Hubiera preferido retrasarla tanto como pudiera: ahora lo comprendía. Y sabía por qué. Entre los vividores de la alta sociedad su esposa ejercería la misma fascinación visceral que la miel sobre las abejas. En esta época del año, los presentes eran los de la variedad más peligrosa, sin hallarse diluidos entre los petimetres más inocuos que llegaban de provincias para la temporada social. En casa de los Stanley estarían los lobos de Londres, quienes, como había hecho él, raramente iban a cazar fuera de la capital, con sus presas seductoramente perfumadas.
Tomó la decisión de no separarse ni un segundo de Francesca antes incluso de que hubieran saludado a su anfitriona.
Ella, como era de prever, estaba emocionada.
– Es un gran placer veros aquí, milord. -Lady Stanley hizo una inclinación de cabeza en señal de aprobación y luego desvió la mirada hacia Francesca. Su expresión se hizo más cálida-. Y estoy encantada de ser una de las primeras en daros la bienvenida a la capital, lady Francesca.
Francesca y su señoría intercambiaron las frases de rigor. Gyles notó la transparente cordialidad de la condesa, algo que no podía darse por descontado en el toma y daca de la alta sociedad. Por otra parte, hacía ya semanas que sus miembros estaban de vuelta en Londres; la noticia de que se había casado y de que su matrimonio había sido concertado habría llegado a todos los oídos.
Tales noticias le habrían granjeado a Francesca más simpatías y aceptación que si el caso hubiera sido otro. Ella no había llegado a entrar en competición con las damas de la alta sociedad o con sus hijas, puesto que su posición como condesa nunca había salido al mercado nupcial.
Esas eran las buenas noticias. Al separarse de sus anfitriones y conducir a Francesca hacia la multitud, Gyles reparó en cómo su traje de noche de seda tornasolada revelaba los marfileños montículos de sus pechos, y deseó poder retirarse. Llevársela a su biblioteca y encerrarla allí, de forma que pudieran verla sólo aquellos hombres que contaran con su aprobación.
Nadie sabía mejor que él que las noticias de que el suyo había sido un matrimonio concertado la expondrían al escrutinio inmediato de quienes hasta hace poco habían sido sus iguales. Con sólo ponerle la vista encima, cualquier vividor digno de tal nombre acudiría a la carrera. Ella emanaba el aire de una mujer de apetitos sensuales, que nunca se contentaría con las tibias atenciones de un marido indiferente.
La idea era risible. Sacudió la cabeza. Ella lo advirtió, y le arqueo una ceja.
– Nada. -Para sus adentros, volvió a sacudir la cabeza. Debía de estar loco para haberse prestado a esto.
– ¿Lady Chillingworth? -Lord Pendleton hizo ante ellos una elegante reverencia; al enderezarse, miró a Gyles-. Vamos, milord; haced el favor de presentarnos.
Muy a regañadientes, Gyles lo hizo. Tampoco podía negarse. Y ése fue el pistoletazo de salida: al cabo de diez minutos, estaban rodeados por una partida de lobos babeando muy educadamente, todos ellos esperando a que él se excusara para caer sobre la presa.
Podían esperar sentados.
Francesca charlaba con naturalidad. Su aplomo en el trato ampliaba su atractivo ante este público en particular. El los conocía a todos, sabía cuál era la pregunta que estaba haciendo surgir en sus mentes al seguir anclado a su lado. Y la pregunta que básicamente ocupaba la suya era cómo escapar antes de que uno de sus antiguos iguales adivinara su verdadera posición y decidiera sacar partido de ella.
El alivio le llegó de forma inesperada. Un caballero alto, de pelo rubio, se abrió paso a empellones entre la multitud.
A Francesca le resultó sorprendente que el recién llegado, aparentemente sin ningún esfuerzo, consiguiera situarse junto a ella. Intrigada, le ofreció la mano. El la tomó e hizo una inclinación.
– Harry Cynster, lady Francesca. Puesto que vuestro marido ha sido elegido un Cynster honorario, eso os convierte también en miembro del clan, así que invocaré las prerrogativas de un pariente para ser dispensado de presentaciones formales. -Harry intercambió una mirada con Gyles, por encima de su cabeza, antes de concluir, con un brillo travieso en sus ojos azules-. Es un honor conoceros. Siempre me pregunté quién sería capaz de enredar a Gyles.
Francesca correspondió a su sonrisa.
– Me sorprende extraordinariamente verte aquí.
Francesca se volvió hacia Gyles ante su comentario; estaba mirando por encima de las cabezas de la gente, inspeccionando toda la sala.
– No está aquí. -Harry buscó la mirada intrigada de Francesca-. Mi esposa, Felicity. Está esperando nuestro primer hijo. -Miró a Gyles-. Está en casa, en Newmarket. Yo he tenido que venir a las ventas de Tattersalls.
– Ah. Queda explicado el misterio.
Harry sonrió con complicidad.
– Desde luego. -Hizo una brevísima pausa, y miró a Francesca-. Pero suponía que lo habrías adivinado. -Volvió a esgrimir su sonrisa irresistible-. He venido cumpliendo una misión. Mi madre quisiera conoceros. -Volvió a mirar a Gyles-. Está sentada con lady Osbaldestone.
Gyles captó la mirada de Demon, comprendió la estratagema, comprendió el sentimiento de camaradería que la había provocado. Vaciló sólo un instante antes de preguntar:
– ¿Dónde, exactamente?
– Al otro extremo de la habitación.
Para desconcierto y decepción de los caballeros que les rodeaban, Gyles se excusó a sí mismo y a Francesca. Condujo a Francesca a través de la multitud, colgada de su brazo, con Demon, igualmente alto y disuasivo, escoltándola del otro lado.
La mirada de Francesca iba de uno a otro duro rostro varonil: ambos escrutaban a la multitud mientras caminaban, al acecho de cualquier caballero que pudiera tratar de abordarla. Tuvo que disimular una sonrisa cuando finalmente la dejaron ante la chaise longue en que se hallaba sentada lady Osbaldestone, resplandeciente en su traje morado con adornos de plumas. A su lado se sentaba otra grande dame.
– Lady Horatia Cynster, querida mía. -La dama le apretó la mano.
– Estoy muy contenta de conoceros. -Desvió su mirada a Gyles-. Chillingworth. -Le tendió su mano y le observó mientras él le hacía una reverencia-. Sois un hombre extraordinariamente afortunado; y espero que seáis consciente de ello.
Gyles arqueó una ceja.
– Naturalmente.
– Estupendo. En ese caso, podéis ir a buscarme un poco de horchata, y su señoría también agradecería un vaso. Podéis llevaros a Harry con vos. -Les hizo seña de que se fueran.
Francesca se quedó intrigada cuando, tras un instante de vacilación, Gyles asintió, indicó a Harry con una mirada que lo siguiera y las dejaron solas.
– Venid… Sentaos, muchacha. -Lady Osbaldestone se corrió, al igual que lady Horatia. Francesca tomó asiento entre las dos.
– No tenéis que preocuparos por todos estos. -Lady Horatia señaló con un ademán la dirección en que habían venido-. Se fundirán con las molduras en cuanto hayan comprendido que no sois para ellos.
– Y es buena cosa. -Lady Osbaldestone dio un golpe en el suelo con su bastón y dirigió unos ojos oscuros y brillantes a Francesca. A poca verdad que haya en los rumores que circulan sobre ese marido vuestro, ya estaréis más que servida con él.
Francesca notó que se le acaloraban las mejillas. Se volvió rápidamente al decir lady Horatia:
– Desde luego, en tales situaciones, es prudente mantener a vuestro marido entretenido…, ocupado. No hay ninguna necesidad de permitir que se vuelva loco él solo sin que haya motivo, no sé si me entendéis.
Francesca pestañeó y luego asintió, más bien tímidamente.
– No hace falta decir lo que podría hacer si se le tensa mucho esa cuerda. -Lady Osbaldestone asintió sabiamente-. Es una de las dificultades de casarse con un Cynster: hay que trazar una línea muy firme. Son demasiado propensos a volver a sus modos ancestrales si no se les sabe tratar adecuadamente.
– Pero…, no entiendo, milady. -Francesca miró a una y a otra-. Gyles no es un Cynster.
Lady Osbaldestone sofocó una risotada.
Lady Horatia sonrió.
– Lo nombraron un Cynster por decreto: extrañamente sagaz por su parte, pero no cabe duda de que fue idea de Diablo. -Dio unas palmaditas en la mano a Francesca-. Lo que queremos decir es que son todos tal para cual: lo que se aplica a los Cynster es igualmente aplicable a Chillingworth.
– Yo aún diría más -opinó lady Osbaldestone-, lo mismo es aplicable a la mayoría de los Rawlings, aunque los demás son de un tipo más suave.
– ¿Los conocéis? ¿A los demás Rawlings?
– A un buen puñado -admitió lady Osbaldestone-. ¿Por qué?
Francesca se lo explicó.
Gyles y Harry regresaron con dos vasos de horchata y una copa de champán para Francesca, y se encontraron a las tres damas con las cabezas juntas, discutiendo el árbol genealógico de los Rawlings. Harry intercambió una mirada con Gyles y se fue por su lado. Transcurrió un cuarto de hora antes de que Gyles consiguiera sustraer a Francesca de la discusión.
– Os veré en la recepción que daré en mi casa la semana que viene -le dijo lady Horatia cuando, finalmente, no le quedó más remedio que levantarse.
– Yo también iré -dijo lady Osbaldestone-. Os haré saber entonces lo que haya averiguado.
Gyles dio gracias en silencio de que la vieja hechicera no estuviera planeando pasar de visita por la calle Green.
– Mamá y Henni están cerca de la puerta principal. -Condujo a Francesca a través de la multitud.
Pasados otros quince minutos, durante los cuales su madre, Henni y Francesca hicieron numerosos planes sociales, arrastró a Francesca a otro lado.
– Se diría que no vais a tener ni un momento de soledad.
Francesca lo miró; mentalmente, repasó sus palabras, analizó su tono. Luego sonrió y le apretó el brazo.
– Tonterías. -Miró a su alrededor y luego suspiró-. De todas formas, sí que pienso que ya he hecho bastantes planes por una noche. -Se volvió hacia él-. Tal vez deberíamos volver a casa.
– ¿A casa?
– Aja. A casa, y a la cama. -Ladeó la cabeza-. Claro que, si lo preferís, podríamos pasar antes por la biblioteca.
– ¿La biblioteca?
– Wallace habrá encendido la chimenea… Seguro que se está bastante a gusto.
– A gusto.
– Mmm… Al calorcito. -Hizo rodar la palabra en la lengua-. Placentero y… relajante.
La sensual promesa que destilaba su voz hizo afluir el calor por todo él. Gyles se detuvo, giró y se encaminó hacia la puerta.
Capítulo 18
Dos semanas después, Gyles se hallaba de pie en un rincón del salón de baile de lady Matheson, reflexionando sobre la locura que le había llevado a traerse a Francesca a Londres. Su necesidad de protegerla le había hecho forzar la mano; aquí se encontraba más segura, alejada de los extraños acontecimientos de Lambourn, en una casa más pequeña y segura, pero su irrupción en la alta sociedad le había traído peligros de otra índole.
De una índole que estaba devorando su fachada civilizada y dejaba a su auténtico yo mucho más próximo a la superficie.
– ¿Gyles?
Se volvió, sonrió y se inclinó para dar a Henni un beso en la mejilla.
– No había caído en la cuenta de que estarían aquí.
– Pues vaya, por supuesto que estamos aquí, querido. Los Matheson son conocidos de Horace, ¿no lo recuerdas?
Por aquellos días casi no pensaba en otra cosa que no fuera su esposa.
– ¿Dónde está Francesca? -Henni le dirigió una mirada inquisitiva; estaba claro que esperaba que él lo supiera,
– Sentada con su Excelencia la duquesa de St. Ives. -Guió la mirada de Henni al otro extremo de la habitación.
– Ah. Gracias, querido. Por cierto, la cena de la otra noche fue excelente, y la pequeña reunión de la semana anterior fue muy bien, en mi opinión.
Gyles asintió. Henni lo dejó para dirigirse hacia Francesca, sorteando a la multitud. La cena había sido su estreno: la primera de Francesca en Londres, la primera de él de casado. La ilusión les había acercado, les había llevado a trabajar juntos más unidos incluso que antes.
Había sido un triunfo; el compartirlo le había agregado un valor adicional. Cuando Henni había calificado la cena de «excelente», no se estaba refiriendo a la calidad de los platos, aunque, con Ferdinando empeñado en complacer, habían sido excepcionales. Había sido Francesca la que había brillado y fascinado; a él le había resultado fácil representar el papel de marido orgulloso y cumplir con su parte para llevar adelante la velada.
La pequeña fiesta que habían dado la semana anterior había sido la primera incursión de Francesca en el terreno más amplio de las recepciones a la alta sociedad: eso también había resultado un éxito rotundo.
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