver para comprobarla.

– Es posible, pero lo dudo. Si usted o los muchachos ven algo o a alguien que se salga de lo normal, hágamelo saber inmediatamente.

– Sí, milord.

– Y durante la fiesta de la cosecha, quiero que las cuadras permanezcan cerradas y vigiladas.

– Sí; me ocuparé de ello.

Gyles se dirigió a la casa, tratando de arrinconar la idea que le había venido a la cabeza. El enigma de cómo se le había incrustado una piedra en un casco a la montura de su esposa si no habían sacado al caballo. De forma que la siguiente vez que había salido, Francesca había tenido que coger uno de sus caballos de caza, que no podía manejar fácilmente.

El había ido con ella y habían cabalgado por una ruta distinta, piro las cosas bien podían haber transcurrido de otra forma. Podía haber salido ella sola y cogido el sendero de la escarpadura.

Encogiendo los hombros, trató de apartar la visión resultante de su mente. No había ocurrido así, y todo seguía bien.

Eso, intentó decirse, era lo único que importaba.

Llegó a zancadas a la puerta lateral, la abrió y entró.

Capítulo 15

Los días previos a la fiesta de la cosecha fueron de frenética actividad. Gyles pasó gran parte del tiempo no perdiendo de vista a Francesca, más para calmar al bárbaro que no dejaba de darle vueltas a la cabeza que por que estuviera realmente convencido de que ella estaba en peligro. Pero mientras él la estuviera vigilando estaba segura…, y tenerla a la vista no suponía ningún sacrificio.

Su casa se llenó de vida, se llenó de lacayos en febril actividad; disfrutó viendo a Irving sucumbir bajo aquel pánico gratificador. Incluso pudo verse a Wallace dándose prisas, un acontecimiento sin precedentes. Sin embargo, casi todos sus pensamientos estuvieron centrados en Francesca, y sus sentidos sintonizados con cada matiz de su voz, con el ladearse de su cabeza cada vez que consideraba alguna cuestión, con el susurro de sus faldas cuando pasaba a toda prisa junto a él. Ella estaba en todas partes: ahora en las cocinas, en el patio de entrada al cabo de un momento.

Y cada noche acudía a sus brazos, satisfecha y feliz y ansiando compartir con él todo lo que era.

Trató, en una ocasión, de concentrarse en un boletín de noticias. Después de leer el mismo párrafo cinco veces sin conseguir quedarse con una sola palabra, se rindió y fue a ver qué tramaba Francesca en el invernadero.

Habían llegado su madre, Henni y Horace; oyó sus voces al entrar en la construcción de piedra y cristal adosada a la casa, junto a la biblioteca. Estaban con Francesca junto a una mesa de hierro forjado ubicada de forma que aprovechara el máximo posible de luz matutina. Su madre lo vio.