Trataba de decidir si estaba dando a los sucesos del día más trascendencia de la que tenían. ¿Era exagerada su reacción? Su corazón le decía que no. En estricta lógica, no estaba segura.

Iba siguiendo una línea paralela al paseo, bajo los árboles; ¿adónde iba? Con un suspiro, se detuvo. Llegarse a las murallas tal vez la distraería; podría ver qué aspecto tenían las vistas en un día tan nublado. Dio media vuelta y se detuvo en seco, al ver a los dos lacayos que venían caminando tras ella.

Ambos se detuvieron. Se quedaron quietos, esperando.

Frunciendo los labios, Francesca echó a andar de nuevo. Ellos le hicieron una inclinación al llegar a su altura; ella correspondió con un movimiento de cabeza y pasó de largo: no respondía de sus palabras si hablaba. Si abría la boca, gritaría, pero no era a los lacayos a quienes tenía ganas de gritar.

¿Qué se pensaba Gyles que estaba haciendo?

Era celoso, pero no podía tratarse de eso. ¿En base a qué podía justificar medidas tan draconianas? Le había preocupado lo ocurrido con su gorro, pero ya le había dado una explicación para eso. Y todo el jaleo montado en torno al olor raro del aliño había resultado ser un simple error.

Siguió deambulando a lo largo de las murallas al llegar hasta allí. Podía entender que él albergara alguna vaga inquietud, pero ¿tan indefensa la creía que tenía que tratarla como a una niña? ¿Hacerla vigilar por niñeras? ¿Dos niñeras?

Las hojas crujían bajo sus suelas. En el punto en que el río hacía una curva, se detuvo a contemplar el paisaje, envuelto en gasas de neblina. Sus ojos veían; su cabeza no.

Le entraron ganas de bajar hasta el capricho y encerrarse allí dentro… y esperar a que fuera él a buscarla para abrir la puerta. Entonces tendría que hablar con ella.

Eso era, claro, lo que le resultaba tan irritante; el punto que ponía a prueba su mal genio. Él la evitaba porque no deseaba discutir estas últimas medidas. Él las había decretado, y así había de ser, independientemente de lo que ella pensara o sintiera.

Hizo rechinar los dientes para resistirse a un impulso casi invencible de ponerse a chillar. Apretando los labios, giró sobre sus talones y se encaminó a dar la vuelta a la casa para luego atravesar el parque.


Volvió de la casa de la viuda dando largos pasos, dos horas más tarde. Lady Elizabeth y Henni la habían recibido entre alabanzas y felicitaciones por el éxito de la fiesta y lo que ya llamaban la gran recolecta de la ciruela. No había podido sino sonreír, dar sorbos a su té y escuchar. Sin apenas pausa, habían pasado al tema de la familia y le habían mostrado los añadidos que habían hecho a la copia del árbol genealógico que les había dejado.

Aquello la había distraído. Se había quedado absorta con sus explicaciones, los nombres, las conexiones, los recuerdos. Habían llegado tan lejos como habían podido. Ella había enrollado el árbol de familia con todos los añadidos y se lo había llevado de vuelta con ella.

Lo que hiciera a partir de allí dependía de ella. Nunca había formado parte de una gran familia; estaba tanteando el camino, pero podía hacerse una idea de las posibilidades. Del potencial. Ideas aún amorfas flotaban por su cabeza, pero era incapaz de concentrarse, no podía tomar ninguna decisión sobre aquellos asuntos; aún no.

No hasta que supiera qué estaba ocurriendo en su matrimonio y hubiera decidido qué hacer al respecto.

Entretenidas con su propia cháchara, ni lady Elizabeth ni Henni habían reparado en lo ausente que había estado en un principio. Se había ido sin mencionar sus repentinas e incómodas inseguridades. No les había preguntado por qué la razonable inquietud de Gyles habría desembocado tan bruscamente en semejante exceso de protección. Debía dar con la respuesta a aquello por sí misma: eso era un asunto entre ella y el.

Tanta protección la irritaba; los dos lacayos que hacían crujir las hojas a cierta distancia tras ella eran un recordatorio constante. Se sentía enjaulada, pero no era eso lo que le dolía.

Gyles la estaba evitando, negándose a revelarle cuál era el problema que había provocado aquella reacción.

Se había apartado de ella, se había retraído…

Se detuvo y se forzó a tomar una inspiración profunda.

Había llegado a pensar que estaban muy cerca, pero él se había distanciado, le daba la espalda. ¿Habían sido imaginaciones suyas, todo lo que había pasado previamente? Había estado tan convencida de que él estaba a punto de amarla como ella deseaba… y ahora, esto. En cuestión de horas, se había desgajado de ella y retirado a una distancia formal, convencional. Había levantado un muro entre los dos.

No se sentía únicamente enjaulada: se sentía excluida.

Tomó otra inspiración y echó a andar de nuevo. La casa se alzaba entre sus árboles; se encaminó a la escalinata de entrada.

A cada paso que daba, su determinación crecía.

Él había dicho que la vería en la cena. Llegada al porche, abrió con ímpetu la puerta principal, entró decidida al recibidor y se dirigió a las escaleras.

Se iba a asegurar de que la viera.

Furia y frustración bullían en su interior; tenía que controlarlas, tenía que esperar. Giró hacia la galería para encaminarse al ala privada.

Una figura apareció ante ella y le hizo una profunda reverencia. Ferdinando.

Ella se paró delante de él.

– ¿Sí?

– Milady. -Se enderezó. Era poco más alto que ella. A pesar de su piel aceitunada, parecía pálido.

Al quedarse él parado mirándola, sin más, con aire atormentado, Francesca frunció el ceño.

– ¿Qué ocurre?

Ferdinando tragó saliva, y a continuación le espetó:

– Yo no habría intentado jamás haceros daño, milady. ¡Tenéis que creerme! -Siguió con un torrente de italiano, más que apasionado.

Consciente de que había dos lacayos a diez pasos a su espalda, Francesca extendió el brazo, cogió a Ferdinando por la manga y le sacudió el brazo.

– ¡Acabe con esto! A nadie se le ha pasado por la cabeza que haya intentado hacerme daño, ni tampoco hecho nada malo.

Ferdinando no parecía muy convencido.

– ¿El señor?

Francesca le miró a los ojos.

– Si su señor creyera que había albergado usted la más mínima intención de hacerme daño, ya no estaría en Lambourn. -Notó que sus palabras tenían el sabor de la verdad-. Ahora vuelva a sus obligaciones, y deje de imaginar que nadie le culpa de nada.

Ferdinando le hizo otra gran reverencia. Francesca siguió adelante, con la cabeza dándole vueltas. Gyles sabía -había admitido- que el aliño no estaba envenenado. Así que, ¿cómo podía ese incidente haber actuado de catalizador para semejante cambio?

Más preguntas a las que sólo su marido podía contestar. A las que iba a contestar: esa noche.

Aceleró el paso. Los lacayos no la siguieron al ala privada. No era necesario, porque ya había otros dos lacayos, parados a ambos extremos del pasillo, vigilando sus aposentos.

Apretando los dientes, abrió impetuosamente la puerta de su dormitorio antes de que cualquiera de ellos pudiera llegar hasta ella.

– ¿Millie? -Su pequeña doncella, sentada en una silla de respaldo recto, se puso en pie de un salto. Francesca cerró la puerta-. Si… -«no te he llamado todavía»-. ¿Qué haces aquí?

Millie le hizo una inclinación.

– Wallace me indicó que os esperara aquí, señora.

Francesca se la quedó mirando.

– ¿Cuándo ha sido eso?

– Esta tarde, señora. Después de salir vos a pasear. -Millie se le acercó para cogerle el manto.

– ¿Llevas toda la tarde esperando aquí arriba?

Millie se encogió de hombros; sacudió el manto.

– Tenía que ordenar vuestras cosas. Mañana me traeré lo que tengo para remendar.

Francesca la observó colgar el manto y luego se dio la vuelta.

– Pide agua. Deseo darme un baño.


Un largo baño caliente no le mejoró el humor. Sí le dio, en cambio, tiempo para planear su estrategia, ordenar sus argumentos y ensayar lo que había de decir más tarde.

A su marido, cara a cara.

Cuanto antes se produjera esa entrevista, mejor. Envuelta en una bata de seda, con el pelo todo ensortijado por el vapor, Francesca le hizo un gesto a Millie señalándole los dos amplios roperos que contenían su ropa.

– Ábrelos los dos; deseo elegir un vestido especial para esta noche.

Gyles supo a lo que se enfrentaba en el mismo instante en que puso los ojos encima de su mujer aquella noche. Entró en el salón familiar seguido de Irving. Ella, sentada en la butaca junto a la chimenea, levantó la vista y sonrió.

Él se detuvo. La contempló mientras Irving anunciaba que la cena estaba servida.

Ella no se movió, esperando obviamente a que él se acercara, la tomara de la mano y la invitara a levantarse.

Al no hacerlo él, le enarcó una ceja.

El hizo un gesto indicando la puerta.

– ¿Vamos?

Ella le miró a los ojos; luego se incorporó y fue junto a él. Una parte de Gyles quería darse la vuelta y marcharse, salir corriendo, buscar refugio en su despacho. La mayor parte de él quería…

Apartó la vista de la cremosa extensión de sus pechos, resaltada por el magnífico vestido de seda broncínea. El vestido era sencillo; con él, ella estaba espectacular. No pudo evitar que sus sentidos se empaparan de aquella visión, recorrer con la vista su rostro, su pelo, sus labios.

La miró fugazmente a los ojos y luego le ofreció el brazo. Ella le tomó de la manga; se deslizó, suave y grácil, junto a él mientras se dirigían al comedor. Él se sentía rígido como una tabla.

La comida le vino de perlas para distraer la atención. Pero sabía que no iba a durar mucho.

– La fiesta de la cosecha fue muy bien, ¿no creéis?

Él asintió e hizo un gesto a un lacayo para que le sirviera más alubias.

– Ciertamente.

– ¿Observasteis algo, cualquier cosa que hubiera podido resultar mejor de otra manera? -Hizo una fioritura con el tenedor-. ¿Alguna queja?

Él le dirigió una mirada fugaz a los ojos.

– No. Ninguna.

Había dado por hecho que la presencia de Irving y los lacayos le haría contener su ímpetu temporalmente; de pronto, ya no estaba tan convencido.

Ella le sonrió, como si le hubiera leído el pensamiento, se llevó un trozo de calabaza a la boca y bajó la vista.

Pese a la resolución que había visto asomar en sus ojos, no hizo ninguna referencia más a acontecimientos recientes, sino que empezó a interesarse por Londres. Apreció la aprobación que ella manifestó de sus deseos. Iba a tener que hablar con ella -su vestido era toda una declaración de su postura al respecto-, pero semejante intercambio tendría lugar en un momento que él eligiera, y, sobre todo, en su dormitorio, un terreno en el cual él podía poner fin a cualquier discusión en cuanto quisiera.

– ¿Habéis tenido noticias de St. Ives?

Él respondió concisamente, revelando lo menos posible. Sería necesario trazar algunas líneas generales; él por su parte ya había trazado algunas, pero no había determinado aún las posturas que otros pudieran adoptar.

Terminaron de comer. Se pusieron en pie al unísono y caminaron hacia el pasillo. Haciendo una pausa, ella se medio volvió y le miró a los ojos.

Él podía sentir su calidez, no sólo la de su carne, sino otra más profunda, una calidez femenina e infinitamente más tentadora. El verde de sus ojos le estaba llamando; la promesa de su cuerpo realzado por la broncínea seda tiraba de sus sentidos. Lo atraía hacia ella.

Ella estaba alzando la mano para tocarle el brazo cuando él retrocedió un paso.

Cerró los párpados y agachó la cabeza.

– Tengo muchos asuntos que atender. Sugiero que no me esperéis levantada.

Dio media vuelta y se dirigió a grandes pasos a su despacho. No le hacía falta verle la cara a ella.


Aparentemente calmada, Francesca se retiró al salón familiar. Estuvo una hora sentada junto al fuego; entonces llegó Wallace empujando el carrito del té. Le permitió servírselo y después le despidió. Se quedó sentada al lado del fuego una hora más, luego dejó su taza, se levantó y subió al piso de arriba.

Se cambió y apartó el vestido color bronce. Después despidió a Millie.

Con un camisón de fina seda bajo una bata de seda más gruesa, permaneció de pie junto a una ventana en la penumbra del cuarto, con templando la noche empapada de luna. Y esperó.

Pasó otra hora antes de que escuchara abrirse la puerta de la habitación contigua, y cerrarse a continuación. Oyó las pisadas de Gyles al cruzar la habitación. Le oyó dirigirse a Wallace. Imaginó a Gyles desvistiéndose…

Volvió la cabeza y se quedó mirando a la puerta que conectaba ambas habitaciones. A continuación se encontró cruzando hacia ella y agarrando el pomo. Si iban a discutir alguna cosa, quería que su marido estuviera completamente vestido.