– No estoy cansada, pero me encantaría un poco de té. Por favor, tráigalo a la biblioteca.
– De inmediato, señora.
Llegando junto a Gyles, le tomó del brazo.
– Venid, milord. Mostradme vuestra guarida.
Tendría que haberse plantado y haberla conducido al salón. Al cabo de dos días, Gyles tuvo conciencia clara de su error. Ahora la biblioteca, que en aquella casa hacía asimismo las funciones de despacho, era la guarida de Francesca tanto como la suya.
Reprimió un suspiro y frunció el ceño ante la carta desplegada sobre el papel secante de su escritorio. Era de Gallagher. Dirigió una mirada a donde Francesca se hallaba leyendo, sentada en una butaca frente a la chimenea.
– La casa de los Wenlow… ¿La recordáis?
Ella levantó la vista.
– ¿La que está en una hondonada al sur del río?
– El tejado tiene goteras.
– Es una de un grupo de tres, ¿no?
El asintió.
– Son todas iguales, construidas al mismo tiempo. Me pregunto si debería ordenar que se reconstruyan los tres tejados.
La miró, y vio la reflexión surcando su rostro.
– El invierno se nos echa encima; si se forman goteras en otro de los tejados y está nevando, será difícil de reparar.
– Aunque no nieve. Estos tejados viejos se hielan de tal forma que, incluso sin nieve, es peligroso hacer subir a los hombres. -Gyles colocó una hoja de papel nueva en el secante y cogió una pluma-. Le diré a Gallagher que cambie los tres.
Mientras escribía, ella siguió leyendo, pero levantó la vista al sellar él la carta.
– ¿Hay más noticias?
Le contó todo lo que Gallagher le decía. De allí, pasaron al tema de las leyes sobre las que estaba él investigando. Estaban inmersos en una discusión sobre demografía en relación al derecho de sufragio cuando entró Irving.
– Ha llegado el señor Osbert Rawlings, milord. ¿Le recibiréis?
Gyles reprimió un «no». Osbert no tenía por costumbre ir de visita sin algún motivo.
– Hágale pasar.
Irving hizo una inclinación y partió; al cabo de un minuto, regresó seguido de Osbert. Al ser anunciado, Osbert hizo una inclinación de cabeza a Gyles, que se puso en pie.
– Primo. -Su mirada se desvió a Francesca; Osbert sonrió, radiante-. Querida prima Francesca… -Se interrumpió, miró a Gyles y luego de nuevo a ella-. Puedo llamaros así, ¿no?
– Por supuesto. -Francesca sonrió y le tendió la mano. Osbert la tomó y se inclinó sobre ella-. Siéntese, se lo ruego, ¿o tiene que tratar de algún asunto con Gyles?
– No, no. -Osbert se apresuró a acomodarse en la otra butaca-. Me enteré de que estabais en la ciudad y pensé que debía pasar a daros la bienvenida a la capital.
– Qué amable -replicó Francesca.
Conteniendo un bufido, Gyles volvió a sentarse en la silla de detrás de su escritorio.
– Y -Osbert rebuscó en sus bolsillos- espero de verdad que no lo consideréis una impertinencia, pero he escrito una oda… a vuestros ojos. ¡Ah, aquí está! -Blandió un pergamino-. ¿Os gustaría que la leyera?
Gyles sofocó un gruñido y buscó refugio tras un boletín de noticias. Aun así, no pudo evitar oír los versos de Osbert. En realidad, ni siquiera eran malos: simplemente carecían de inspiración. El podría haber pensado diez frases mejores para expresar más adecuadamente el fascinante atractivo de los ojos esmeralda de su esposa.
Francesca dio las gracias educadamente a Osbert y pronunció varias frases de ánimo, lo que llevó a Osbert a regalarle los oídos con lo mucho que disfrutaría de la vida de la alta sociedad, y la alta sociedad de ella. Esto último hizo que Gyles frunciera los labios, pero entonces Francesca reclamó su atención sobre algún punto y hubo de bajar el boletín de noticias y responder sin poner mala cara.
Gyles aguantó la cháchara de Osbert cinco minutos más antes de que la desesperación diera a luz a la inspiración. Poniéndose en pie, llegó hasta donde se hallaban sentados Francesca y Osbert. Francesca levantó la vista.
– No sé si recordáis, querida mía, que os dije que os llevaría a dar una vuelta en coche por el parque. -Gyles volvió su calmada expresión hacia Osbert-. Me temo, primo, que, si he de darle a probar a Francesca un poco de todo lo que tan elocuentemente le has descrito, tendremos que salir ya.
– ¡Ah, sí! ¡Por supuesto! -Osbert descruzó sus largas piernas y se puso en pie. Tomó a Francesca de la mano-. Lo disfrutaréis, estoy seguro.
Francesca se despidió de él. Osbert presentó sus respetos a Gyles y se fue más contento que unas pascuas.
Gyles le observó retirarse con ojos entrecerrados.
– Bien, milord.
Se volvió a mirar a Francesca, que lo miraba sonriente, con la cabeza ladeada.
– Si vamos a ir a dar una vuelta por el parque, será mejor que vaya a cambiarme.
Una lástima: su aspecto era delicioso tal cual estaba. La moldeada línea del escote de su vestido de diario atraía su mirada, el suave tejido se adhería a las curvas del cuerpo invocando a sus sentidos. Pero pasaría frío en la calesa. Le cogió la mano y se la llevó a los labios.
– Ordenaré que preparen el coche. En quince minutos, en el recibidor.
Ella lo dejó con una carcajada y una de sus gloriosas sonrisas.
Era la hora a la que salía la gente elegante, y la avenida estaba repleta de carruajes de todo tipo. Los más amplios y formales, berlinas y landós, estaban aparcados a lo largo de los laterales, mientras que los más pequeños y ligeros, faetones y calesas, iban traqueteando por en medio. La velocidad no tenía importancia: nadie tenía ninguna prisa; el único propósito del ejercicio era ver y ser visto.
– ¡Qué cantidad de gente hay aquí! -Desde su posición privilegiada en el asiento de la cabina, Francesca miraba a su alrededor-. Pensaba que en esta época del año, la ciudad estaría medio vacía.
– Está medio vacía. -Gyles dividía su atención entre el carruaje de delante y los ocupantes de los carruajes de los lados-. Durante la temporada social, el césped está medio cubierto, y hay más gente paseando a caballo. Lo que estáis viendo es básicamente la elite de la alta sociedad, los que tienen asuntos, políticos por lo general, que los traen para el periodo de sesiones de otoño.
Francesca dio un repaso a las filas.
– Así que éstas son las damas que más me conviene llegar a conocer.
Gyles enarcó las cejas, pero asintió con la cabeza.
Entonces frenó a sus caballos para llevar la calesa cerca de un carruaje de los del lateral. Francesca miró y se le iluminó la cara.
– ¡Honoria!
– ¡Francesca! ¡Qué delicia! -Honoria miró a Gyles y, sin dejar de sonreír, hizo una inclinación de cabeza-. Milord. No sé cómo deciros lo encantada que estoy de veros aquí.
La sonrisa con que Gyles correspondió fue fría. Francesca le enarcó fugazmente las cejas a Honoria; la rápida mirada que obtuvo por respuesta decía claramente: «Os lo explicaré más tarde.»
Honoria hizo un gesto a las otras damas que compartían la calesa.
– Permitidme que os presente a la tía de Diablo, lady Louise Cynster, y a sus hijas, Amanda y Amelia.
Francesca intercambió saludos, sonriendo al adivinar los pensamientos que se escondían tras los ojos muy abiertos de las muchachas. Ambas personificaban el arquetipo de la rubia belleza inglesa, con sus tirabuzones dorados, los ojos azules como el cielo despejado y el cutis lechoso y delicado.
– ¿Sois mellizas?
– Sí. -Amanda seguía aún repasándola de arriba abajo.
Amelia suspiró.
– Sois asombrosamente hermosa, lady Francesca.
Francesca sonrió.
– Ustedes son muy hermosas también.
Un pensamiento le vino de pronto a la cabeza; abrió mucho los ojos y sofocó una risa.
– ¡Oh, disculpadme! -Lanzó una mirada traviesa a Honoria y Louise-. Se me acaba de ocurrir que si hiciéramos una entrada, las tres juntas, Amelia a un lado, yo en medio, y Amanda a mi otro costado-, causaríamos un efecto bastante extraordinario.
El contraste entre la palidez de ellas y su exótico color era muy pronunciado.
Louise sonrió. Las gemelas parecieron intrigadas.
Honoria se echó a reír.
– Causaría sensación.
Gyles cruzó su mirada con Honoria, con ojos airados.
La sonrisa de Honoria se hizo más ancha; se volvió hacia Francesca.
– Tenéis que venir a comer con nosotros; Diablo querrá volveros a ver, y os hemos de presentar a los demás. ¿Cuánto tiempo vais a quedaros?
Gyles dejó que respondiera Francesca. Encaramado junto a ella en el asiento de la cabina de la calesa, se sentía cada vez más expuesto. Se alegró cuando, una vez intercambiados todos los detalles de interés, se despidieron de Honoria y sus acompañantes y pudo seguir adelante.
No llegaron muy lejos.
– ¡Chillingworth!
Conocía esa voz. Le llevó un momento localizar el turbante que coronaba un par de ojos color obsidiana que eran el terror de la alta sociedad. Lady Osbaldestone le indicaba imperiosamente que se acercara. Sentada junto a ella en su vieja berlina, observando con una sonrisa resabiada, se hallaba la duquesa viuda de St. Ives.
Gyles se tragó un exabrupto; no habría hecho sino intrigar a Francesca, y de todas formas no tenía elección. Desvió la calesa hacia el lateral y la condujo junto al cupé.
Lady Osbaldestone sonrió de oreja a oreja, asomando por la ventanilla de la berlina, y se presentó.
– Conocía a vuestros padres, querida mía: tuve ocasión de visitarlos en Italia; vos sólo tendríais tres años por entonces. -Se reclinó en el asiento y asintió benévolamente. Sus negros ojos relucían de profunda satisfacción-. Me complació enormemente enterarme de vuestra boda.
Gyles sabía que el comentario iba dirigido a él.
Francesca sonrió.
– Gracias.
– Y yo, querida mía, debo añadir también mis felicitaciones. -La duquesa viuda, con una expresión cálida en sus ojos verde claro, tomó la mano de Francesca-. Y sí -dijo, sonriendo en respuesta a la pregunta que asomaba en el rostro de Francesca-, habéis conocido a mi hijo y él me ha hablado maravillas de vos; y, por supuesto, Honoria me lo ha contado todo.
– Estoy encantada de conoceros, Excelencia.
– Y vais a vernos más, querida mía, no me cabe duda, así que no os retendremos más a Chillingworth y a vos. Va a empezar a hacer fresco, y estoy segura de que vuestro marido estará deseando privarnos de vuestra compañía.
A Gyles no se le pasó por alto el centelleo de sus ojos, pero replicar estaba fuera de lugar: era demasiado peligroso. Tanto Francesca como él hicieron una reverencia; y escapó tan deprisa como se atrevió.
– ¿Son… cómo se las describe…? Grandes dames?
– Las más grandes. No os engañéis. Ejercen un poder considerable, a pesar de su edad.
– Son más bien imponentes, pero me han gustado. ¿A vos no os gustan?
Gyles soltó un resoplido y siguió adelante.
– ¡Gyles! ¡Hoo-la!
Gyles hizo reducir la marcha a sus caballos.
– ¿Mamá?
Tanto él como Francesca buscaron en derredor, hasta que él vio a Henni saludando desde un carruaje aparcado más adelante.
– Santo cielo. -Condujo hasta donde estaban y tiró de las ríendas-. ¿Qué diantre estáis haciendo aquí?
Su madre lo miró con los ojos muy abiertos.
– No sois los únicos a los que puede apetecer una vuelta por la capital. -Soltó la mano de Francesca-. Y, por supuesto, Henni y yo queríamos estar aquí para respaldar a Francesca. Es una buena oportunidad para llegar a conocer a las grandes anfitrionas fuera del jaleo de la temporada social.
– Ya nos hemos encontrado con Honoria y lady Louise Cynster, y con la duquesa viuda de St. Ivés y lady Osbaldestone -dijo Francesca.
– Un excelente comienzo. -Henni asintió decididamente-. Mañana te llevaremos con nosotras a visitar a unas cuantas más.
Gyles se esforzó por no fruncir el ceño.
– ¿Pero dónde os alojáis? -preguntó Francesca.
– En la casa Walpole -repuso lady Elizabeth-. Está justo a la vuelta de la esquina, en la calle North Audley, así que estamos cerca.
Gyles dejó corcovear a sus caballos.
– Mamá…, mis caballos. Está refrescando…
– Ah, sí, claro; debéis continuar, pero da igual: os veremos esta noche en casa de los Stanley.
Él notó que Francesca lo miraba, pero rehuyó su mirada. Se despidieron y marcharon. Tomó el camino más próximo para dejar la avenida y salir del parque.
Francesca se reclinó en el asiento y lo estudió.
– ¿Vamos a ir esta noche a casa de los Stanley?
Gyles se encogió de hombros.
– Nos han invitado. Supongo que es un sitio tan bueno como cualquier otro para empezar.
– ¿Para empezar con qué?
Con expresión adusta, él condujo sus dos caballos fuera de las verjas.
– Con vuestra presentación en sociedad.
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