La mera idea de no tenerla como esposa bastó para hacerle tensar los brazos; ella murmuró algo y se revolvió; él aflojó su abrazo.

Bajó la vista hacia ella, y no pudo ya recordar por qué le había parecido tan importante mantener a buen recaudo a su auténtico yo, en otro tiempo. Había sido su forma de funcionar durante tantos años… Como si anular sus verdaderas emociones, su verdadera naturaleza, resultara esencial para llevar su vida adelante, para vivirla.

Ocultarle a ella ese lado de sí mismo no había sido nunca una opción; había dejado de preocuparse por ello en su noche de bodas. Estando con ella, ser él mismo, su verdadero yo, sencillamente no importaba…

Contempló la noche tras las ventanas.

Ése era el motivo por el que, con ella, se sentía completo. Tan entero. Ser él mismo, con ella, era permisible, y aun deseable. Ella se complacía en convocar al salvaje que llevaba oculto, se complacía en arrojarse a sus brazos…, se satisfacía en ofrecerse a un bárbaro entregado al saqueo y la rapiña. Y no podía importarle menos que en aquellos momentos él resultara discordante.

Sus labios se curvaron en una sonrisita complaciente. La misma discordancia en ella era elocuente: intentar entablar el mínimo grado de conversación durante la cópula era malgastar esfuerzos. No tenía más que tocarla, y se transformaba en un ser totalmente sensorial: la única vía de comunicación que a ella le interesaba era por el tacto y la sensación física.

Fijó la vista en su rostro.

Ella era un campo que labraría gustosamente durante el resto de sus días.

No creía que ella estuviera en desacuerdo.

Deslizando la mano desde su cabeza a su pecho, siguió acariciándola. Ella emitió un sonido velado, como un ronroneo, y cambió insinuantemente de postura. Él sonrió y la levantó cruzándola sobre sí.

Era el momento de volver a sembrar.

Para poder recoger otra vez la cosecha de su amor.

Capítulo 16

– Milord, ¿podríais concederme un instante de vuestro tiempo?

Gyles, sorprendido contemplando a su esposa, volvió la cabeza. Wallace había entrado en el salón del desayuno y se hallaba de pie a su lado, con una bandeja cubierta en una mano.

– También del de la señora condesa. -Wallace dirigió una reverencia al otro lado de la mesa.

El día de la fiesta había amanecido bueno, aunque brumoso. El sol brillaba benignamente sobre todos los que se afanaban por los terrenos del castillo, disponiendo caballetes y tableros. La mayor parte del personal estaba trabajando en el exterior; sólo Irving y un lacayo se habían quedado dentro para atenderles. Wallace captó la atención de Irving; Irving hizo salir al lacayo y lo siguió él mismo, cerrando la puerta tras de sí.

– ¿De qué se trata?

– Encargamos a una de las doncellas que llenara el jarrón del rellano de la escalera con ramas otoñales, milord. Para adornar el rincón de cara a la fiesta. Cuando intentó introducir las ramas, encontró cierta resistencia. Al investigar por qué, descubrió… -Wallace levantó la tapa de la bandeja- esto.

Gyles se quedó mirando un retal arrugado, verde, empapado y oscurecido. Supo lo que era antes de tocarlo con los dedos. Levantó los pedazos. La pluma, desaliñada y andrajosa, colgaba lánguidamente.

Francesca se la quedó mirando.

– Mi gorro de montar.

– En efecto, señora. Millie le había comentado a la señora Cantle que no estaba en vuestra habitación. La señora Cantle dio instrucciones a las doncellas para que estuvieran alerta por si aparecía por alguna otra parte de la casa. Cuando Lizzie lo encontró, fue derecha a llevárselo a la señora Cantle.

Gyles dio vueltas a los restos del gorro entre sus dedos.

– Lo han destrozado.

– Eso parece, milord.

Francesca hizo un gesto con la mano.

– Dejádmelo ver.

Gyles dejó caer el trapo mojado de nuevo en la bandeja. Wallace se lo acercó a Francesca. Gyles la observó recogerlo y extenderlo entre sus manos. Habían rasgado el tejido, y roto y deshecho la pluma.

Ella sacudió la cabeza.

– ¿Quién?… ¿Por qué?

– Ciertamente. -Gyles percibió el tono acerado de su propia voz. Dirigió una mirada a Wallace. Su asistente la captó, con expresión impasible. Wallace sabía tanto como él.

Francesca despejó su expresión. Dejó caer el gorro en la bandeja.

– Debe de haber sido un accidente. Tírelo, Wallace. Hoy tenemos asuntos más urgentes de qué ocuparnos.

Volviendo a cubrir la bandeja, Wallace lanzó una mirada a Gyles.

Él, frunciendo los labios, miró a su mujer.

– Francesca…

Se abrió la puerta; entró Irving.

– Lamento interrumpir, milord, pero ha llegado Harris con la cerveza. Deseabais que se os informara. -Le hizo una inclinación de cabeza a Francesca-. Y la señora Cantle me ha pedido que os diga, milady, que ha llegado la señora Duckett con sus pasteles.

– Gracias, Irving. -Francesca dejó a un lado su servilleta y se puso en pie. Sacudió la mano señalando a la bandeja-. Deshágase de eso, Wallace, por favor.

Avanzó a lo largo de la mesa, dirigiéndose a la puerta. Gyles estiró el brazo y la agarró de la muñeca.

– Francesca…

– No es más que un gorro echado a perder. -Inclinándose hacia el, enredó los dedos con los suyos y se los apretó suavemente-. Dejadlo estar. Tenemos mucho que hacer, y quiero que todo salga perfecto.

Había una súplica en sus ojos. Gyles sabía lo mucho que había invertido en la fiesta, lo mucho que necesitaba que el día fuera un éxito. Le sostuvo la mirada.

– Hablaremos de ello más tarde.

Ella le dedicó una sonrisa gloriosa y se soltó de su mano.

Él se levantó y la siguió, hacia el laberinto del día.


La estuvo siguiendo la mayor parte del día, no pisándole los talones, pero sin apenas perderla de vista. Cuanto más pensaba en su gorro hecho jirones, menos le gustaba. Nunca había hecho de anfitrión de la fiesta de la cosecha, pero llevaba el papel dentro. Se paseaba por el césped, saludando a los arrendatarios y sus familias, parándose a charlar con quienes tenían alquiladas las tiendas de la aldea. Se cruzó con su madre y con Henni, que hacían lo mismo, y luego bajó hasta las dianas de los arqueros para ver cómo le iba a Horace.

Mientras estuvo allí, hizo entrega de los premios ganados hasta el momento, prometiendo que más tarde escoltaría a su condesa hasta el lugar para otorgar los trofeos más importantes. Al alejarse de las dianas, vio a Francesca charlando animadamente con la mujer de Gallagher.

La informalidad era la tónica del acontecimiento. Hoy era el día en que el conde y la condesa se codeaban con sus arrendatarios, se veían con ellos de hombre a hombre y de mujer a mujer. No era un desafío que cualquier dama de buena crianza hubiera afrontado de buen grado, pero Francesca lo estaba disfrutando. Sus manos bailaban mientras hablaba; le brillaban los ojos. Su rostro se animaba con interés, su expresión era toda atención. Gyles se estaba preguntando qué lugar común encontraba tan interesante cuando la vio bajar la vista y sonreír. Siguió su mirada con los ojos y vio a la hija pequeña de Sally agarrada a la parte de delante de sus faldas.

La pequeña estaba fascinada con Francesca; sonriente, Francesca se había inclinado para hablar con ella.

Vestida con un traje de paseo de color marfil y rayas verdes, Francesca resultaba fácil de distinguir entre la multitud. Mientras reía, se enderezaba y se separaba de Sally, más gente acudía a reclamar su atención. A Gyles le hubiera gustado reclamarla para sí; en vez de eso, se volvió para saludar al herrero.

Sólo estaban presentes quienes tenían relación con la hacienda. En consecuencia, Gyles no tuvo por qué estar al tanto de si veía a Lancelot Gilmartin con sus teatrales poses. Sí que se preguntó, no obstante, si Lancelot pudiera tener algo que ver con el gorro destrozado de Francesca.

Finalmente, Francesca quedó libre. Gyles la tomó de la mano y se la colgó del brazo. Ella le sonrió.

– Todo está saliendo a la perfección.

– Con vos, Wallace, Irving, Cantle, mamá y Henni supervisando lo, no veo cómo podría resultar de otro modo.

– Vos también estáis desempeñando vuestro papel admirable mente.

Gyles resopló.

– ¿Ha venido de visita Lancelot Gilmartin desde nuestra exclusión a los Túmulos?

– No; no desde aquel día.

Gyles se detuvo.

– ¿Había venido antes?

– Sí, pero ya había dado instrucciones a Irving para que le dijera que yo no estaba, ¿no os acordáis?

Gyles siguió paseándola; quienes aguardaban su turno con ella podían esperar un poco más.

– ¿Podría haber tenido Lancelot algo que ver con vuestro gorro destrozado?

– ¿De qué manera? El gorro estaba en mi habitación.

– Vos pensabais que estaba en vuestra habitación, pero podríais haberlo dejado en cualquier sitio. Por más que el castillo esté lleno de empleados, es tan enorme que alguien podría colarse dentro fácilmente sin ser visto.

Francesca sacudió la cabeza.

– Me parece inconcebible. Es posible que se enfadara, pero tomarla con mi gorro de montar me parece tan estúpido…

– Una reacción pueril. Por eso mismo he pensado en Lancelot.

– Creo que le estáis dando demasiada importancia al incidente.

– Yo creo que vos no os lo estáis tomando tan seriamente como merece. Pero si no ha sido Lancelot…

Gyles se detuvo; Francesca lo miró y luego siguió la dirección de su mirada. Estaba observando la hondonada en donde se estaba asando un buey entero bajo la rigurosa supervisión de Ferdinando.

– Tiene aún menos sentido sospechar de Ferdinando. Él sí que no está en absoluto enfadado conmigo, ni con vos.

Gyles la miró.

– ¿No le molestó que no os mostrarais receptiva a sus apasionadas súplicas?

– Es italiano: todas sus súplicas son apasionadas. -Sacudió el brazo de Gyles-. Os estáis preocupando por nada.

– Vuestro gorro de montar, una de vuestras prendas favoritas, fue deliberadamente hecho trizas y hallado escondido en un jarrón. No dejaré pasar el asunto hasta haber descubierto quién lo hizo.

Ella exhaló entre dientes. Un granjero y su mujer se les acercaban tímidamente.

– Qué obstinado sois. No es nada. -Con una sonrisa deslumbrante, se soltó del brazo de Gyles.

– Está muy claro que es cualquier cosa menos «nada». -Gyles hizo educadamente una inclinación de cabeza al granjero y se adelantó a saludarlo.

Se separaron. Pese a sus propósitos en contrario, Francesca se sorprendió volviendo en sus pensamientos al misterio de su gorro destrozado. Tenía que haber una explicación sencilla.

Después de pasar quince minutos con un grupo de doncellas que se deshacían en risitas, estuvo segura de haberla encontrado. Cuando Gyles volvió para escoltarla hasta el campo de tiro con arco, sonrió y le tomó del brazo.

– Ya lo tengo.

– ¿Ya tenéis qué?

– Una explicación lógica para lo de mi gorro.

Gyles afiló la mirada.

– ¿Y bien?

– Para empezar, si alguien hubiera querido arruinar mi gorro para entristecerme, para vengarse por algo que yo hubiera hecho o dejado de hacer, no lo habría escondido en ese jarrón. Podían haber pasado meses, o incluso años, antes de que lo encontráramos.

Gyles frunció el ceño.

– Pero -prosiguió ella-, ¿y si yo lo hubiera olvidado en alguna parte y lo hubieran estropeado accidentalmente, con cera para muebles, pongamos por caso? Cualquier doncella se habría espantado; habría estado convencida de que sería despedida, aunque vos y yo sepamos que eso no ocurriría. ¿Qué haría una doncella? No podría esconder el gorro y llevárselo: sus vestidos y delantales carecen de bolsillos. De forma que lo escondería donde nadie pudiera encontrarlo.

– Lo destrozaron e hicieron jirones.

– Eso pudo ocurrir cuando la doncella intentara poner las ramas en el jarrón. Acabo de hablar con ella. Ha dicho que el gorro estaba en redado en el extremo de las ramas cuando las sacó para ver cuál era el problema.

Francesca sonrió conforme se acercaban a la multitud reunida al rededor del improvisado campo de tiro.

– Creo que deberíamos olvidarnos de mi gorro. Sólo era un trozo de terciopelo, después de todo. Siempre puedo hacerme con otro.

Gyles no tuvo ocasión de responder; ella escurrió la mano de su brazo y se adelantó a entregar los trofeos del concurso de tiro con arco para hombres. Él se quedó atrás; sus pensamientos siguieron dando vueltas en torno al gorro.

Un trozo de terciopelo y una pluma juguetona. Puede que realmente no fuera nada de valor, pero dijera ella lo que dijera, era una de sus prendas favoritas. Él mismo le había tomado apego.