Apoyando los hombros contra un árbol, la observó, cuidando de mantener una expresión relajada, impasible. Su explicación tenía sentido; eso había de admitirlo. Aparte de Lancelot y Ferdinando, no se le ocurría nadie que hubiera podido querer darle un disgusto. Incluso imaginar semejante acción por parte de ellos era ya sacar las cosas de quicio…
Según los empleados, Lancelot no había sido visto por la hacienda desde que se le advirtió que no se acercara, y aunque ella lo hubiera reprendido, Ferdinando parecía sentir por Francesca la misma devoción que siempre le había profesado. Lo que resultaba aún más revelador, siendo Lancelot y Ferdinando lo bastante aficionados a los gestos dramáticos como para destrozar el gorro, nunca hubieran escondido sus restos, tal y como ella había observado: ¿dónde estaría el gesto si no?
De forma que… la destrucción del gorro era un desafortunado accidente. Lo único que podían hacer era encogerse de hombros y olvidarse.
Esa conclusión no alivió la tensión de su pecho, ni su inclinación compulsiva a permanecer vigilante y alerta.
Entre risas y vítores, Francesca volvió de las dianas de los arqueros. Él echó a andar a su lado. Ella sonrió y le permitió tomarla de la mano, colocándola sobre la manga de su chaqueta. Le permitió retenerla junto a él el resto del día.
La fiesta de la cosecha fue un éxito clamoroso. Cuando el sol se iba poniendo y los arrendatarios se marchaban por fin a casa, Francesca y Gyles se reunieron con su personal y ayudaron a desmontar los caballetes y llevar al interior todo lo que fuese perecedero antes de que las brumas del río se extendieran por el parque. Lady Elizabeth, Henni y Horace también echaron una mano. Cuando estuvo todo hecho, se quedaron a cenar: una simple sopa, seguida de unos entrantes fríos.
A lady Elizabeth, Henni y Horace les llevó a casa Jacobs en un coche, y todos los habitantes de la casa cayeron rendidos en sus camas.
No fue hasta mediados del día siguiente que las cosas volvieron a la normalidad.
Gyles y Francesca estaban sentados a la mesa para comer, sirviéndose de las fuentes que Irving y un lacayo les ofrecían, cuando Cook asomó la cabeza por detrás de la puerta para entrar luego sigilosamente. Francesca la vio y le sonrió.
Cook hizo una reverencia.
– Venía sólo a traerle esto a Irving. -Levantó en la mano una botella de cristal con tapa de plata-. Vuestro aliño especial.
A Francesca se le iluminaron los ojos.
– ¡La ha encontrado! -Extendió el brazo.
Cook le pasó la botella.
– Estaba en una repisa de la despensa, muy apartada. He dado con ella cuando iba a guardar parte de la mermelada.
– Gracias. -Francesca sonrió, encantada. Cook hizo una inclinación de cabeza y se retiró.
Gyles observó a Francesca agitar vigorosamente la botella y rociar las verduras con la emulsión.
– Pasádmelo. -Extendió una mano cuando ella hubo acabado-. Dejádmelo probar.
Ella le tendió la botella. Tenía una tapa cónica con un agujero en la parte superior.
– ¿Qué lleva?
Ella cogió su cuchillo y tenedor.
– Una mezcla de aceite de oliva y vinagre, con varias hierbas y aderezos.
Gyles hizo lo que había hecho ella, dejando caer un chorrito del líquido ya agitado sobre las patatas, zanahorias y alubias. Agachó la cabeza y olisqueó; se reclinó contra la silla.
Miró la botella, que sostenía todavía en la mano; miró a Francesca, que se llevaba una rodaja de zanahoria a los labios…
Se lanzó sobre la mesa y la agarró de la muñeca.
– ¡No os comáis eso!
Ella se le quedó mirando con ojos como platos.
Estaba mirando el trozo de zanahoria alanceado en su tenedor; se veía brillante con su ligera capa de aliño. La forzó a bajar la mano.
– Dejadlo.
Ella soltó el tenedor. Cayó sobre su plato repiqueteando.
– ¿Milord?
Irving estaba sobre su hombro. Echándose atrás, con los dedos cerrados aún en torno a la muñeca de Francesca, Gyles le alcanzó la botella a su mayordomo.
– Huela eso.
Irving cogió la botella y olisqueó. Abrió mucho los ojos. Miró fijamente la botella.
– ¡Vaya, a fe mía! ¿No huele a…?
– Almendras amargas. -Gyles miró a Francesca-. Haga venir a Wallace. Y a la señora Cantle.
Irving envió al lacayo a la carrera. Él mismo retiró en un santiamén los platos que tenían delante.
Francesca estaba mirando la botella.
– Déjeme olerlo.
Irving se la alcanzó con cautela. Ella la cogió y olisqueó, luego cruzó la mirada con Gyles. Él enarcó una ceja.
– Huele a almendras amargas. -Dejó la botella sobre la mesa.
Se abrió la puerta; entró la señora Cantle, seguida de Wallace.
– ¿Milord?
Gyles se explicó. Se fueron pasando la botella. El veredicto fue unánime: el aliño olía a almendras amargas.
– No entiendo cómo es posible… -Wallace miró a la señora Cantle.
El ama de llaves, con el color subido, se volvió hacia Gyles.
– La botella la habíamos echado a faltar… Llevaba desaparecida al menos una semana. Cook la acaba de encontrar, hace sólo unos minutos.
Gyles hizo una seña a Irving.
– Traiga a la señora Doherty. -Irving partió. Gyles volvió con la señora Cantle-. Hábleme de este aliño.
– Yo pregunté si podían hacérmelo. -Francesca retorció la mano y agarró a Gyles de los dedos-. Es una costumbre que adquirí en cuanto llegué a Inglaterra… Encuentro los platos de aquí demasiado insulsos…
Llegó Cook, pálida y conmocionada.
– No tenía ni idea. Vi la botella allí, la cogí y la traje directamente: sabía que milady la había echado de menos esta semana pasada.
– ¿Quién hace el aliño? -preguntó Gyles.
La señora Cantle y Cook intercambiaron una mirada. Respondió la señora Cantle.
– Ferdinando, milord. Conocía qué era lo que describía lady Francesca; puso mucho esmero, y estaba muy convencido, de verdad, de estar haciéndolo bien.
– ¿Ferdinando?
Gyles miró a Francesca. Pudo ver en sus ojos el deseo de negar todo lo que él estaba pensando.
Cook arrastró los pies.
– Si no os importa, milord, me desharé de este mejunje endemoniado.
Gyles asintió. Cook cogió la botella y se fue.
Wallace se aclaró la garganta.
– Si queréis perdonarme el comentario, milord, yo aseguraría que Ferdinando es la última persona que habría utilizado el aliño para envenenar a lady Francesca. Adora a su señoría, y a pesar de su histrionismo ha sido siempre infaliblemente bueno en su trabajo; últimamente ha hecho todo lo que le hemos pedido sin rechistar. Desde que llegó la señora condesa, se lleva mucho mejor con Cook, que era en realidad lo único que podía reprochársele con anterioridad.
La señora Cantle asintió manifestando su acuerdo. Gyles se volvió para ver a Irving asintiendo también.
– Y -prosiguió Wallace- si Ferdinando quisiera envenenar a alguien, podría hacerlo, muy fácilmente y con bastantes menos posibilidades de ser descubierto, introduciendo veneno en los platos mucho más aderezados que él prepara, que no añadiendo almendras amargas al aliño de la señora condesa.
Gyles les miró a todos. Teniendo en cuenta lo que él estaba sintiendo, resultaba difícil inclinar la cabeza y aceptar sus razones. Al final, fue lo que hizo.
– Muy bien. Pero entonces, ¿quién puso el veneno en esa botella? ¿Quién tiene acceso a almendras amargas?
La señora Cantle hizo una mueca.
– Lo único que se necesita es un almendro, milord, y es un árbol muy común: hay tres en el prado sur.
Gyles se la quedó mirando.
Llamaron a la puerta. Cook asomó la cabeza.
– Disculpad, señor, pero pensé que esto os interesaría. -Entró, cerró la puerta y luego, inspirando profundamente, se volvió hacia todos ellos-. Estaba tirando esa porquería por el desagüe cuando apareció Ferdinando. Vio lo que estaba haciendo y me preguntó por qué. Vaya, estaba a punto de arrancarse con una de sus pataletas en italiano, así que se lo dije. Se quedó horrorizado; bien y verdaderamente horrorizado. Al principio no podía ni decir palabra. Luego dijo: «Ay, espere.» Parece ser que utilizó los últimos restos de una vieja botella de aceite de almendra; de hecho, me acuerdo que no le quedaba suficiente del de oliva la última vez que preparó el aliño, y yo le dije dónde encontrar el de almendra. Yo, es que lo uso para mis cortezas dulces, ¿sabéis? Y recuerdo que él me comentó que había tenido que usar lo último que quedaba. -Cook apretó los puños con fuerza-. Así que, en fin, puede que lo que han olido todos fuera tu aceite de almendra agriado.
Gyles miró a Wallace, y luego a la señora Cantle. Ella asintió.
– Podría ser.
Gyles hizo una mueca.
– Traiga otra vez ese mejunje.
Cook palideció.
– No puedo, milord. -Se retorció las manos-. Tiré todo por e desagüe y puse la botella a enjuagar.
Francesca se alegró de pasar el resto de la jornada tranquila, poniéndose al día con las mil decisiones necesarias para mantener en perfecto funcionamiento una casa del tamaño del castillo de Lambourn: decisiones que se habían dejado al margen mientras duraron los preparativos de la fiesta de la cosecha. A última hora de la tarde, se reunió con Wallace, Irving y la señora Cantle para tomar notas de lo que había ido bien y detallar sugerencias para el año siguiente. Gyles no se unió a ellos, sino que se retiró a la biblioteca; Francesca supuso que estaría enfrascado en sus investigaciones.
Al día siguiente, se despertó para descubrir que el sol brillaba débilmente. Llamó a Millie y se puso su traje de montar, llorando la pérdida de su gorro pero decidida a olvidarse del asunto. Al llegar al salón de desayunar, se enteró de que Gyles había salido ya a montar, como ella había supuesto. Se acabó su tostada y se dirigió a las cuadras.
– Sí… Ya tendrá ganas de echar una carrera -dijo Jacobs cuando preguntó por Regina-. La tendré ensillada en un periquete.
Como lo dijo, lo hizo. Salió tirando de la yegua y la sujetó mientras Francesca se encaramaba a la silla. Estaba metiendo los pies en los estribos cuando oyó el golpeteo de otros cascos. Dos mozos, montados en dos de los caballos de caza de Gyles, salían al paso de las cuadras.
Ella sonrió, les hizo una inclinación de cabeza y luego, tomando las riendas de Regina, dirigió a la yegua hacia el arco de las cuadras.
– Los muchachos irán a unas veinte yardas por detrás de vos, señora.
Francesca se detuvo. Miró a Jacobs pestañeando.
– Perdone… No entiendo. -Miró más allá de él, a los mozos de cuadra; tenían claramente la intención de seguirla.
Volvió a mirar a Jacobs. El jefe de cuadras había enrojecido.
– Órdenes del patrón, señora. -Se le acercó de modo que sólo le oyera ella-. Dijo que no os estaba permitido salir sola. Que si no ibais con él, yo debía mandar a dos mozos a acompañaros.
– ¿Dos? -Francesca se forzó a relajar los labios. Fuera lo que fuera lo que estaba pasando, no era culpa de Jacobs. Volvió a mirar a los mozos y luego asintió-. Como él desee.
Diciendo esto, dio un golpecito a la yegua en el costado. Regina chacoloteó hasta salir del patio.
Francesca oía a los mozos que la seguían. Su intención había sido subir hasta las colinas, cabalgar libre y veloz hasta encontrarse con Gyles. Él debía andar por allí, en alguna parte. Podían haber cabalgado juntos…
Frunciendo el ceño, tomó el sendero que atravesaba el parque.
Necesitaba pensar.
Gyles se reunió con ella en la mesa para comer. Francesca sonreía y charlaba; él respondía, pero no sonrió. No es que pusiera mala cara, pero sus ojos permanecieron encapotados, difíciles de leer. Su expresión no decía nada en absoluto.
Con Irving y sus subalternos constantemente a su alrededor, había de esperar el momento adecuado. Cuando acabaran de comer, le preguntaría si podía hablar con él…
– Si queréis disculparme, querida, tengo mucho trabajo atrasado.
Francesca se quedó mirando a Gyles mientras él rechazaba con un gesto la fuente de la fruta, dejaba su servilleta junto al plato y se ponía en pie.
Hizo una inclinación de cabeza en dirección a ella, rozando apenas su rostro con la vista.
– Os veré en la cena.
Antes de que ella pudiera decir una sola palabra, ya había abandonado la habitación.
Francesca siguió sus anchas espaldas con la mirada y dejó el cuchillo en la mesa con un chasquido.
Era posible que estuviera realmente empantanado de trabajo. En aras de la paz doméstica, Francesca pidió que le trajeran su manto y salió a dar un paseo.
Se habían amontonado las nubes; el sol había desaparecido. Había una gruesa capa de hojas bajo los robles, una densa alfombra que ponía sordina a sus pasos. Bajo las ramas desnudas, el aire estaba fresco y no corría ni una brizna, a la espera del invierno.
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