No estaba segura de que no debiera en realidad arrodillarse y dar gracias.
La imagen que evocó ese pensamiento hizo brotar de su garganta una risita que provocó un temblor en el hoyuelo de su mejilla izquierda. Luego, aquella ligereza se disipó. Quienquiera que fuera, no había ido a verla a ella; podía ser que nunca volviera a verlo. Y, sin embargo, se trataba con toda probabilidad de un pariente: había reparado en su parecido con su padre y su tío. Se adentró en la casa con el ceño fruncido.
Acababa de volver de un paseo a caballo cuando oyó a Ester llamándola. Había salido a toda prisa de las cuadras y hacia la casa. Había estado fuera más tiempo de lo acostumbrado; podía ser que Ester y Charles estuvieran preocupados. Entonces se había dado de bruces con el desconocido.
Un caballero, eso estaba claro, y posiblemente con título: era difícil determinar si Chillingworth era título o apellido. Chillingworth. Lo repitió para sí, paladeándolo. Tenía cierta sonoridad, que le iba bien al hombre. Fuera por demás lo que fuera -y se podía hacer alguna idea al respecto-, era la antítesis del caballero de provincias aburrido e insulso del tipo de los que llevaba un año evaluando. Chillingworth, fuese quien fuese, no era aburrido.
Tenía todavía el pulso acelerado, la sangre alborotada, mucho más de lo que su paseo a caballo podía explicar. La verdad era que no pensaba que la aceleración de su pulso o su falta de resuello, que sólo ahora empezaban a remitir, tuvieran nada que ver con el paseo: las habían provocado su estrecho abrazo y su sonrisa de leopardo que ha avistado su próxima presa…, y el hecho de que ella había sabido exactamente lo que él pensaba en aquel momento.
Sus ojos grises se habían encendido, lanzando chispas y oscureciéndose al tiempo, y sus labios se habían curvado de aquel modo… porque había alumbrado pensamientos perversos. Pensamientos relativos a carne apretándose contra carne desnuda, de sábanas de seda deslizándose calladamente mientras los cuerpos se movían sobre ellas siguiendo un ritmo atávico. Impúdicas imágenes que se agolpaban en su mente.
Las desterró ruborizándose y avanzó por el pasillo. Miró a su alrededor y al no ver a nadie se abanicó la cara con la mano. No quería tener que explicarle a Ester la causa de su sofoco.
Eso la llevó a preguntarse dónde estaba Ester. Entró en el ala principal y torció hacia la cocina. No había rastro de Ester. El servicio le había oído llamarla, pero no sabía hacia dónde había ido. Francesca empujó la puerta y entró al vestíbulo de entrada.
La sala estaba vacía. Los tacones de sus botas repiquetearon en las baldosas mientras la cruzaba en dirección a las escaleras. Estaba a mitad del primer tramo cuando se abrió la puerta del despacho de su tío. Ester salió, la vio y le sonrió.
– Ahí estás, querida.
Francesca dio la vuelta.
– Lo siento mucho… Hacía tan buen día que he cabalgado y cabalgado y he perdido la noción del tiempo. La he oído llamarme y he venido corriendo. ¿Ocurre algo?
– No, en absoluto. -Ester, una dama alta de rostro caballuno pero ojos rebosantes de bondad, sonrió afectuosamente al detenerse Francesca delante de ella. Extendiendo el brazo, retiró el frívolo gorro de montar de los rebeldes rizos de Francesca-. Tu tío desea hablar contigo, pero lejos de tratarse de algo malo, sospecho que te interesará mucho lo que ha de decirte. Ya te subo yo esto -Ester reparó en los guantes de montar y la fusta que Francesca sostenía en una mano y los cogió-, y esto también. Venga, adelante… Te está esperando para contártelo.
Ester señaló con un ademán la puerta abierta del despacho. Intrigada, Francesca entró y la cerró tras de sí. Charles estaba sentado ante el escritorio, estudiando una carta. Al oír el chasquido del pestillo, alzó la vista y sonrió radiante.
– Francesca, querida muchacha, ven y siéntate. Acabo de recibir una noticia de lo más sorprendente.
Mientras cruzaba en dirección a la butaca que le indicaba, no la de enfrente del escritorio sino la situada al lado, Francesca podía haberlo deducido por sí misma. A Charles le brillaban los ojos, no los tenía ensombrecidos por alguna preocupación innombrable, como tan a menudo sucedía. Su rostro, apesadumbrado con excesiva frecuencia, resplandecía ahora con inconfundible regocijo. Se dejó caer en la butaca.
– ¿Y me concierne, esta noticia?
– Pues sí, ciertamente. -Se giró hacia ella y apoyó los antebrazos en las rodillas para que su cara quedara a la altura de la suya-. Querida mía, acabo de recibir una oferta por tu mano.
Francesca le miró con asombro.
– ¿Por parte de quién?
Oyó su propia pregunta serena y se maravilló de haber conseguido formularla. Su pensamiento galopaba en doce direcciones diferentes, el corazón volvía a latirle con fuerza, sus especulaciones se descontrolaban. Tenía que batallar para permanecer inmóvil, para tener presente el no perder las formas.
– De un caballero… De un noble, de hecho. La oferta es de Chillingworth.
– ¿Chillingworth? -Su voz sonó forzada incluso para ella. A duras penas osaba dar crédito a sus oídos. Aquella visión en su cabeza. Charles se reclinó hacia delante y la tomó de la mano.
– Querida mía, el conde de Chillingworth ha hecho una propuesta formal de matrimonio.
Cuando Charles hubo acabado de explicársela, con minuciosidad exasperante y reiterativa, el asombro de Francesca era aún mayor.
– Un matrimonio concertado. -Le costaba creerlo. Si viniera de otro caballero, aún; los ingleses eran tan… flemáticos. Pero de él, del hombre que la había sostenido en sus brazos preguntándose cómo sería…, con ella… Algo no encajaba.
– Ha sido categórico en que te quedara claro ese punto. -Charles mantenía su mirada amable y seria clavada en su rostro-. Querida mía, no te apremiaría a que aceptaras si no te sintieras cómoda con el acuerdo, pero tampoco cumpliría con mi deber en tanto que tutor tuyo si no te dijera que aunque la forma en que Chillingworth ha abordado el asunto pueda parecer fría, es honesta. Muchos hombres lo sienten de la misma manera pero vestirían sus propuestas de un gusto más atractivo a fin de ganarse tu corazón romántico.
Francesca hizo un ademán desdeñoso.
Charles sonrió.
– Sé que no eres una muchacha frívola que pudiera perder la cabeza por declaraciones insinceras. Ciertamente, te conozco lo bastante bien como para estar seguro de que ningún disfraz te engañaría. Chillingworth tampoco es de los que se disfrazan, no es su estilo. Es un pretendiente de primera categoría: sus propiedades, como te he dicho, son muy extensas. Su oferta es más que generosa. -Charles hizo una pausa-. ¿Hay algo más que quieras saber, alguna pregunta?
A Francesca se le ocurrían a docenas, pero no eran del tipo que su tío podía responder. Su pretendiente habría de hacerlo personalmente. No era la clase de hombre que se avendría a una unión desangelada y sin sentimiento. Había fuego y pasión en sus venas, como en las de ella.
Así que, ¿a qué venía todo esto?
De pronto se le reveló la verdad.
– ¿Ha hablado con usted esta tarde, mientras yo estaba fuera cabalgando? -Al asentir Charles, preguntó-: No me ha visto nunca, ¿no? No recuerdo que nos hayamos conocido.
– No creo que te hubiera visto… -Charles frunció el ceño-. ¿Te has encontrado con él?
– Al venir de las cuadras. Él…, ya se iba.
– Muy bien, entonces. -Charles se enderezó, visiblemente animado-. Así pues… -Sus ojos se habían perdido más allá de Francesca; ahora volvía a posarlos sobre su rostro. Habían hablado largo y tendido; era casi la hora de cenar-. Volverá mañana por la mañana a conocer tu respuesta. ¿Qué debo decirle?
Que no le creía, pensó Francesca, y sus ojos se cruzaron con la mirada franca de Charles.
– Dígale… que necesito tres días, setenta y dos horas contadas desde la tarde de hoy, para considerar su propuesta. Dado lo súbito de su oferta…, y su imprevista naturaleza, debo pensármelo cuidadosamente. En la tarde del tercer día a partir de ahora, le diré que sí o que no.
Charles había arqueado las cejas; para cuando ella terminó de hablar, estaba asintiendo.
– Un planteamiento excelente. Puedes determinar tu propio parecer y darle luego… -Charles hizo un mohín-. Darme a mí, supongo, tu respuesta.
– Desde luego. -Francesca se puso en pie, sintiendo que su determinación interior se afianzaba-. Averiguaré con qué respuesta voy a sentirme cómoda…, y sólo entonces la tendrá.
Era casi mediodía cuando al día siguiente Gyles volvió a cabalgar por el camino de la mansión Rawlings. Conducido al despacho, vio a Charles rodear el escritorio con la mano extendida y el rostro sonriente. No es que se esperara otra cosa. Tras un apretón de manos, convino en tomar asiento.
Volviendo al suyo, Charles lo miró a los ojos.
– He hablado con Francesca con cierto detenimiento. No se mostró contraria a vuestra proposición, pero sí que pidió un periodo de tiempo, tres días, para considerar su respuesta.
Gyles notó que sus cejas se arqueaban. La petición era sumamente razonable; lo que le sorprendía era que ella la hubiera hecho.
Charles lo observaba con preocupación, incapaz de interpretar su expresión.
– ¿Supone eso un problema?
– No. -Gyles reflexionó y volvió a mirar directamente a Charles, mientras añadía-: Aunque yo desee dejar cerrado este asunto expeditivamente, la solicitud de la señorita Rawlings es imposible de rechazar. El matrimonio es, después de todo, una negociación muy seria…, extremo éste que he insistido en subrayar.
– Ciertamente. Francesca no es una muchacha veleidosa… Tiene los pies bien plantados en la tierra. Se comprometió a dar un simple sí o no en la tarde del tercer día a partir de ayer.
– Dentro de dos días. -Gyles asintió y se levantó-. Permaneceré por la zona y regresaré por la tarde del día convenido.
Charles se puso en pie y se estrecharon las manos.
– Tengo entendido -dijo Charles mientras acompañaba a Gyles a la puerta- que ayer visteis a Francesca.
Gyles se paró en seco y observó a su anfitrión.
– Sí, pero muy fugazmente. -Ella debió de ver que la miraba y fue lo bastante hábil como para disimular.
– Así y todo, el menor vistazo bastaría. Es una joven arrebatadora, ¿no os parece?
Gyles examinó a Charles. Era un hombre más delicado y blando que él; las damitas más gentiles eran sin duda más su tipo. Gyles correspondió a su sonrisa.
– Estoy convencido de que la señorita Rawlings será para mí la perfecta condesa.
Se volvió hacia la puerta; Charles la abrió. Bulwer aguardaba para conducirlo hasta la salida. Con una inclinación de cabeza, Gyles se fue.
Decidió pasear hasta las cuadras como había hecho el día anterior. Caminando por los senderos del parterre, inspeccionó los alrededores.
Le había dicho a Charles que no albergaba deseo alguno de conocer formalmente a su futura novia. No había nada que ganar de esa experiencia, en su opinión. No obstante, ahora que ella había estipulado una espera de tres días…
Podía resultar prudente conocer a la joven dama que había pedido tranquilamente tres días para tomarle en consideración. A él y a su extremadamente generosa oferta. Aquello lo sorprendía como una muestra de resolución rara en una mujer del estilo de Francesca Rawlings. No importaba que la hubiera entrevisto apenas, él era experto en el arte de juzgar a las mujeres. Y, sin embargo, estaba claro que había juzgado mal a su futura esposa cuando menos en un aspecto; parecía sensato comprobar que no le depararía ulteriores sorpresas.
El destino le sonreía… Ella caminaba junto al lago, sin más compañía que unos cuantos spaniels. Se alejaba de él con la cabeza erguida, recta la espalda, con los perros retozando alrededor de sus pies. Se aplicó a darle alcance.
Llegó cerca de ella cuando daba la vuelta al extremo del lago.
– ¡Señorita Rawlings!
Ella se detuvo y se volvió. El chal que sujetaba en torno a sus hombros ondeaba al aire, y su tono azul realzaba el rubio claro de su cabello, liso y delicado, recogido en un moño suelto. Mechones ondulantes enmarcaban una cara dulce, más bonita que guapa. Su rasgo más memorable eran los ojos, de un azul muy pálido, bordeados por unas pestañas rubias.
– ¿Sí?
Ella lo observó mientras se acercaba sin dar muestras de reconocerle, y tan sólo un toque de recelo. Gyles recordó que había insistido en que se le transmitiera su oferta utilizando su título; estaba claro que no lo relacionaba con el caballero con el que estaba considerando casarse.
– Gyles Frederick Rawlings. -Le hizo una reverencia, sonriéndole al enderezarse. Alguien más debía haberle visto observándola el día anterior, y se lo habría contado a Charles… ¿La mujer que la había llamado, tal vez?-. Soy un primo lejano. Me preguntaba si me permitiría caminar con usted un rato.
"Todo sobre la pasión" отзывы
Отзывы читателей о книге "Todo sobre la pasión". Читайте комментарии и мнения людей о произведении.
Понравилась книга? Поделитесь впечатлениями - оставьте Ваш отзыв и расскажите о книге "Todo sobre la pasión" друзьям в соцсетях.