Gyles inclinó la cabeza y murmuró al oído de Francesca:
– Creo que deberíamos dejarles a su aire. Si nos quedamos, les recordaremos sus deberes.
Francesca se recostó contra él, plegando las manos en torno a las suyas, sobre su cintura.
– Si ven que nos marchamos, se sentirán obligados a recogerse también.
– En ese caso, lo que nos toca es desaparecer sin que nos vean, e irnos a otro sitio que no sea a casa.
El seductor murmullo le hizo cosquillas en la oreja. Sonrió.
– ¿Dónde sugerís?
Se escurrieron entre los árboles, y sólo Wallace les vio marchar. Gyles le indicó por señas que hiciera como si nada. Francesca no se sorprendió cuando, llevándola de la mano, Gyles tomó el camino que bajaba zigzagueando por el risco. Hacia el saliente en que se levantaba el capricho.
Ella sentía el corazón ligero; se reía y se dejaba arrastrar por él. Su mundo era del mismo color rosa que el cielo de poniente. Había hecho bien en refrenar su temperamento, en poner sordina a su impaciencia, en callar todas sus exigencias; en resistir el impulso de presionarlo y dejar que él llegara a amarla a su manera, a su propio tiempo.
Había practicado la disciplina más de lo que lo había hecho nunca antes en su vida, y estaba ahora obteniendo su recompensa. En disposición de recolectar la única cosecha que había anhelado jamás. Él era tan fuerte, tenía tanto control y tanta resistencia… y, sin embargo, estaba casi persuadido. Pronto lo estaría del todo, y su sueño se haría realidad.
No quedaba una sola nube oscura en su horizonte. Llegaron al saliente cuando el sol ya se ocultaba y la franja de cielo entre las nubes y el horizonte ardía con el color de las guindas. Se detuvieron a mirar; ella separó los dedos de los de Gyles, deslizó el brazo en torno a su cintura y se apoyó en él. Él volvió la mirada de la puesta de sol a su rostro, y luego más abajo. Inclinó la cabeza; sus labios rozaron la espiral de su oreja.
Ella se giró. Sus miradas se cruzaron, y luego ella bajó los párpados y estiró el cuello mientras los labios de él cubrían los suyos. Se besaron largamente, demorándose, luchando por mantener a raya el ímpetu creciente del deseo.
Pero sin acabar de conseguirlo.
– Venid al capricho.
Sus palabras, su brazo en torno a ella, urgían a sus pies a seguirle. Sus labios se tocaron de nuevo, se restregaron; se detuvieron otra vez a festejar.
Para cuando finalmente llegaron al capricho y abrieron la puerta, eran por completo presa del deseo. Francesca sonrió, sintiéndose como un gato con un tentador plato de nata; ella lo condujo al interior, hasta el centro de la habitación.
Había ido allí a menudo, atraída por la privacidad y el silencio, por el aroma de la emoción allí propagado. Éste era un lugar de alegrías calladas y placeres compartidos; el pasado lo había hecho así; ahora era de ellos. Ella se volvió y le tendió los brazos. Él cerró la puerta, la contempló y luego se le acercó lentamente.
Sus ojos se veían muy oscuros; ella le sonrió y llevó las manos a su fular. Él bajó la vista hacia sus pechos; sus dedos encontraron los lazos a ambos lados del vestido.
– Habéis reorganizado la habitación.
– Un poco. -Había desplazado a un rincón el tapiz abandonado de su madre. Éste era su sitio, pero no tenía por qué estar en el lugar central, donde él no pudiera dejar de verlo-. Le dije a Irving que hiciera traer aquí el diván. -Con un gesto de la cabeza, llamó su atención sobre el ancho diván, colocado mirando a las vistas-. Será un placer tumbarnos aquí en verano y relajarnos.
Dejó que el tono de su voz transmitiera lo que en realidad quería decir. Él levantó fugazmente los ojos hacia los de ella: los tenía turbulentos, tormentosos. Ella captó un brevísimo destello de sus intenciones, un relámpago sobre el iris gris, antes de que los dedos de él se colaran entre los lazos aflojados de su vestido y se deslizaran por sus costillas.
Soltó una risa inquieta. Riéndose, intentó apartarse: tenía muchas cosquillas, y él lo sabía. No la soltó, y el jugueteo experto de sus dedos la dejó pronto hecha un guiñapo retorcido de risa. Ella trató de escapar, pero se vio atrapada contra el diván.
– ¡Oh, parad! -Se aferró a la cabecera del diván buscando apoyo, medio doblada sobre los cojines, intentando recuperar el aliento.
Él se detuvo. Por la espalda, cerró los brazos en torno a ella, sujetándola fuerte, apretándola contra sí. Sin dejar de reír, sollozando casi, ella dejó que la enderezara, que acoplara los muslos a sus caderas. Dejó que se apretara más contra ella haciéndole sentir la potencia de su erección.
– ¿Y en otoño, qué me decís? -Su grave susurro le acarició el oído-. ¿Creéis que sería agradable tendernos aquí ahora -apretó aún más sus caderas contra ella- y relajarnos?
Imprimió a sus palabras un matiz sexual mucho más acusado que el de ella.
– Sí. -A juzgar por lo que estaba sintiendo, pronto estaría sollozando por muy distinta causa. La perspectiva hizo correr un fuego plateado por sus venas. Se pasó la lengua por los labios-. Podríamos contemplar la puesta de sol.
Sintió que él alzaba la vista, y luego le oyó murmurar, en el mismo tono pícaro y oscuro:
– Sí que podríamos.
La tenía atrapada entre él y el diván. Su vestido estaba ya desabrochado. Notó que él se encogía. Girando la cabeza, vio su chaqueta aterrizar sobre una silla cercana.
Unos brazos envueltos en suave lino se cerraron en torno a ella, las duras manos extendidas sobre sus curvas.
– Creía que ibais a observar cómo cambia el cielo. Ella volvió a mirar el horizonte. Él agachó la cabeza y le pasó los labios por la nuca. Luego rozó con labios y dientes la larga línea de su garganta, y con las manos recorrió su cuerpo.
La conocían bien, aquellas manos aviesas, libertinas, sabían hacerla estremecer, temblar, sabían cómo hacer que floreciera para él bajo sus faldas. Su toque no era delicado, sino posesivo, cada caricia más primitiva que la anterior. La hacía ansiar más, desear con un nivel de desesperación que bloqueaba la respiración en su garganta.
Tenía los pechos ya hinchados y tensos, aunque él no le había bajado aún el vestido abierto para tomarlos entre sus manos. Sentía un hormigueo en los pezones; su estómago estaba hecho un nudo de imperiosa urgencia. Él parecía saberlo; con una mano, posesivamente extendida sobre su estómago, lo acariciaba provocativamente. Con la cabeza reclinada sobre el hombro de él, gimió presionándolo con las caderas. Él deslizó la mano hacia abajo; apretándole la falda entre los muslos, la frotó una y otra vez con el canto de la mano, despacio, con toda la intención, hasta que creyó volverse loca.
– Ya… -hubo de hacer una pausa para tragar saliva-… ya he visto bastante de la puesta de sol.
– Pero aún no ha oscurecido.
Ella alzó los párpados, le pesaban. Un pálido tinte de color se estaba disolviendo rápidamente en el azul de la noche-. Sí, lo suficiente.
– ¿Estáis segura?
No había humor en la pregunta. Si le cabía alguna duda sobre quién estaba detrás de ella, si era su ávido señor y dueño o el elegante amante de suaves modales, su tono lo dejaba claro. Los brazos de acero que la sujetaban, el duro cuerpo tras el suyo, no dejaban lugar a la gentileza. Su cópula sería ardiente, furiosa: primitiva. La perspectiva, la promesa en su voz, en su cuerpo, hizo que la excitación la atravesara.
– Sí.
Las manos de él se cerraron alrededor de su cintura y la levantaron hacia delante.
– De rodillas, señora mía.
Su grave ronroneo hizo que una oleada de calor la recorriera. Él la colocó sobre el diván, con las rodillas cerca del borde. Le separó las pantorrillas, manteniendo las rodillas más o menos juntas.
– Inclinaos hacia delante. Sujetaos al borde del diván.
Así lo hizo. El diván era más ancho que una chaise longue, pero llegaba.
Él le levantó las faldas, subiéndoselas junto con la camisa interior por encima de la cintura, desnudando su trasero y sus piernas. El aire fresco acarició su carne ardorosa; la expectación la quemaba. Entonces él curvó las palmas de sus manos casi con reverencia sobre sus nalgas, acariciándolas suavemente antes de descender por la parte de atrás de sus muslos desnudos. Una se despegó de ella; ella lo imaginó desabrochándose los pantalones mientras con la otra mano volvía a ascender lentamente, trazando la cara interior de sus muslos con los largos dedos, más y más arriba… Se detuvo antes de tocarla.
Su cuerpo reaccionó como si lo hubiera hecho.
Se le acercó más. La aferró por las caderas con las manos.
La rotunda cumbre de su erección hizo presión entre sus muslos, tentando su carne hinchada.
Ella se habría retorcido para engullirlo, pero él le anclaba las caderas, sujetándola en el sitio mientras tanteaba y hallaba su entrada; entonces la penetró.
La tenía inmovilizada. Inexorablemente, fue empujando, llenándola centímetro a centímetro, abriendo la suavidad de su carne, reclamándola como suya. Ella creyó que había llegado tan al fondo como podía cuando la pelvis del hombre topó con sus nalgas, pero él entonces la embistió, y ella soltó una exclamación ahogada.
Él retrocedió y volvió a llenarla lentamente, arremetiendo de nuevo al final, entrecortándole la respiración. Luego adoptó un ritmo lento de empuje y retirada; al cabo de un minuto, ella se derretía.
Su cuerpo se conmocionaba con cada embestida, cada vez que, posesivamente, él la hacía suya.
Trató de separar sus rodillas, de ganar algo de iniciativa en aquella danza. Las rígidas columnas de las piernas de Gyles no cedieron ni un centímetro. Le mantenía las rodillas atrapadas, juntas, mientras irrumpía en ella, a su capricho. Como queriéndolo confirmar, empezó a aumentar el ritmo para luego, justo cuando ella pensaba que se iban a desatar las llamas del placer absoluto, volver a ralentizarse hasta alcanzar aquel mismo ritmo regular, placentero pero que no llegaba a colmarla.
Poco podía hacer ella para influir en el guión decidido por Gyles. Únicamente, cerrar su cuerpo como un guante en torno a él y entregarse a su posesión.
Así lo hizo, y sintió que él tomaba una inspiración profunda antes de soltar sus caderas, apartar el escote de su vestido abierto, liberar su combinación, desabrochársela y cerrar las manos alrededor de sus pechos desnudos.
El calor la inundó. El roce era imperioso, codicioso incluso, como el de alguien con derechos absolutos sobre ella. El fuego fluía de sus pechos a su vientre, donde ambos se juntaban.
Él la llenaba una y otra vez, sin cesar, meciéndole las caderas con las suyas, cercándole los pechos con las manos.
La lava de su volcán interior se puso en marcha, se extendió e hizo erupción en un espasmo de ardor y deseo, como una sensación de calor al rojo vivo que surcaba hasta la última de sus venas y carbonizaba cada uno de sus nervios.
Francesca lanzó un grito y lo oyó como una canción lejana, y entonces todo lo que sentía, todo lo que sabía, se fundió en una única y exquisita sensación.
Gyles la mantuvo allí, con las manos firmemente aferradas a sus pechos mientras seguía acometiéndola con más fuerza, más a fondo, más deprisa.
Ella sintió cómo él se estremecía al fluir el poder a través suyo, sintió que se rendía y que se reunía con ella en aquel lugar donde van los amantes.
El corazón de Gyles retumbaba mientras se regodeaba en la indescriptible sensación de su cuerpo vaciándose en el de ella, tan prieto, tan caliente, tan acogedor. La sostuvo en sus brazos, llenas las manos con la plenitud de sus pechos, encendidas las ingles contra sus nalgas desnudas.
Un estremecimiento de triunfo primitivo le conmocionó los sentidos.
Ella era la cosecha que acababa de recoger. Nada en su vida le había hecho sentirse mejor, nunca.
Yacieron por fin, relajados, sobre el diván, pero ahora era noche cerrada en el exterior. Ninguno de los dos sentía el menor deseo de moverse, satisfechos en el calor del abrazo del otro.
La cabeza morena de Francesca reposaba sobre el pecho de Gyles. Él la acariciaba, deslizando los dedos entre los sedosos rizos negros. Sonrió con desprecio de sí mismo al recordar su visión original de ella como una mujer a la que sería peligroso seducir. Una mujer a la que debía temer, dada su habilidad innata para traspasar su máscara civilizada y comunicarse directamente con el bárbaro que escondía.
En eso había acertado. Eso era exactamente lo que ella hacía. Pero ya no tenía miedo de su habilidad: se regocijaba en ella.
Ignoraba por qué el destino se había compadecido de él y le había enviado a una de las pocas mujeres -la única que él hubiera conocido jamás- que no hacía ascos a sus instintos más bajos, o aún más, que parecía disfrutar con dichos instintos. No podía sino celebrar que no le hubiera quedado más opción que casarse con ella.
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